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UN CUADRO AL DÍA

Keith Haring contra la insumisión

Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: ‘Untitled (1982)’

Untitled (1982), de Keith Haring, en el MoMA de Nueva York.
Untitled (1982), de Keith Haring, en el MoMA de Nueva York.

Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida. Lo hizo Keith Haring en Nueva York, en los ochenta. Una década, hasta su muerte en 1990, en la que actuó sin pausa, en cualquier lugar y a la vista de todos. Tres virtudes que el arte sublime contempla como perversiones de la creación auténtica, que se hace sin prisa, en un lienzo y en secreto. Los mandamientos dictan que sin óleo no hay gloria ni posteridad. Haring vivió el arte con la urgencia de lo que va a desaparecer. Tan frágil como un graffiti en la pared, tan fuerte como una rebelión. A Roy Lichtenstein le pareció que Haring tenía un enorme talento para componer sobre la marcha escritos que improvisaba y no corregía. “Supongo que Keith miró nuestro arte pop, nuestras figuras de dibujos animados y se dio cuenta de que podrían ser arte”, dijo uno de los padres del pop, cuyos orígenes se remontan al expresionismo abstracto. Haring, no: era el relevo pop neto, había mamado el graffiti y la televisión como forma de expresión irremediable y natural, aunque nunca llegara a ser un escritor de grafito. No era un rebotado de la intelectualidad, ni un decepcionado con la angustia existencial. Era pura vida sin destilar procedente de Reading (Pensilvania), donde casi un cuarto de la población vive por debajo del umbral de pobreza.

“Keith era un showman”, remató con ternura Lichtenstein, que vio en el joven la culminación de su proyecto de fama en Nueva York. En parte tenía razón: la gente lo veía trabajar con sus tizas sobre los carteles del metro y Tseng Kwong Chi lo seguía y lo fotografiaba mientras ejecutaba los dibujos. Era una performance, era algo más que fama. Como escribía recientemente Álex Vicente en estas páginas, Haring adoptó “los códigos gráficos del mundo capitalista para inocular en él ideas susceptibles de destruir su dogma blanco y heterosexual. Cada dólar gastado en los productos derivados que reutilizan los motivos de sus obras supone una victoria para su causa”. El lenguaje imaginado por Haring fue la expresión desobediente de un diccionario contra la docilidad. Y uno de sus mejores ejemplos está en las paredes del baño The Center: Lesbian, Gay, Bisexual & Transgender Community Center, en Manhattan, donde en 1989 pintó un mural para celebrar el vigésimo aniversario de los disturbios de Stonewall, considerado el comienzo del movimiento de Liberación Gay y Derechos LGBT. El MoMA de Nueva York conserva un enorme mural de papel, de 1982, dividido en dos partes y con una extensión que supera los 17 metros de longitud.

Jeffrey Deitch, galerista, escribió en 1982 que “Haring nunca ha tenido que esperar a que alguien se le ofrezca para organizar una exposición. Su arte emerge directamente cuando está listo e invade las calles”. Tenía el metro. Haring encuentra en los vagones la edad dorada del graffiti y “una increíble sensibilidad pop de dibujo animado”, que provenía de chavales que crecieron viendo dibujos animados y con “un concepto del color aprendido en la televisión”. Haring también incumplía todos los mandatos del graffiti cuando sacaba sus tizas y actuaba sobre la publicidad de las paradas sin esconderse. Con una tiza dibujó una nueva forma de vida, era el arma perfecta de la insumisión.

Visita virtual: Untitled (1982), de Keith Haring. Conservado en el MoMA de Nueva York.

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