Ruido o silencio
Un atasco es el berrido más bárbaro del animal humano, la impaciencia por abolir todo lo entrevisto en este tiempo en suspenso
Hay ocasiones temibles en las que todas las cosas que uno más detesta llegan juntas. Juan Ramón Jiménez debería de estar pensando en eso cuando escribió que su peor pesadilla era imaginar una misa de campaña en una plaza de toros. Así estarían unidos el militarismo, el clericalismo, la ordinariez sangrienta de la tauromaquia. Lo que para Juan Ramón Jiménez era solo una hipótesis para mí fue una realidad el sábado 23 de mayo, cuando justo debajo de mi balcón, durante más de dos horas, se congregaron algunas de las cosas que me parecen más detestables en la vida: los atascos de tráfico, el berrido de los cláxones, los himnos marciales, las banderas, las motos de gran cilindrada envenenando y atronando el aire con los tubos de escape. Habría faltado quizás, para completar el cuadro, el bramido de alguna fiesta originaria, tal vez con lanzamiento de toneladas de tomates, o de explosiones aterradoras de petardos, o de mozos bravíos alanceando toros o corriendo delante de ellos con gran arrojo masculino.
Corriendo entre los coches, agitando banderas, unas veces como lanzas de picador y otras como capotes, algunos de los patriotas a los que pude observar sin mucho peligro desde el burladero o el tendido de mi balcón desobedecían las normas sanitarias con el mismo júbilo de insurrectos con que gritaban a coro “libertad, libertad”, o con el que presionaban los cláxones de los coches, o pisaban los aceleradores de las motos para conseguir un máximo de ruido y de emisión de gases de efecto invernadero. Pero eran tantos coches, y estaban tan atascados, que el mismo éxito que tan visiblemente los embravecía también los paralizaba, porque no podían avanzar. Así que los y las más vehementes —la ultraderecha contemporánea es paritaria, igual que experta en nuevas tecnologías y redes sociales— abrían las puertas de los coches y se lanzaban a la calzada, bandera en mano y sin mascarilla, bajo ese calor de verano anticipado que vuelve ardientes las chapas de las carrocerías y espesa aún más el olor a gasolina quemada en el aire.
En su amor a las banderas los extremistas españoles a quienes más se parecen es a los extremistas antiespañoles, a los que imitan en algunos de sus gestos de modernidad, particularmente el de esos jóvenes que ostentan las suyas como capas de superhéroes. En unos y en otros el patriotismo suscita una ronquera cuartelaria, una vehemencia amenazadora cuando gritan sus “vivas”, que no darían tanto miedo si no sonaran como “mueras”. El rojo y el amarillo, en sus diferentes formatos, hacen estallar la luz del sol en las telas ondeantes, si bien quedan lastimosamente descoloridos cuando llevan mucho tiempo en los balcones.
El problema más serio que les veo yo a los ultras españoles, y que volví a constatar la mañana del sábado, es la falta de un himno. El himno oficial de España es desmayado y solemne y no tiene letra, y otros mucho más vibrantes quizás no sean aconsejables por el momento. El sábado, entre los cláxones y los motores, logré identificar algunas músicas que salían de los coches, en particular Soy el novio de la muerte y Que viva España. En algún momento, mi oído muy entrenado en los cantos escolares de una antigua niñez distinguió los acordes entre chapuceros y melifluos del Cara al sol.
Pero el himno verdadero, el fundamental, el único, era el estruendo mismo de los coches, su jactancia invasora, esa estridencia de cláxones en un atasco que es el berrido más bárbaro del animal humano, el gusto de ocupar todo el espacio de la ciudad, la impaciencia por abolir cuanto antes el silencio y la limpieza del aire, la posibilidad de una vida en común más civilizada y menos agresiva, todo lo que hemos entrevisto a lo largo de este tiempo en suspenso. Hace poco escribía aquí Félix de Azúa que el precio de ver y escuchar pájaros en el centro de las ciudades es viajar en burro. En muchos sitios del mundo, algunos de ellos en España, hace ya bastante tiempo que se viene planeando, y poniendo en práctica, una manera diferente de moverse por la ciudad, a base de transporte público, de itinerarios caminables, de redes extensas y seguras de carriles para bicicletas. El uso masivo del coche privado es una aberración que destruye por igual el tejido de las ciudades y la salud y la tranquilidad de las personas, sometidas al veneno incesante del humo de la gasolina, al estruendo de los motores, a la tensión y el peligro del tráfico.
El sábado 23, a primera hora de la mañana, en las mismas calles que hacia mediodía iban a estar ocupadas por un atasco oceánico, se respiraba un aire fresco y limpio que ensanchaba los pulmones igual que la amplitud del espacio dilataba la vista. Había poco tráfico de coches, y muchos ciclistas por las avenidas más anchas, a esa hora que parece la más propicia para las bicicletas y para las golondrinas, que se desplazan con una mezcla semejante de velocidad y sigilo. La anchura del espacio y la del silencio daban una sensación casi de vértigo. Yo bajaba en bici por la pendiente de Alcalá hacia Cibeles con una rapidez sin esfuerzo, como el que se desliza sobre el agua en un velero, llevado solo por una brisa favorable. Vistos desde el centro de la calle, los edificios que hasta ahora solo ha mirado uno desde la acera cobran una magnificencia entre vaticana y austrohúngara. No tengo la menor añoranza de montar en burro, ni estimo necesario volver a hacerlo, pero el regreso de las golondrinas a las mañanas frescas de mayo y de los vencejos y los murciélagos a los atardeceres me parece una prueba valiosa y del todo práctica de que si la vida, la economía, el trabajo se organizan de otra manera, menos agresiva, no devastadora, las ciudades pueden ser más saludables y hospitalarias, aunque no menos prósperas, sobre todo si logramos definir una prosperidad no basada en el consumo compulsivo, ni en la privatización y el saqueo de recursos esenciales que pertenecen a todos, los que viven ahora y los que vengan después, los seres vivos y no solo los humanos.
Hace falta el acuerdo implícito de millones de personas para sostener un organismo tan complicado como una gran ciudad: bastan unos miles de coches con sus motores y sus cláxones para volverla de nuevo inhabitable. Pero también bastan unas docenas de políticos forajidos y de opinadores y calumniadores para malograr el esfuerzo inmenso, el heroísmo innumerable de todos los que nos están salvando del desastre.
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