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Réquiem por los muertos: una ‘playlist’ para el periodo de luto

Empieza hoy el periodo de luto oficial por los fallecidos durante la pandemia. La muerte de seres queridos, colegas o personas admiradas ha inspirado durante siglos músicas que sirven por igual para llorarlos, despedirlos y recordarlos

Luis Gago
Entierro de una víctima de la covid-19 en Río de Janeiro (Brasil).
Entierro de una víctima de la covid-19 en Río de Janeiro (Brasil).Ricardo Moraes (REUTERS)

La muerte es siempre una presencia constante en nuestras vidas, aunque pocas veces la hemos sentido tan cercana, tan alerta, tan reiteradamente cotidiana como en las últimas semanas. Nos haya tocado o no en nuestro círculo más íntimo, quien más quien menos tiene desde la llegada del coronavirus a nuestras vidas a una o varias personas a las que añorar, o de las que despedirse cuando el adiós cercano e individual no ha sido posible, nombres de los que ya solo podrá hablarse en pasado y recordados colectivamente a partir de hoy con la declaración de diez días de luto oficial. Pero la muerte ha sido también una fuente feraz de inspiración durante siglos y muchas músicas ligadas inextricablemente a ella han brindado alivio en su duelo a quienes las escuchaban. O han servido de homenaje sonoro y muestra de admiración, una hermosa costumbre, por ejemplo, entre las sucesivas generaciones de compositores renacentistas: Johannes Ockeghem lloró la muerte de Gilles Binchois en Mort, tu as navré; una de las obras más justamente famosas de Josquin des Prez es su motete fúnebre Nymphes des bois, que lleva por subtítulo Déploration sur la mort d’Ockeghem; y, para completar al menos un triángulo, Nicolas Gombert escribió Musae Jovis como un lamento por la muerte del gran Josquin, inspiración directa asimismo de la Missa pro defunctis compuesta por su discípulo Jean Richafort.

Al otro lado del Canal de la Mancha, las musas que habían alentado en vida la inspiración del fallecido reaparecen en la elegía fúnebre de William Byrd en recuerdo de su maestro, Thomas Tallis, Ye Sacred Muses. Thomas Weelkes recordó a Thomas Morley en una obra cuyo primer verso no puede ser más explícito: Death hath deprived me of my dearest friend (La muerte me ha arrebatado a mi queridísimo amigo). Y el que fuera calificado de Orpheus Britannicus, Henry Purcell, no podía quedar fuera de estos homenajes póstumos: John Blow, su compañero en la Capilla Real, compuso una larga Oda por la muerte del Sr. Henry Purcell en la que dos flautas dulces y dos contratenores rivalizan como la alondra y el pardillo para ver quién emula mejor las melodías de Purcell, que había compuesto a su vez pocos meses antes de morir una de las músicas fúnebres más justamente celebradas, esta vez en memoria de la reina María, que había muerto de viruela (uno de los muchos virus aún mortíferos de la época) el 28 de diciembre de 1694.

Son muchas las obras nacidas para honrar la memoria de monarcas europeos tras su muerte. La misa de difuntos que compuso Eustache de Caurroy y que se interpretó en las exequias de Enrique IV tras su asesinato en 1610 siguió interpretándose en los funerales de muchos futuros reyes franceses. Poco antes, Tomás Luis de Victoria publicó en 1605, en la Tipografía Regia de Madrid, su Officium Deffunctorum, inspirado por la muerte de la emperatriz María, hija de Carlos V y viuda de Maximiliano II, retirada, al igual que el propio compositor, en el Monasterio de las Descalzas Reales en sus últimos años de vida. Un texto latino al que también había puesto música Victoria, Versa est in luctum, inspiró una de las músicas que se interpretaron en 1598 en las exequias de su hermano Felipe II: el motete Versa est in luctum, de Alonso Lobo. Su absoluta perfección ha hecho que trascendiera con mucho aquella circunstancia puntual y se haya convertido, a pesar de su extrema concisión, en una música inmortal. Menos conocida es, en cambio, la música que compuso George Frideric Handel tras la muerte de la reina Carolina en 1737, The Ways of Zion do mourn, una de las posibles fuentes de inspiración de Mozart para la presurosa composición de su inconcluso Réquiem.

Las músicas fúnebres pueden ser también, por supuesto, estrictamente instrumentales, sin un texto que explicite su finalidad primordial. En la Francia del siglo XVII abundaron los homenajes fúnebres titulados gráficamente tombeaux, nacidos en muchos casos a la manera renacentista, esto es, como un homenaje póstumo a amigos, maestros u, ocasionalmente, protectores o mecenas. Es el caso del más famoso quizá de todos ellos, el Tombeau de Monsieur de Sainte-Colombe, de Marin Marais, que ha trascendido los círculos de los iniciados por haber formado parte de la banda sonora de la película Tous les matins du monde. Menos frecuentado, pero no menos doliente, es el planto fúnebre de Marais por otro de sus maestros, el Tombeau pour Monsieur Lully, y otro tanto puede decirse del Tombeau pour Monsieur le Comte de Logy, de Sylvius Leopold Weiss, un compositor cuyo genio sigue siendo tristemente ignorado por muchos, a pesar de que el contacto con cualesquiera de sus obras provoca indefectiblemente asombro y admiración.

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El laudista Charles Fleury, Sieur de Blancrocher, murió en 1652 tras caer por unas escaleras y muchos de sus colegas –laudistas y clavecinistas por igual‒ escribieron tumbas en su memoria, como Denis Gaultier, François Du Fault, Louis Couperin (el más hermoso, abstracto y emocionante de todos ellos) y Johann Froberger. Este último, un alemán que viajó infatigablemente por todos los centros musicales europeos y que acabó sus días en Francia, escribió lamentos para teclado de una originalidad única, como la Lamentation faite sur la mort très douloureuse de Sa Majesté Impériale, Ferdinand le troisième o el Lamento sopra la dolorosa perdita della Real Maestà di Ferdinando IV, Re de’ Romani. El final de ambas piezas es extraordinario: la primera se cierra con la nota Fa (F en la notación alemana, la inicial del nombre del emperador, Fernando III) repetida simbólicamente en solitario tres veces; el resto es silencio. La segunda lo hace, en cambio, con un largo ascenso diatónico de tres octavas completas hasta el límite superior del teclado, deteniéndose, cómo no, en un Do (la última sílaba del nombre del difunto). Pero donde Froberger rizó el rizo fue en la insólita decisión de componer una pieza que anticipaba su propia muerte: Méditation, faite sur ma mort future.

Hay réquiems musicales justamente famosos, como los de Mozart, Berlioz, Brahms o Verdi, pero conviene no dar la espalda a otros. Quedémonos con algunos capaces de aportar idéntico solaz que los más difundidos. El primero, por supuesto, el del ya citado Johannes Ockeghem, la primera misa de difuntos polifónica que ha llegado hasta nosotros. Las Exequias musicales de Heinrich Schütz no son un réquiem propiamente dicho, sino casi la antesala de lo que sería dos siglos después Un réquiem alemán de Brahms: una visión luterana de la muerte como tránsito hacia una vida mejor. Dos excelentes opciones barrocas posteriores son el Réquiem de Jan Dimas Zelenka, un compositor al alza y cada vez más justamente considerado, y la Messe des Morts, de Jean Gilles, que sonó tanto en los funerales de Jean-Philippe Rameau en 1764 como en los de Luis XV diez años después, rompiendo con ello la regia tradición francesa de interpretar en las exequias de sus soberanos el ya citado réquiem de Eustache du Caurroy.

De Mozart conviene reescuchar siempre su Música para un funeral masónico, esta sí completa y, en su brevedad, un prodigio de contención expresiva. Un réquiem romántico apenas recordado es el de Robert Schumann y pocos pueden rivalizar en el siglo XX con la ambición, la intensidad y la carga poética y filosófica del Réquiem por un joven poeta, de Bernd Alois Zimmermann, que se suicidaría pocos meses después de concluir la obra en 1969 y que se valió, entre otros muchos textos, de los versos escritos por tres poetas que también decidieron quitarse la vida: Vladímir Mayakovski, Konrad Bayer y Serguéi Yesenin. Desgraciadamente, no hay ninguna grabación de esta obra portentosa en Spotify y su lugar lo ocupan en esta lista el final del War Requiem de Britten (otra sabia confluencia del texto secular latino de la misa de difuntos y varios poemas de Wilfred Owen) y el Lacrimosa del Réquiem de György Ligeti, escrito desde presupuestos muy diferentes, pero no menos reflexivo y perturbador que el del alemán.

No faltan tampoco los duelos musicales por los seres queridos más cercanos, como el Klag-Lied de Dieterich Buxtehude, que le sirvió para despedirse de su padre: “Duerme bien, amadísimo”, reza la última estrofa, “adiós, bendita alma; / yo, tu hijo, traspasado por la aflicción, / escribo ahora sobre tu tumba: / ‘Aquí yace aquel cuyo talento musical / llenó de dicha a Dios mismo; / por ello su alegre espíritu forma ahora parte / del coro celestial allá en lo alto’”. O las canciones inspiradas en Auf meines Kindes Tod (En la muerte de mi hija), un ciclo de tres poemas de Joseph von Eichendorff escritos tras la muerte de su hija Anna a los dos años en 1832. La música del suizo Othmar Schoeck para uno de ellos rezuma soledad, incredulidad y dolor: “Los relojes resuenan desde lejos, / ya es noche profunda, / la lámpara arde tan tenue, / está hecha tu camita. [...] Es como si estuvieras a punto / de llamar suavemente a la puerta, / como si solo te hubieras perdido, / y regresaras ahora cansada”. Estas imágenes recuerdan inevitablemente a los Kindertotenlieder, en los que Gustav Mahler puso música a tan solo cinco de los más de cuatrocientos poemas que escribió Friedrich Rückert tras la muerte de sus hijos Luise y Ernst en el lapso de unos pocos días de diciembre de 1833 y enero de 1834. Difícilmente podía imaginar el compositor que tres años después moriría su propia hija, Maria, también de escarlatina.

¿Y más allá de la muerte? La transfiguración, como propuso Richard Strauss en uno de sus mejores poemas sinfónicos, el mismo destino que, a su manera, reservó Richard Wagner para Isolde tras ver morir a su amado Tristan en sus brazos. Otra opción –y que habría que tener muy presente estos días– es la metamorfosis: la muerte como pórtico o invitación a un tiempo nuevo, diferente, y nadie la ha retratado mejor ni con mayor melancolía que el propio Richard Strauss en sus Metamorphosen para 23 instrumentos de cuerda. Al final de su vida, viejo y cansado, el compositor alemán, que ya había sobrevivido a muchas guerras y pandemias, se despidió del mundo que había conocido y del que solo quedaban ruinas humeantes, citando reiteradamente, como no podía ser de otra manera, la marcha fúnebre de la Sinfonía “Heroica” de Beethoven. La última opción es la de los creyentes: el paraíso que escuchamos en la Cantata BWV 106 de Bach, en la antífona final del Réquiem de Gabriel Fauré y que sonaba también cantado por el coro infantil al final del War Requiem de Britten. O, en términos específicamente cristianos, la resurrección, y nadie la ha inmortalizado mejor musicalmente que el católico Olivier Messiaen en Et exspecto resurrectionem mortuorum o, de manera más gráfica y asequible, el luterano Heinrich Schütz en su sobria y luminosa Historia de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En su último coro, los emocionantes gritos de “¡Victoria!” suenan ahora muy acordes con las frecuentes metáforas bélico-sanitarias tan reiteradas durante las últimas semanas por los dirigentes políticos de muchos países.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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