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IDA Y VUELTA
Columna
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Presente de indicativo

En las páginas de la agenda se han quedado atrás fechas de compromisos que no llegamos a cumplir, y un nuevo espacio en blanco cubre las que estaban previstas para las próximas semanas o meses

Antonio Muñoz Molina
Un hombre se asoma al balcón durante la cuarentena en Barcelona.
Un hombre se asoma al balcón durante la cuarentena en Barcelona.DAVID ZORRAKINO / EUROPA PRESS / EUROPA PRESS

La escritura natural de este tiempo es el diario. El tiempo verbal que mejor expresa lo que vivimos ahora mismo es el presente de indicativo, el que nombra los hechos en el instante mismo en que suceden, o unas horas más tarde como máximo, cuando ni el olvido ni la memoria han emprendido ya su tarea habitual y constante. El confinamiento temporal en el presente es tan riguroso como el que nos mantiene confinados entre las cuatro paredes de la casa. El pasado de hace solo dos o tres semanas es una época remota que cuesta recordar, y que extrañamente no despierta demasiada añoranza. El futuro de las conjugaciones de los verbos queda desacreditado por la incertidumbre y por una dificultad de imaginar equivalente a la de invocar los recuerdos. Nos hemos desembarazado de conmemoraciones igual que de vaticinios y proyectos. En las páginas de la agenda se han quedado atrás fechas de compromisos que no llegamos a cumplir, y un nuevo espacio en blanco cubre ahora las que estaban previstas para las próximas semanas o meses.

La perspectiva del tiempo es tan limitada como la del espacio. Fuera del espejismo de las pantallas, lo que ves es lo que hay más allá de la ventana, al otro lado de la calle, en un paisaje hasta ahora borroso y de pronto lleno de misterios y de significados. Desde que cambió la hora vemos mejor a las personas que salen a las ventanas y a los balcones a aplaudir a las ocho de la tarde. No distinguimos bien las caras, pero sí las edades, los tipos humanos, las maneras diversas de participar en el aplauso común. Hay tres chicas festivas que tienen todo el aire de compañeras de piso y se abrazan y bailan. Hay una señora mayor con el pelo blanco que aplaude despacio tras el cristal, sin abrir la ventana. Hay una mujer sin techo que ronda el barrio en una silla de ruedas, rodeada de un cargamento de bolsas de plástico en el que llevará sus posesiones. Mientras la gente aplaude, la mujer pasa impulsándose agotadoramente en su silla, muy despeinada, con gafas, sin levantar la cabeza, como si nada de todo esto fuera con ella.

El diario es el lugar natural de la crónica del confinamiento y la expectativa. Si se escribe a mano y en un cuaderno, queda todavía más acentuada su condición de espacio físico, de habitación propia, de realidad material que tocan las manos. Hacer cosas con las manos, concentrarse en la caligrafía o en el dibujo son tareas que alivian el entumecimiento del encierro. Y el papel puede tener una capacidad de perduración muy superior a cualquier archivo electrónico. “Estamos empezando a perder muchas cosas que dejamos confiadas a los bits y a los bytes”, dice el historiador Shane Landrum en un largo reportaje que publica The New York Times sobre los diarios que en estos días se ha puesto a llevar mucha gente, en muchos sitios del mundo. Hay niños de ocho o nueve años que encabezan una página rayada escribiendo la fecha con letra aplicada y un poco tortuosa e ilustradores que atestiguan con acuarelas o lápices de colores lo más inmediato de sus vidas: una nevera abierta llena de comida, una mesa de trabajo, la calle que se ve desde una ventana. Una niña dice que acababa de leer el Diario de Ana Frank y que al darse cuenta de que también ella estaba encerrada en un sitio muy pequeño abrió un cuaderno y se puso a escribir siguiendo el ejemplo de su heroína. Un ingeniero industrial de Málaga, Marcos Moreno Maldonado, escribe lo que él llama su “Botanovirus”: escribe y dibuja, llena las páginas del cuaderno con una letra bella y clara y con dibujos de las plantas que tendrá en su balcón o en su terraza y de una fauna de muñecos de goma que tal vez pertenecerán a un niño.

El cuaderno es no solo un soporte para la escritura o para el dibujo, sino un objeto estético en sí mismo, con una belleza de utilidad práctica y de forma simbólica. Los diarios están llenos de ventanas, visuales o verbales. Una ventaja del diario es su misma limitación. Al reducirse el campo se multiplica la potencia de la lente. Lo irreductible de cada perspectiva resalta la singularidad de cada experiencia humana. Confinado en su apartamento de Nueva York, después de una vida de fotógrafo errante, el anciano André Kertész tomaba fotos del espacio nada memorable ni amplio que veía desde la ventana de su apartamento.

El memorialista cuenta desde el porvenir. El historiador, desde fuera y desde muy lejos. Los dos saben lo que ocurrió después, y ese conocimiento, aunque ellos no lo quieran ni lo sepan, determina su mirada. La historia cuenta cómo sucedieron las cosas. El diario atestigua que las cosas no suceden nunca en abstracto: lo que pasó le pasó a alguien. Y como quien escribe no sabe lo que pasará mañana, ni dentro de tan solo unas horas, cuenta lo que ve o lo que ha oído o lo que se le pasa por la cabeza sin distinguir lo que parecerá valioso con los años o lo que será descartado como irrelevante. Decía Ian McEwan que los personajes de las fotografías antiguas nos conmueven porque, a diferencia de nosotros, son inocentes acerca de su porvenir. Porque no sabemos lo que vendrá mañana, anotamos o dibujamos el momento presente con una inocencia en la que puede haber distracción, ignorancia, ceguera, pero también, a veces, una lucidez involuntaria, una capacidad de advertir esa especie de polvo tenue de lo fugitivo y lo trivial en la que queda atrapado el color preciso del tiempo, lo que después no deja huella, como no la dejan las formas vivas que no quedaron impresas como fósiles en el registro geológico.

La voz sola del que escribe se vuelve polifonía y collage cuando el diario se combina con otros que se han ido escribiendo al mismo tiempo. En este momento, personas innumerables se inclinan sobre un cuaderno, manejan la pluma, el lápiz, la barra de cera, cortan y pegan cosas, alzan los ojos hacia una ventana, prestan oído al silencio inaudito al que ya se han acostumbrado, roban un rato al sueño después del trabajo en el hospital para dejar constancia de lo que han visto. Están dibujando entre todos el mapa inmenso y me­ticuloso del presente.

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