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ADELANTO

Lee el comienzo de ‘El mapa de los afectos’

EL PAÍS ofrece un adelanto de la primera novela de Ana Merino, ganadora del Premio Nadal y que sale a la venta mañana

EL PAÍS adelanta las primeras páginas de El mapa de los afectos, la novela con la que la escritora Ana Merino ganó el Premio Nadal a inicios de enero. La poeta madrileña se estrenó en este género con la obra galardonada que sale a la venta este martes 4 de febrero.

Fragmento de la ilustración de Irene Blasco para la portada del libro de Ana Merino 'El mapa de los afectos'
Fragmento de la ilustración de Irene Blasco para la portada del libro de Ana Merino 'El mapa de los afectos'

1. Todos los secretos

Escondía sus tesoros en el bosque, dentro del hueco de un tronco del que salía una gran rama a la que solía subir en su infancia para contemplar el horizonte o espiar a los cazadores que se adentraban en esa espesura de árboles entrelazados. Algunas veces, al volver a casa se cruzaba con los últimos cazadores del día y en más de una ocasión le habían regañado: «Chaval, ¿de dónde sales? Ten cuidado y no andes solo por ahí, que un día vamos a tener un disgusto».

A Samuel no lo intimidaban esas amenazas; los cazadores nunca pasaban demasiado cerca de su árbol. Él se sentía seguro abrazado a aquel tronco grueso de ramas anchas y frondosas. Era su lugar favorito, su observatorio de estrellas en verano y su rincón de rabia en invierno. Incluso en los días más fríos había subido al árbol para estar tranquilo y fumar en secreto cigarrillos sin filtro, cortando la densidad helada del aire con el humo picante que paladeaba en su boca antes de expulsarlo. Su refugio era la séptima rama ancha, en una escalera de brotes inmensos y exuberantes. Un nido abandonado de pájaro carpintero que había agrandado con su navaja se transformó en el escondrijo perfecto para lo prohibido. Allí guardaba desde niño una caja metálica donde metía los cigarrillos que con sigilo les quitaba a los adultos. Ya entonces le gustaba imaginarse como uno de ellos mientras daba unas cuantas caladas y contemplaba desde su escondite la extensión del bosque, los márgenes de la carretera y los caminos forestales. Espiaba con atención meticulosa todo lo que se movía y lo anotaba en pequeñas agendas llenas de dibujos esquemáticos. En esos cuadernitos registraba detalladamente, como en un diario, los movimientos de los cazadores, los encuentros furtivos de los amantes o la cautela de los diferentes animales al caminar por la espesura.

Samuel era el gran observador del bosque, el vigilante de los murmullos. Con su peculiar instinto se transformaba en una especie de duende invisible capaz de metamorfosearse entre las ramas de su árbol gigantesco. Él supo mejor que nadie de la historia de amor de Tom con la señorita Valeria, la maestra de primaria. Una aventura secreta que duró tres veranos y de la que Samuel aprendió a interpretar las curiosas texturas del cariño. Años después todavía sentía un extraño y excitante pudor cuando se cruzaba con Tom en el supermercado. A Valeria le había perdido la pista después de que esta se casara con un compañero, un maestro también muy joven con el que se trasladó a vivir a una ciudad grande del sur. Muchos dijeron entonces que esos dos eran demasiado ambiciosos para conformarse con la vida tan poco sofisticada de las poblaciones del Medio Oeste americano, de esa Iowa rural donde el paisaje de las llanuras agrarias de granjas y cultivos se mezclaba con algunos bosques densos como el que cobijaba a Samuel. Valeria se fue, pero al niño nunca se le olvidó el rastro secreto y sensual que dibujó su existencia en aquellas tardes del verano, cuando se dejaba amar por Tom convencida de que nadie sabía absolutamente nada de sus encuentros.

El amor furtivo de Tom con Valeria tuvo mucho de desigual iniciación y ocupó varios apartados en los cuadernos de Samuel, con bosquejos y anotaciones en clave. Coincidió a su vez con ese paso ansioso de la niñez a la adolescencia que fue brotando en el muchacho como un nido de anhelos silenciosos desde aquel mirador de ramas frondosas. Fantaseó durante horas sobre la misteriosa Valeria y su sumisa relación con Tom, un hombre demasiado viejo para ella; se llevaban treinta años. Al principio, en aquel verano de 2002, ese descubrimiento fue en sus notas un anexo confuso y sorprendente en una tarde calurosa en la que un par de zorros había merodeado cerca del tronco de su árbol. Samuel los siguió con la mirada, ayudado por los prismáticos de caza que había heredado de su abuelo; solía llevarlos a muchas de sus incursiones escondidos en la mochila, para cuando jugaba a ser vigía del bosque en esas tardes infinitas del estío. Tom y Valeria estaban relativamente cerca, paseaban a ritmo sosegado deteniéndose a mirar el camino. No advirtieron la presencia de la pareja de zorros que los rodeó entre los matorrales. Valeria escuchaba ensimismada el relato de Tom, pero a Samuel solo le llegaban murmullos de voces inconexas. ¿Qué harían esos dos caminando por el bosque? Al chico le sorprendió mucho descubrir a Valeria con Tom.

Valeria con esos vestidos de algodón floreados, el talle finísimo ceñido por un cinturón grueso de charol, y sus zapatos de tacón fino con un lazo grande al lado, también de charol. Acababa de salir de la universidad y llevaba varios meses como maestra sustituta en el pueblo. Causaba sensación cuando entraba en el restaurante familiar de la señora Dolan y pedía un batido de vainilla en la barra. Allí la había visto Samuel por primera vez. Se había fijado en ella por los comentarios de su tío David y el amigo de este, Greg.

Casi todos los miércoles, David lo llevaba a merendar al restaurante de la señora Dolan. Se sentía mal por su hermana mayor, la madre de Samuel, que tenía al marido casi siempre ausente, pescando la mayor parte del tiempo en alta mar, y ella trabajando de secretaria recepcionista para Garth Tickled, un abogado impresentable que hacía de las desgracias ajenas un gran negocio. Así que David estableció una merienda semanal con su sobrino Samuel. Le agradaba esa rutina, aunque estuviera regada de pensamientos intrascendentes y aburridas anécdotas escolares que su sobrino describía como sucesos épicos. A veces se sumaba a la merienda Greg, su compañero en la oficina, al que le gustaba aferrarse a cualquier excusa para alargar la jornada laboral tomando cervezas y conversando desenfadadamente sobre cualquier mujer menor de treinta años que entrara en el restaurante. David se burlaba del temperamento de macho desbocado de su amigo, que le hacía celebrar, sin ningún tipo de vergüenza, a todas las mujeres.

—Greg, qué cosas dices, calla, que tenemos aquí a Samuel.

Greg los miraba con suficiencia y se limpiaba con la manga los tragos de cerveza.

—Si es que la muchacha está para comérsela.

Samuel miró fugazmente a la maestra, una chica menuda con un vestido de flores y el pelo recogido en una coleta. Pensó literalmente en el comentario de Greg. ¿A qué sabría la nueva maestra que tanto le gustaba al amigo de su tío? El sabor de las chicas tenía que ser rico si a Greg siempre se le hacía la boca agua. Además, el disimulo de su tío le resultaba gracioso. Samuel sabía de buena tinta que a David le gustaban mucho las chicas, porque en su baño escondía revistas eróticas debajo de la montaña de las toallas dobladas. Un día las descubrió, eran revistas llenas de mujeres desnudas con pechos gigantescos. A Samuel le pareció ridículo que a su tío le gustaran esas cosas. Eran fotos aburridas y algo cutres de cuerpazos femeninos mal iluminados donde la piel morena contrastaba con la marca grimosa y blanquecina del bañador. Aquel descubrimiento no estimuló nada la imaginación de Samuel, al contrario, le hizo mirar con profundo desagrado la desnudez femenina. Su madre le regañaba porque se quedaba ensimismado leyendo durante horas cómics de superhéroes; si supiera lo que hacía su hermano y lo pésimas que eran sus revistas...

—Hijo, pero ¿no te aburres de leer siempre lo mismo?

—No, mamá —respondía Samuel entusiasmado—, este es el último número, lo que pasa es que la portada se parece mucho a otras, pero este es nuevo, eh.

—Para mí son todas iguales. Y además creo que es hora de que empieces a leer otras cosas más interesantes que esas niñerías, ¿no?

—Mamá, tú no lo entiendes.

En aquellas viñetas que tanto le gustaban sucedían cosas fabulosas y sorprendentes, sus personajes eran invencibles, tenían sentimientos y luchaban por un mundo mejor. Dibujados con un trazo que le encantaba, muchas veces los copiaba meticulosamente en hojas sueltas o en las solapas interiores de sus libros de texto. ¿Por qué su tío perdía el tiempo con esas revistas llenas de señoras feas cuando había mujeres formidables en los cómics, como Sue, capaz de volverse invisible y crear campos de fuerza? Samuel no necesitaba verla desnuda para emocionarse y sentir el poder de su energía mental. Un día puso sobre la mesa del restaurante algunos ejemplares de sus preciados cómics, esperando encontrar la empatía de los que saben apreciar cada viñeta, pero descubrió con mucho desagrado que ni a su tío ni a Greg les interesaban lo más mínimo.

—¡No me digas que te gustan los superhéroes! —exclamó Greg con sorna—. Como al cretino de Ronald, que solo lee esa mierda.

David torció el gesto.

—Ya te vale, Greg, el chaval no tiene la culpa de tus malos rollos del trabajo.

—Ah, David, perdona, se me había olvidado que a ti te va fenomenal con el susodicho cabronazo, que, aparte de ser deleznable, lee esta misma porquería como si tuviera la edad mental de tu sobrino.

Samuel apenas tuvo tiempo de reaccionar para proteger sus ejemplares y meterlos rápidamente en la mochila. Greg había proyectado sobre ellos sus frustraciones profesionales dándoles un manotazo y arrugando una de las portadas.

—Vamos a dejarlo. —David trató de cambiar de tema—. Mira quién llega.

Valeria había entrado en el restaurante y la luz de la tarde se filtraba por su melena rubia, que Samuel le veía suelta por primera vez, dándole un matiz mágico y misterioso. Su tez casi transparente contrastaba con la camisa azul celeste y los pantalones a juego. «Es Sue», pensó Samuel con sorpresa. «Puede que sea la chica invisible», volvió a imaginar mirándola con fascinación y ruborizándose levemente.

Las palabras de Greg interrumpieron sus pensamientos.

—En mala hora decidí sentar cabeza —se lamentó el amigo de su tío.

—Aunque no lo hubieras hecho, no tendrías ninguna posibilidad —le dijo David.

—Al menos déjame soñar —respondió Greg, dando un sorbo profundo a la jarra de cerveza para luego emitir un desagradable eructo.

Cuando Samuel creyó ver en Valeria la personalidad secreta de la Sue de los Cuatro Fantásticos, la relación entre ella y Tom todavía no había prosperado, aunque ya paseaban bastante juntos. Sus encuentros eran aparentemente inocentes, recorridos circulares por el bosque que Samuel anotaba. Sin embargo, a partir de aquella entrada estelar de Valeria en el restaurante, el niño fue haciendo un diario más elaborado, insertando dibujos de Sue que copiaba de sus cómics. ¿Qué se traerían esos dos entre manos?

Un día llegó el primer beso y Samuel tuvo que aceptar que Valeria no siempre albergaba a la Sue de sus sueños. Tom no se parecía en nada a ninguno de los personajes de su cómic favorito, ni tan siquiera a algún malo que mereciera la pena mencionar. Cuando la relación se volvió más íntima, a Samuel le costaba espiarlos porque se escondían muy bien en la espesura de los arbustos. Sabía que algo estaba pasando, pero no fue capaz de verlo con todo lujo de detalle hasta dos veranos después. Se atrevió entonces a esconderse en un árbol cercano a ese lecho de agujas de pino y yedra. Samuel había perdido el miedo a ser descubierto, porque la curiosidad de la incipiente adolescencia era una energía superior a cualquier otro sentimiento. Así fue testigo de un amor apasionado con aletazos de profundos silencios que le resultaban tediosos y difíciles de entender. Obviamente, Valeria y Tom no querían que nadie supiera de estas relaciones furtivas que habían encontrado en el bosque el cobijo de su máxima expresión. Al final del tercer verano, la maestra anunció a todos su compromiso con uno de sus colegas de la escuela, y a los pocos meses se casaron y se fueron.

Samuel vivió con inquietud y mucha sorpresa estos acontecimientos. Jamás había oído a Valeria mencionar planes vitales de esa magnitud. Es más, nunca le dijo a Tom lo que pensaba; fue desde el principio una relación apasionada, pero sumisa y silenciosa. Samuel acudió a la iglesia con su madre para ver la boda. Se sintió extrañísimo porque la casualidad hizo que le tocara sentarse en uno de los últimos bancos junto a Tom. Lo observó con disimulo, tenía el gesto tranquilo y miraba fijamente a la joven pareja. Samuel sintió vértigo al pensar que él era el único que conocía los detalles del amor entre Tom y Valeria. Tres veranos de besos densos y suspiros leves que sus cuadernos recogieron con minuciosa precisión.

Valeria estaba preciosa el día de su boda. Vestida de blanco, llevaba el pelo recogido en un tocado adornado con diminutas flores silvestres. «Qué guapa está y qué sencilla va, qué bien le queda el peinado», murmuró la madre de Samuel cuando pasó por delante de ellos. Es verdad, le favorecía mucho, porque dejaba ver su hermoso cuello sin adornos. Samuel la miró fascinado y sintió una leve punzada de culpa. En una de aquellas intensas reuniones en el bosque, Valeria había perdido su colgante de oro fino, un crucifijo de brillantitos de cristal que le había regalado su abuela por la primera comunión. La joven lo buscó muchas veces mencionándola, levantando el colchón de agujas de los pinos y rastreando el camino. Nunca lo halló. Samuel lo había escondido en el hueco de aquel tronco donde todavía años después subía a fumar cigarrillos y recordaba con delicado placer las texturas invisibles de Valeria.

2. Luna de miel

A Valeria se le pasó el ataque de rabia a los setenta kilómetros. Se puso a llorar en silencio mientras contemplaba el paisaje de la carretera retorcerse en cada curva. Había pasado de la furia infinita a una inquietante serenidad en la que lloraba para desahogarse. Pensó en sus alumnos, en los pequeños para los que la vida era una montaña rusa de emociones. Pasaban de la risa al llanto y se dejaban llevar por una pataleta explosiva. La de veces que había contemplado los lloros desdichados de los niños de parvulario. El hipo tartamudo de la desolación infantil aunarse en un grito interminable. Pero cuando creces sabes que no puedes hacer lo mismo, que aunque te sientas igual que ellos, tienes que controlar esa amargura desgarradora.

Valeria era consciente de que había tenido un impulso alimentado por la frustración de un viaje infernal lleno de gritos y reproches. Su periplo idílico había terminado en huida. La sensación de libertad, de minúscula libertad macerada en ese impulso, en ese gesto contundente de salir corriendo y desaparecer. El área de servicio había sido la compuerta a un universo paralelo en el que ahora estaba sumando kilómetros hacia lo desconocido. En cuanto Paul fue al baño, Valeria se subió al primer autocar que se disponía a arrancar, pagó diez euros y se sentó al final junto a una mujer con velo que daba cabezadas y murmuraba entre ronquidos. Nunca había tenido una visión tan clara de su propia vida y de lo que necesitaba en aquel momento. Solo quería estar tranquila, sin sentir la perenne negatividad de Paul martillear su cabeza. La pasión se había condensado y vuelto fétida en un viaje lleno de discusiones. El aire denso y caliente de la infelicidad la arrastró a un autocar casi en marcha.

¿A dónde la estaban llevando sus diez euros? Jugaba con ese pensamiento y con la moneda de dos euros que le había devuelto el conductor. No se atrevía a preguntar porque su español era bastante precario, aunque la gente que la acompañaba tampoco parecía española. Todas las mujeres iban cubiertas y hablaban en una lengua musical. Obviamente, eran de algún país del norte de África. Los velos de las mujeres y las chilabas de algunos hombres los delataban. Valeria había cruzado a otro mundo sin darse cuenta de que su aspecto, con pantalones cortos, sandalias de tiras que mostraban sus uñas primorosamente pintadas de rojo y la camiseta azul celeste con escote, chirriaba en ese escenario. Era ella la que se delataba como una auténtica turista. El conductor parecía español y le había vendido el billete con absoluta naturalidad. Nadie la miraba, no despertaba ningún tipo de reacción entre el resto de los viajeros.

El que debía de estar de los nervios era Paul buscándola por los alrededores de la tienda del área de servicio. Pero eso a Valeria no le importaba, en su gesto impulsivo estaba condensado un hartazgo real de mujer cansada. No habían pasado ni tres semanas y el matrimonio le pesaba ya como si llevaran tres décadas. No se veía envejeciendo con Paul. No se veía en esa nueva vida que habían iniciado juntos. Las ilusiones de los comienzos se desvanecieron. Diez días en la carretera y todo se rompía en pedazos.

Ella no eligió visitar el sur de España. Había sido el regalo envenenado de su suegra. Valeria creyó vislumbrar en el viaje un complot siniestro para que su matrimonio apenas durase. Otra vez brotaba en ella la ira y le hacía morderse los labios. Su rabia ya no era fruto de una escalada de reproches en un coche de alquiler. Su nerviosismo se mezclaba con una cascada de sentimientos contradictorios. Este viaje era un periplo tóxico. Un laberinto enrevesado planeado por la madre de Paul. La señora Estella Valna, con sus largas uñas postizas, había diseñado la ruta. Su pose de suegra encantadora era parte del plan para que Paul y ella se separaran. Lo había conseguido. Diez días de convivencia en otro país bajo una fuerte ola de calor habían sido suficientes para que Valeria abandonase.

¿Cómo dar marcha atrás? El autocar seguía su camino por la autovía y Valeria ya no se imaginaba a un Paul perplejo buscándola por el área de servicio. Ahora estaría llamando a Estella, contándole los detalles de su abrupta desaparición, explicando cómo lo habían plantado en medio de la autovía del sur a la altura de Arcos de la Frontera rumbo a Málaga.

¿Paul era consciente de lo harta que estaba Valeria de él en este viaje? ¿Cómo reaccionaría Estella ante la llamada de su hijo? ¿Pensaría que su desaparición podría ser un secuestro?

Estella Valna se había divorciado tres veces y ahora estaba casada con un viejo amigo de la adolescencia que criaba cerdos y cultivaba campos de soja. Se había casado con un granjero después de probar fortuna con un vendedor de seguros, el padre de Paul, con el que convivió casi una década; y con un fontanero al que aguantó seis años y con un militar con el que duró menos de uno. Estella Valna se creía glamurosa por coleccionar maridos y hablar abiertamente de su vida privada. Adoptaría una actitud trágica ante la llamada de Paul. Con lo que le gustaba exagerarlo todo, alimentaría la posibilidad de un secuestro. Algo tan siniestro como la extraña desaparición de Lilian, la madre de Adam. Adam era uno de los alumnos de Valeria, un niño del taller de arte de preescolar. Aquel niño pelirrojo tenía fuertes ataques de rabia y pegaba patadas y escupía a sus compañeros. Esa era la forma en la que trataba de digerir la repentina ausencia de su madre. Valeria recordó con tristeza la impotencia del pobre niño, que lloraba inconsolable después de romper las hojas en las que había estado dibujando. La pena en hilos gruesos de lágrimas recorriendo su pequeño rostro. Cuando Valeria lo abrazaba para tratar de calmarlo, podía sentir la angustia temblorosa de la existencia misma en aquel cuerpecito de niño asustado. Era como asomarse a un precipicio y contemplar el vacío.

Valeria se sintió culpable. Lo valiente hubiera sido decirle a Paul que estaba harta y que el viaje se había terminado. Explicarle que las conversaciones en bucle llenas de gritos y de reproches no eran lo que ella esperaba. ¿Por qué discutían? Ni siquiera era capaz de recordar exactamente lo que motivaba esas absurdas y exaltadas peleas donde se contradecían, se provocaban y terminaban aborreciéndose. Valeria intuía que en aquellos momentos el aborrecimiento era mutuo. Una luna de miel llena de rabia, distorsionada por el descontento general y el calor. Incluso las señales de tráfico daban pie a una incongruente escalada de improperios. Paul era buen conductor, pero parecía que en las carreteras españolas sentía el doble de motivación para pisar el acelerador. Valeria, que odiaba la sensación de estrechez de aquellas carreteras y sobre todo detestaba los camiones avasalladores, se ponía nerviosa:

—Paul, no corras tanto.

—Mira, Valeria, sé muy bien lo que hago.

—Simplemente, me gustaría que fueras un poco más despacio.

Entonces Paul se ponía iracundo, como si en los comentarios de una Valeria asustada por las curvas y la velocidad habitara un orden represor que le impedía conducir a su aire. La situación se agravaba porque ella era incapaz de conducir con marchas. Acostumbrada a los coches automáticos, las carreteras anchísimas y la conducción tranquila, aquí no podía turnarse con su marido y aliviarle un poco el trayecto. A Paul le dolía el cuello y le aburría estar al volante en tensión tantas horas, aguantando la agresividad de los otros conductores, aderezada por los comentarios de Valeria sobre su manera de conducir. El viaje había dejado de ser ilusionante y cuando llegaban a los hoteles Paul estaba demasiado cansado y no quería hacer nada. Valeria, frustrada, se iba a dar una vuelta sola, sin entender el perpetuo mal humor de su compañero. Tal vez eso era la simple convivencia que va construyendo la vida en pareja. Tener que aguantar las malas caras y los gruñidos. Pero se suponía que estaban de luna de miel, era estúpido vivirla en esos términos. Por eso Valeria se había largado en aquel autocar y ya llevaba quince kilómetros más de pensamientos que ahora sumaban ochenta y cinco kilómetros de distancia real con su recién estrenado marido.

¿Por qué se había casado con él? ¿Entendía realmente lo que significaba estar casada con alguien? Su boda había sorprendido a muchos, Paul y ella se comprometieron y celebraron su enlace a toda velocidad. Es verdad, a ella de pronto le entraron las prisas y las ganas de dar un giro radical a su vida. Cambiar de vida y que Paul la siguiera en esa transformación. Cerrar un capítulo y comenzar de nuevo en otro lugar. Reinventarse para aprender nuevas rutinas y descubrirse de otra forma. Valeria, con su matrimonio, había querido planear su recién estrenada vida al milímetro, sin darse cuenta de que la vida hay que experimentarla más allá de tu propio pensamiento. Estar casada significaba compartir la existencia cotidiana con otra persona y aceptar que no podemos controlar a los demás. Los adultos no son como los niños de las clases de educación infantil, que suelen tener curiosidad, prestan atención, disfrutan con cada actividad y casi siempre obedecen. Los adultos se olvidan de que fueron niños, se olvidan de la capacidad de inventar y ser felices. Valeria intentaba ayudar a sus pequeños a sentirse a gusto y protegidos en las clases. A veces no era consciente de que su personalidad de maestra organizadora, pedagógica, demasiado repetitiva y algo repipi afloraba en todas partes. Las clases de Valeria funcionaban muy bien y era capaz de trabajar e integrar a niños problemáticos, pero con los adultos su vida se complicaba. El choque de temperamentos con Paul era la muestra.

Diferentes teorías del amor bullían en la cabeza de Valeria mientras el autocar se iba alejando cada vez más del área de servicio donde había dejado a Paul. Ahora le tocaba decidir cómo resolver esa escapada. Ya no estaba furiosa, ni siquiera sentía pena de sí misma. En circunstancias normales se hubiera ido a dar una vuelta, a desahogarse con sus pensamientos dando un largo paseo. Pero hoy se había montado en un autocar rumbo a lo desconocido, en un país en el que apenas hablaba el idioma. Aunque en circunstancias normales, probablemente Paul no hubiera sido tan desagradable. El viaje había sacado el lado más oscuro de su compañero, y ella misma se sorprendía de haber consentido durante tantos días esa dinámica de tensiones absurdas.

El vehículo paró. Los pasajeros se levantaron y comenzaron a recoger sus cosas de los pequeños compartimentos superiores. Valeria se incorporó y siguió a las mujeres que descendían en silencio. Estaban en un aparcamiento gigantesco donde había un revuelo de coches y furgonetas con mucha gente que parecía árabe. A su derecha había un puerto de mar con dos barcos de pasajeros preparados para zarpar. Valeria ya no sentía el impulso de subirse a uno de esos barcos. Simplemente quería volver a su casa. Adelantar el regreso de esta luna de miel de dos semanas y olvidar todo lo que había pasado. Se puso a caminar hacia el puesto de vigilancia portuaria. Los policías españoles estaban en una caseta de madera y chapa con letreros en español y en árabe. «Ojalá alguno entienda inglés y pueda ayudarme», pensó Valeria. Estaba sedienta y cansada. Quizá Paul ya había dado parte de su desaparición y pudieran localizarlo. ¿Sobreviviría su amor a esta huida? ¿Estaba realmente enamorada? Otra vez se le inundaba la cabeza de preguntas metafísicas sobre el amor. Valeria pensaba en espiral y sentía el sol sobre los hombros y la cabeza. Un sol denso de ola de calor a destiempo. Un sol que le robaba la energía, que la agotaba. Quería volver a casa, pero todavía no tenía una casa. Paul y ella lo habían metido todo en cajas. Sus muebles y sus cosas estaban en un almacén a la espera de concretar esa mudanza, planeada para después de la luna de miel. La ilusión de la gran ciudad a la que en breve se trasladarían, la ilusión del amor que estaba comenzando eran un espejismo en aquella explanada de coches, furgonetas y autocares. Valeria no supo si desvanecerse y perder la memoria o aceptar con naturalidad que no soportaba a su marido.

Aquí puede descargar el PDF con las primeras páginas del libro.

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