Lo primero que haremos
Habrá quienes pedirán la vez para que les atiendan en una librería que no esté cerrada y a la que no haya producido irreparables quebrantos el comercio electrónico
01. Antes
Hubo —¿aún lo recuerdas?— una antigua normalidad en la que todo encajaba según un desorden que ahora se nos antoja tranquilizador. Los seres humanos morían en su orden prescrito por el destino, y recibían las honras fúnebres a las que se habían hecho acreedores desde el Neolítico, y los ricos de la Tierra iban ampliando cada vez más el abismo que los separaba de sus hermanos (eso decían) desfavorecidos. Un ejemplo de entonces acerca de su meteórico progreso: en 1965, los CEO de las 350 mayores compañías de EE UU ganaban 20 veces más que la media de sus trabajadores, y en 2018 esa proporción ya era (stock options incluidas) de 278 a 1. El turismo, que tanto dinero producía y tanto dañaba nuestra casa común, también progresaba a buen ritmo: en 1950 se movieron 25 millones de personas, y en 2018, 1.400 millones, al tiempo que los quejidos de la Tierra se escuchaban de uno a otro confín en forma de catástrofes “naturales”.
Podríamos hacer la nómina de lo que ya no hacemos, al modo en que la plantearon Joe Brainard en Me acuerdo (1970; Sexto Piso) o Georges Perec en otro libro fascinante con igual título (1974; Impedimenta). Incluso, en esa época que aún permanece en el recuerdo de los impenitentes nostálgicos, como el polvo de oro en las alas de Campanilla, las librerías permanecían abiertas de diez a ocho, y en no pocos lugares eran al menos lugares de encuentro para curiosos, letraheridos y solitarios en busca de consuelo negro sobre blanco. Ahora, los que mandan nos anuncian una “nueva normalidad” en la que todo cambia para que todo pueda volver a ser igual que antes, para lo bueno y para lo malo; pero ustedes, cada vez más improbables, y yo sabemos que ya nada va a ser lo mismo, nunca. Algunos optimistas, como el siempre dicharachero Zizek (pongan por mí sendas pequeñas uves sobre sus zetas) se aventuran a afirmar que la epidemia está suponiendo para el capitalismo que nos mata un impacto como el que consigue la “técnica de cinco puntos para explotar un corazón”, el más letal de los golpes de las artes marciales, el mismo con el que la vengadora Beatrix (Uma Thurman) acabó finalmente con el villano Bill (David Carradine) en Kill Bill: volumen 2 (2004), la película de Tarantino. No lo creo: ya dije en algún momento que tengo la impresión de que, aunque el capitalismo caerá algún día, aún tiene los siglos contados.
02. Después
Quien más, quien menos, todos hemos imaginado qué será lo primero que hagamos cuando nos dejen salir (gradualmente) de la habitación del pánico. Unos, supongo, intentarán primero desintoxicarse (el consumo de “espirituosos”, incluido mi Johnnie Walker, se ha incrementado un 93,4% durante el confinamiento, perdón por la rima); otros saldrán al exterior, tan ansiosos y perturbados por la novedad como aquel niño de La habitación (2015), la claustrofóbica película de Lenny Abrahamson, basada en la novela de Emma Donoghue (Debolsillo), que solo ha conocido las cuatro paredes entre las que su madre, confinada por su asqueroso maltratador, le parió y le fue explicando el mundo de allá afuera; habrá, también, quienes salgan tambaleándose, como esos patéticos zombis de campus, abrumados por el sufrimiento que no haber podido permitirse despedir a amigos y familiares muertos (¿no conoces a ninguno, tú, pobre habitante de las grandes ciudades?).
Y habrá algunos, muy pocos, que pedirán la vez (los mayores tienen preferencia) para que les atiendan en una librería que no esté cerrada y a la que no hayan producido irreparables quebrantos los mogules del comercio electrónico. Los beneficios de la “nueva normalidad” (inevitable pensar en la “nueva objetividad”, con aquellos resplandecientes lienzos del verista Christian Schad) pueden retroceder —según los comportamientos cívicos y el cronograma de fases del que hablan los únicos que parecen tener voz—, pero ya hay libreros que se plantean provocar una cola delante de su establecimiento ofreciendo a los que esperan —distancia física: dos metros— una copita de licor. Y se apoyarán, para atraer a la menguada clientela, en la sobrevenida rentrée libresca: los editores han tenido que reservar y desprogramar algunos de sus peones, al tiempo que han acelerado la producción de alfiles para que actúen, como dicen los franceses, de “locomotoras” (chu-cuchú, chu-cuchú) y aceleren las ventas; porque los libreros no pueden vivir solo de La madre de Frankenstein (Tusquets), de Almudena Grandes, o de sus compañeros del palmarés anterior al 14 de marzo (una eternidad para la vorágine de la rotación libresca).
Entre los nuevos que se anuncian a bombo y platillo destaca, por ejemplo, El enigma de la habitación 622 (Alfaguara), de Joël Dicker, quien dejó tan buen sabor de caja con La verdad sobre el caso de Harry Quebert (ahora, en Debolsillo), y de cuya nueva novela los editores franceses lanzan 400.000 copias. Y, por poner otro ejemplo, Alianza tiene su locomotora en el controvertido A propósito de nada, de Woody Allen, que llegará a las librerías el 21 de mayo, al tiempo que estará disponible el audiolibro correspondiente, que en Estados Unidos está leído por el propio Allen y aquí, creo, por su doblador habitual, Joan Pera. Hay mucho más esperando en esta rentrée en la que los grandes editores parecen moverse al grito de tonto el último, o de deprisa, deprisa. Quizás, para entonces, el Ministerio del ramo ya sepa y nos pueda decir, por fin, qué va a hacer con la cultura, con el cine, con el teatro, con la música, con la danza, con las bibliotecas, con los editores, con los libreros y con todo el puto alimento que no se consigue en Mercadona, ni en las terrazas con mesas separadas, ni en las barras con mamparas. That’s life, como cantaba el inolvidable Sinatra.
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