Beatriz Olabarrieta, de las tinieblas al sol
La artista bilbaína reflexiona sobre la visualidad de la obra plástica en una muestra en la Fundación Miró de Barcelona
En el seno materno empieza todo y ahí todo termina. La modernidad comenzó por ese final, cuando el artista logró que las formas pictóricas y escultóricas fueran contempladas de una manera perfecta, inteligible, ajenas —supuestamente— a todo vínculo social y que, además, parecieran placenteras, susceptibles de convertirse en patrimonio de todos. La posmodernidad, con su intuición y su aprendizaje lisiado, regresó al cuerpo interior, informe —que el psicoanálisis llamó “el cuerpo de la madre”—, pero en las obras que lo conformaban había un sentido del simulacro que profundizaba en lo espectacular, de manera que esa experiencia de lo visual que el artista quiso transgredir derivó, la mayoría de las veces, en magníficas formas de plenitud.
A lo largo de todo el siglo XX, lo real vivió muchas vidas, algunas paralelas: formas geométricas dislocadas, en descomposición, entropías, estragamientos y vaciamientos, rotoreliefs de Duchamp, el corte de un globo ocular con una cuchilla (Dalí, Buñuel) o la muerte del cuadro dentro del cuadro, de Joan Miró. Precisamente a partir de éste último, y desde la Fundación que lleva su nombre, la obra de Beatriz Olabarrieta (Bilbao, 1979) sirve para identificar los modos de hacer de una generación de autores aún joven que sospecha de la visualidad o de la critica y que, sin embargo, se apoya en esta última como vía de expresión de lo enigmático real.
En los sótanos del Espai 13, la artista bilbaína residente en Berlín presenta un circuito —no una instalación ni una escultura expandida— hecho con materiales industriales (varas de metal colocadas como líneas divisorias o ángulos, cilindros de cartón vacíos y plafones de escala humana que actúan como separadores o paredes) que, en lugar de articular el espacio, lo descomponen, generando zonas intersticiales. El campo óptico es parpadeante, inestable para quien lo penetra, y la idea de perspectiva y control que podría fijar dentro de él muta en un nuevo espacio visual gracias a un juego de luces y a un ave nocturna, el búho, cuyo peculiar ojo nos observa desde un vídeo reproducido en un monitor. No vemos lo que ese ojo ve pero sí el curioso órgano que pertenece a un cuerpo emplumado, con la luz salvaje y refractaria de la naturaleza que ocasiona desconocimiento, error. El recurso artificial al rebote de la luz es una vacunación contra las leyes de la perspectiva. Para lograrlo, la artista —que participa en otra muestra junto a Patricia Domínguez en CentroCentro (Madrid)— acepta las estrategias del arte formalista y minimalista, y no del conceptual como cabría esperar. Dentro del (corto)circuito/laberinto, la confusión es total y al visitante solo le cabe indagar en la clave para dilucidar el sentido del reto perceptivo. Entonces, del ave rapaz —un pájaro que simboliza las tinieblas y sin embargo pasa la mayor parte del día tomando el sol— observamos el dibujo de su plumaje donde se pierden los límites orgánicos, su camuflaje indiferenciado, su escritura. Lacan diría que es una mancha, una imagen inscrita en otra imagen, imposible de traducir.
Hay un tercer elemento infiltrado, pero aparece a plena luz, dos pisos más arriba, en la biblioteca de la Fundación Miró, y lo forman tres vídeos reproducidos en un ordenador donde expresiones y lenguajes inauditos discurren en una liberación de la escritura en conversación entre una mano femenina que garabatea compulsivamente y una voz. La búsqueda del sentido de lo escrito está en la densidad, no en la transparencia. Ver/participar en una obra es formar parte de una imagen, ser absorbido, perderse dentro. La hoja en blanco garabateada una y otra vez es ahora la sede de la coherencia que apela a nuestra mirada extraviada.
Faces. Beatriz Olabarrieta. Espai 13. Fundación Miró. Barcelona. Hasta el 22 de marzo.
There is Nothing in the Middle. Beatriz Olabarrieta y Patricia Domínguez. CentroCentro. Madrid. Hasta el 24 de junio.
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