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TRIBUNA LIBRE
Columna
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Experiencia extrema

Una obra de larga duración como el 'Cuarteto de cuerdas' de Morton Feldman es un ejercicio de trascendencia por extenuación

El cuarteto Flux, en una imagen de 2003.
El cuarteto Flux, en una imagen de 2003.Hiroyuki Ito (Getty Images)

Acuden multitudes a un recital de rock o a un partido de fútbol. A ninguno de los que asisten a esos espectáculos se le ocurriría decir que es lo mismo verlo por televisión. En una era de imágenes digitales y distancias tecnológicas, la presencia se convierte en un valor a atesorar entre los mejores recuerdos. Estuve allí y nadie va a contármelo, porque solo quien estuvo presente pudo vivirlo tan directamente en su propio cuerpo. También sucede algo así con las manifestaciones políticas. Estuve allí cuando la policía comenzaba a arrojar los gases lacrimógenos. Fui de los primeros que tiraron piedras cuando empezaron a pegarnos. Por el momento (no digo que para siempre), no hay reproducción digital mediática que supere esa cercanía. Durante algunos años me especialicé en escribir notas sobre las manifestaciones callejeras de mi ciudad. A veces sigo haciéndolo, precisamente cuando echo de menos la vitalidad y el desorden callejero.

Walter Benjamin reconocía en la calle o el teatro el aura de la presencia física. La sensación de inmediatez que le otorga una intensidad particular a lo visto y oído. Algo de este género sucede con las visitas al museo. La reproducción de un cuadro puede ser idéntica a su original. Sin embargo, esperamos en la fila para ver el Guernica o Las meninas. Algo no nos conforma del todo con las postales o los libros comprados a la salida.

Por supuesto, no siempre tenemos la oportunidad de experimentar el aura con nuestro cuerpo. Por eso, enciendo mi PC y se abre Spotify, que me conoce como una madre previsora. La primera imagen que veo es la del compositor neoyorquino Morton Feldman (1926-1987). No tiene nada que ver con el azar, porque este músico ejerce sobre mí una dominación desde aquella noche de noviembre de 2001 cuando, en Buenos Aires, se escuchó su Cuarteto de cuerdas número 2.

El arte moderno nos enfrenta de golpe con una trascendencia negativa. Algunos vanguardistas sienten nostalgia por el carácter excepcional, extramundano, del arte

El Cuarteto dura cinco horas y veinte minutos, y yo permanecí en la sala sin moverme. Creía escuchar fragmentos idénticos, pero tocados en registros cada vez más altos, más agudos. No sabía si estaba escuchando bien, porque la duración podía deformar o engañar mi escucha. En la oscuridad, yo escribía en mi libretita de tapas negras. Los que estuvimos en aquella noche memorable, programada por Martín Bauer, persistimos como si cumpliéramos una promesa. Fuimos los fanáticos de Morton Feldman, objeto de alguna que otra burla, en la que se nos retrataba como afectados y esnobs.

Estas experiencias tienen una cualidad física. Quizá sea por eso por lo que la intensidad de la escucha no disminuye, sino que aumenta a medida que pasa el tiempo. La larga duración es una dura prueba para los intérpretes, que en Buenos Aires fueron los del Cuarteto Pellegrini. Pero también lo es para la audiencia, que, sin abandonar la sala, está sometida a la misma obligación de permanencia que los ejecutantes.

Cuando un músico como Morton Feldman elige esa larga duración, lo hace como gesto estético que incluye una provocación: veamos si el público es capaz de llevar hasta el límite sus propias fuerzas. Un desafío entre la costumbre y la innovación. Un experimento con la memoria: ¿cuánto se podrá recordar de esa música interminable?

Morton Feldman repite con pequeñas variaciones las células sonoras. Pero a medida que pasa el tiempo esas repeticiones se vuelven enigmáticas. No se puede estar seguro de que se está escuchando el mismo grupo de notas. Se desconfía de la memoria y del oído. Pero hay placer en esta desconfianza. En lugar de tranquilizarnos porque algo se resuelve en un acorde, nos convencemos de que eso, que nos llevaría al descanso y la calma, no sucederá. Seguiremos enlazados en una sucesión hasta el fin, si llegamos hasta el fin. Puede suceder que ese fin nunca llegue porque el agotamiento o la impaciencia nos obliguen a abandonar la sala o nos dejen dormidos, como he visto dormir por largos ratos a quienes estaban allí.

No me dormí durante esas cinco horas. Pero la razón no es ni mi disciplina ni mi inteligencia musical. Siempre que escuché las obras largas de Morton Feldman lo hice escribiendo en mi libretita. Todo ha quedado registrado allí, no para que alguien lo lea alguna vez, sino para que, al escribirlo, yo siguiera escuchando la música interminable que, finalmente, vencía el agotamiento y me mostraba una hermosura desafiante. El límite: la duración como lo imposible. Llegamos al final del Cuarteto y creemos estar en el principio. Sin embargo, no tengo ninguna sensación de circularidad por la casi imperceptible variación, que repite células sonoras cuyos contornos, finalmente, me parecen inconmensurables.

Los que quedamos hasta que sonó la última nota aceptamos un desafío. Éramos los soldados de Morton Feldman, sus creyentes convencidos. Todo tenía algo de sagrado tanto para los ejecutantes como para los escuchas.

El arte moderno nos enfrenta de golpe con una trascendencia negativa. Algunos vanguardistas sienten nostalgia por el carácter excepcional, extramundano, del arte.

El Cuarteto de Morton Feldman es una experiencia de trascendencia por extenuación.

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