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ARTE

¿Debemos sobresaturar de cultura la pandemia?

La tragedia del virus ha dejado todavía más al descubierto la obediencia indisimulada de tantos protagonistas del sector artístico hacia los intereses que mueven su industria

Miembros del Ejército en el pabellón de Ifema habilitado como coronavirus.
Miembros del Ejército en el pabellón de Ifema habilitado como coronavirus. Borja Sánchez-Trillo (Comunidad de Madrid / Getty Images)

El pasado 27 de febrero, Madrid inauguró la feria de Arco con la incógnita que entonces generaba un incipiente coronavirus revoloteando el evento. La edición se propuso como homenaje a Félix González-Torres, artista que había dedicado al sida, enfermedad de la cual murió, parte de su obra. Unas semanas después, los hospitales están desbordados, los museos vacíos y el pabellón que acogió la feria se ha transformado en un hospital emergente. Esa imagen del recinto por el que unos días antes habían faroleado los jerarcas del arte contemporáneo, ahora lleno de camas para las víctimas de la pandemia, es tan potente que desaconseja interpretación o metáfora. Aunque eso implique sortear que la misma crítica que se lanzó contra la interpretación, Susan Sontag, también dedicara un par de libros a las enfermedades y sus metáforas respectivas.

En cualquier caso, la continencia no ha sido la marca de la casa en la que cumplimos confinamiento. Al contrario: cada minuto hemos compartido una saturación sin precedente de las emisiones culturales. Empezando por la recomendación de cuanta obra hubiera recreado, en el pasado, la peste-cólera-fiebre amarilla-sífilis-melancolía-cáncer-locura-sida-epidemia desconocida. Y continuando con esta sobredosis de oferta que equipara museos, editoriales o plataformas (de cine, series, videojuegos, música). Por la parte que nos toca, artistas, escritores, músicos e influencers varios también nos hemos apuntado a la hipertrofia. Compitiendo por avasallar las redes y multiplicando, a toda costa, una presencia que refleja tanto el terror al virus como a la hecatombe posterior a este.

Esa avalancha, más que un cambio en el sentido de la cultura, indica una variación en la circulación habitual de su tráfico: si la gente no puede venir a mí, ya me ocuparé yo de ir a la gente. Sólo que este “ir a la gente” no modifica la estrategia que ha capitaneado a esa cultura en las últimas décadas. Más bien, la ha multiplicado con una capacidad de reproducción aún mayor que la pandemia que intenta amortiguar.

Pensemos, por un momento, en los museos de arte contemporáneo. Tan abonados a la línea que, de Aby Warburg a Didi-Huberman, los presenta como atlas capaces de acarrear y contener todos los problemas del mundo. ¿No supondría la situación actual una estocada a ese evangelio? ¿No crecería, a contrapié de estos referentes, una figura como la de Paul Virilio a la hora de lidiar con unas instituciones que la catástrofe ha dejado tan vacías como las ciudades en las que se han levantado? ¿Y acaso no nos situaría, esta circunstancia excepcional, en el grado cero de un display que ya requiere el desplazamiento de su atención a las grandes causas de la humanidad hacia sus no siempre enaltecedoras consecuencias?

Es difícil predecir cuánto cambiará el mundo de la cultura después de lo que estamos pasando. De momento, al menos no ha salido un Stockhausen calificando a la pandemia como la obra de arte perfecta (“la mejor ejecutada jamás”), tal cual describió el atentado terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York.

La tragedia del virus ha dejado al descubierto, todavía más si cabe, la obediencia indisimulada de tantos protagonistas de la cultura hacia los intereses que mueven su industria. Y a esa tropa de cool hunters que tanta pleitesía le han rendido desde todo tipo de medios, escorando por el camino a cualquiera que les hubiera recordado que la cultura puede ser, justamente, lo contrario de esas “tendencias”. Tampoco vale de mucho sacar pecho sobre la importancia económica de la cultura por su lugar en el PIB, si políticamente continúa relegada una y otra vez en los programas de unos partidos a los que, sin embargo, no deja de jalear en las campañas electorales.

Ya llevamos tres semanas en España en un declarado estado de guerra que mezcla el recogimiento físico con un vértigo que nos arrastra del blink al link, del zapping al sampling. Consumiendo, compartiendo y produciendo una cultura que sigue privilegiando su imposición sobre nuestra intuición, su depredación sobre nuestra selección, su indigestión sobre nuestra gestión.

La conexión entre la parábola militar y la cultura siempre me hace recordar a un actor cubano, famoso por sus papeles secundarios. Reynaldo Miravalles, que así se llamaba, tenía un arte sorprendente para robarle las escenas a los protagonistas. Un par de secuencias le eran suficientes para instalarse en tu memoria, pulverizando sin piedad a galanes y buenos de la pelícu­la. Su técnica, según él, era “muy fácil”: si estaba en una guerra, le bastaba con cargar su arma mientras los demás disparaban.

Si, como se nos dice, esta pandemia es la guerra, tal vez al mundo de la cultura le convenga cargar sus armas en lugar de apuntarse al bombardeo. Tampoco estaría de más que, en esa ralentización de la tragedia, se detuviera en las víctimas de la contienda. Esos caídos en combate sin cañonazos de salva despidiendo su duelo. Mártires despojados, incluso, de la dignidad mortuoria con la que toda cultura —en este caso, funeraria— rinde tributo a sus muertos.

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