John Updike y los Maple: historia de un matrimonio
El escritor estadounidense pasó más de 20 años diseccionando su vida de pareja en los relatos protagonizados por Richard y Joan Maple, que en su día publicó 'The New Yorker'. Un nuevo volumen los reúne en castellano
John Updike llevaba apenas tres años casado, y acababa de cumplir los 21, cuando publicó Nieva en Greenwich Village, su primer relato sobre la ya entonces vibrantemente autodestructiva pareja formada por Joan y Richard Maple, el matrimonio de clase media que, durante más de 20 años, contuvo, de forma intermitente, su propio matrimonio maldito. El padre del inolvidable Harry Conejo Angstrom, personaje que, precisamente, huía de aquello que había deseado, o creía haber deseado, se casó en 1950 con Mary E. Pennington, una estudiante de arte que conoció en Harvard, donde él también estudiaba. Tenía entonces 18 años y puede que, sin saberlo, estuviese eligiendo, al dar el sí quiero, el tema sobre el que giraría toda su obra. Porque aquello iba a dolerle, pero también iba a lanzarle a un planeta extraño, el de la vida a medias, que exploraría, incansablemente, a huidiza novela por año, durante el resto de su vida.
Podrían tomarse una a una todas las piezas escritas por Updike, a quien, en sus propias palabras, nunca interesó nada más que la clase media, porque es en ella, decía, “donde los extremos se tocan, e impera la ambigüedad”, y se llegaría, con toda probabilidad, a la misma conclusión a la que puede llegarse tras la lectura atenta, y a ratos, dolorosa, pero también iluminadora, de los 18 relatos reunidos en Los Maple (Alba Editorial). Publicados en The New Yorker y reunidos por primera vez a su muerte en 2009, y presentados, en ese entonces, como una novela que había acompañado al escritor durante una parte importante de su vida –la que fue de 1956 a 1980–, toman el pulso a la vida en pareja mientras ésta envejece, se expande, se destruye, se reconstruye. Como un organismo vivo, el matrimonio es para Updike un juego de espejos en el que reflejar su yo cambiante, y más o menos cruel y ardiente.
“Una tribu segregada en un valle desarrolla un acento propio, luego un dialecto y, a continuación, una lengua enteramente propia. Dejemos que esta recopilación preserve una lengua muerta concreta, tan difícil de analizar sintácticamente como el latín”, escribió el propio Updike sobre el volumen, dejando claro que lo que contenía era un universo aparte, sin llegar a admitir jamás de qué forma reflejaba el suyo propio. “Que termine un matrimonio no es ni mucho menos ideal; pero todo lo que hay bajo el cielo acaba, y si vivimos la temporalidad como algo incapacitante, entonces nada verdadero prospera. La moraleja de estos cuentos es que todas las monedas tienen dos caras. También que las personas en sí son incorregibles. El patrón musical, el avance y el retroceso del dueto de los Maple se repite una y otra vez, transpuesto con aspereza creciente. Se muestran tímidos, alegres e insatisfechos. Se gustan el uno al otro y son un misterio el uno para el otro”, dijo.
Pero veamos qué ocurre con Joan y Richard. Cuando aparecen, lo hacen recién mudados, esto es, iniciando una nueva vida, que es ya una vida acomodada y dejando que ésta sufra el pequeño terremoto de la visita de Rebecca, una amiga de Joan cuyo destino sigue en el aire y, por lo tanto, provoca a la vez la envidia y la compasión de la joven y aún soñadora pareja. Richard coquetea con ella, y a Joan no le importa, porque a veces verle coquetear hace que lo desee aún más. Y esa ley del deseo inversa se repite hasta el último de sus días como pareja e incluso llega más allá, pues en el relato que cierra el volumen, Abuelos, en el que cada uno de ellos acude a conocer a su primer nieto con su nueva pareja –los dos han vuelto a casarse– ese universo que compartieron parece a punto de empezar a arder de nuevo en cualquier momento, y la pregunta que despiertan es, ¿se acaban los matrimonios en realidad alguna vez?
Siete años tardó Updike en, como él solía decir, “volver a encontrarse” con los Maple. Se los encontró a las afueras de Boston en 1963. Los Maple llevaban casados nueve años para entonces. Lo que ocurrió ese día fue sencillo, y a la vez fascinantemente expansivo. Los Maple acudieron a donar sangre. Fueron en coche, por el trayecto que Richard recorría cada día. Durante el trayecto, él se quejó más de la cuenta. Discutieron amablemente, como tienden a discutir las parejas que llevan “casi demasiado tiempo” casadas. La intimidad entre ambos es tan natural que, pese a siguen sumando piezas del otro que no tenían –como el descubrir el grupo sanguíneo, o las enfermedades que pasaron de niños y de las que aún no habían hablado–, Richard no puede evitar sentir “un dolor físico” ante “la instantánea disposición de la sangre de Joan a abandonar su cuerpo”. Que de repente el día se convierta en un día libre, en el que toda norma ha quedado alterada, les vuelve, al final, una pareja de adolescentes que, cuando se detienen a comer, decide pagar a medias.
En muchos sentidos, las historias de los Maple son antirrománticas. Se aproximan al matrimonio, escalpelo en mano, decididas a diseccionarlo
Lo que hace especial a los Maple, y, se diría, a la narrativa sobre matrimonios infelices que han sido, y siguen siendo, pese a no poder admitirlo o soportarlo, endiabladamente felices, es la manera en que Updike se libera del momento –del tiempo– y es capaz de dibujar, fría pero poliédricamente, al ser humano que nunca dejará de estar enamorado de la idea de la persona con la que ha compartido parte de su vida. Porque esa idea, ese yo inicial, sigue ahí, en algún lugar, y aparece y desaparece. Se diría que la manera en que Richard Maple desea a su mujer –la ama con todas sus fuerzas– hasta en los momentos en que debería odiarla, la manera en que el tiempo se detiene y ella sigue siendo para él el epicentro deseable de todas las cosas, dice justo eso, que aquello que se sintió no puede evitar volver a sentirse, lo que convierte a la pareja en un intermitente paraíso inevitablemente perdido, porque está perdido desde el momento en el que se funda, y avanza, y deja de parecerse a lo que pudo ser.
El año 1978, un par de profesores de literatura yugoslavos entrevistaron a Updike para una revista del Zagreb, que publicó la entrevista en 1979. En ella, además de detallar su proceso de escritura –“solo escribo por las mañanas, después de pelearme media hora con mi mujer por el periódico”–, Updike habló sobre el divorcio. El escritor se había separado de Mary Pennington, en 1974. Ese fue el año también en que escribió y publicó el relato Separación en el que los Maple, efectivamente, se separaban. Lo que les dice a los profesores de literatura es que quiere ir más allá. Que ya ha escrito suficiente sobre el matrimonio, pero ¿de qué manera puede uno perseguir y radiografiar, en tanto que narrador, la vida siendo la vida, se dice, tan extraña como es? “En las novelas, la vida es sencilla. Pensadlo. Raramente la gente come en una novela. No se preocupa por su salud, ni por ganarse bien la vida. Hemos romantizado la vida en las novelas”, les dijo, y añadió “lo que estoy intentando es escribir una novela antirromántica”.
En muchos sentidos, las historias de los Maple son antirrománticas. Se aproximan al matrimonio, escalpelo en mano, decididas a diseccionarlo, y lo hacen, siempre, en entornos en los que la pareja está tan cerca de la vida desordenada que hay fuera de las novelas que casi podría pasar por ella. No en vano, cuando nos topamos con ellos nunca es una apacible cena, ni siquiera en mitad de una discusión acalorada. La discusión acalorada, de hecho, no llega ni siquiera después de que Richard salga a por cigarrillos y descubra, desde la acera, a su mujer besando al amigo al que han invitado a cenar. Lo que llegan son hopperianos momentos –una manifestación en Boston, una habitación de hotel con camas separadas en Roma, la visita de un fontanero a casa– en los que el autor se bate con la pareja deseando, a la vez, como el boxeador ante el rival en el cuadrilátero, que muerda el polvo, y que pueda no hacerlo, porque sin ella, nada tendría sentido.
Los Maple. John Updike. Alba. Traducción de Laura Vidal. 240 páginas. 19,50 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.