Los clásicos nunca pasan de moda
Nuevas versiones de viejas historias llenan la televisión, desde 'Drácula' y 'Cuento de Navidad' hasta 'Ragnarok' y 'Conan'
Decía el editor Peter Mayer que no hay historia vieja si aún quedan lectores por descubrirla. Es decir, que no importa los años que hace que esa historia circula por el mundo si aún hay alguien que no ha oído hablar de ella. Tal máxima es especialmente aplicable a los clásicos, cuyo éxito está garantizado. No importa la época en la que se rescate, por ejemplo, Drácula. Los ingredientes que la convirtieron en un éxito en su momento siguen ahí. Lo único que puede hacerse con ellos es mezclarlos de una forma distinta para que el aspecto se ajuste al aspecto de los nuevos tiempos. La adaptación del clásico cumple así una doble función: ofrece al espectador un espejo en el que volver a mirarse y al creador, una pauta en la que jugar a ser él mismo a sabiendas de que la historia soportará todo el peso cuando su impronta deje de hacerlo.
En 2016, cuando la televisión en streaming despegó definitivamente, John Walsh firmó un artículo para The Guardian en el que afirmaba que las adaptaciones de clásicos no solo estaban asegurando público a las plataformas que las ofrecían sino que había logrado aumentar las ventas de los títulos en cuestión en un 10%. Las editoriales los relanzaban con un nuevo aspecto tan acorde con los tiempos como el que tienen sus adaptaciones televisivas y resultaban un éxito. ¿Esa es la razón de que su presencia no deje de crecer en televisión? Acaba de estrenarse en Netflix Drácula, de Steven Moffat y Mark Gatiss —que ya deleitaron con un brillante Sherlock—, y coincide con la reciente recuperación de Cuento de Navidad (de BBC y disponible en HBO España), y Ragnarok, una nada ortodoxa mirada a la mitología nórdica y sus infinitas sagas literarias, está a punto de estrenarse en Netflix. También se preparan nuevas versiones de Conan y El señor de los anillos.
¿Casualidad o inevitable intento de marcar un nuevo nicho en el que asegurar un público masivo en el cada vez más variado espectro televisivo? Cuando prácticamente cada sueño o aspiración tiene su propia serie de televisión, ¿por qué no intentar rescatar al gran público volviendo la vista atrás? La función del clásico es la de destacar por resultar todo lo contrario a las decenas de títulos que se estrenan cada mes en las plataformas, es decir, porque de él ya aparentemente se sabe todo. Es un lugar seguro al que volver para el espectador, y del que poder partir, para el creador. Moffat y Gatiss rehicieron a Sherlock Holmes en 2010, relanzando al viejo personaje a un Londres mágico de hoy, y acaban de hacer lo mismo con el Drácula más descaradamente bisexual de la historia.
Expertos en el arte de la reescritura de clásicos, y no sólo en eso —Moffat fue responsable del relanzamiento Doctor Who—, Gatiss y Moffat, por un lado, consiguen que todo lo que tocan refleje el mundo de hoy y, por otro, afianzan un estilo cada vez más inconfundiblemente propio en el que prima, por encima de todo, el sentido del humor. Al hacerlo, evidencian la importancia que el clásico tiene en la evolución de la narrativa, también audiovisual: ofrecer el esquema desde el que probarse al creador y presentarse como espejo en el que, en este caso, el espectador puede comprobar hasta qué punto la sociedad en la que vive es distinta a aquella en la que la obra fue concebida o reinterpretada con anterioridad. La hermana Agatha y sus brillantes afirmaciones en el Drácula de Netflix apuntan en ese sentido.
"Estoy atrapada en un matrimonio sin amor por mantener un techo sobre mi cabeza", dice la monja, personaje inventado por los creadores, en un momento dado de la trama, en referencia a su relación con un Dios que dice ha buscado "en todas partes" sin éxito. La inutilidad de la cruz que blande Jonathan Harker ante los otros vampiros del castillo, así como las bromas sobre su condición de inglés —"¿Qué es Inglaterra?", pregunta una aprendiz de vampira desde un supuesto siglo XIX que intenta lanzarle un dardo envenenado a la revuelta idea de Inglaterra del XXI—, y la elocuencia de la nada dramática Mina, dejan claro hasta qué punto los tiempos han cambiado. "El terror debe ser siempre transgresor", apuntaba la pareja de guionistas en una entrevista concedida al poco del estreno de la serie.
Y si el terror debe ser transgresor, el clásico debe rendir culto a su tiempo, que no es otro que el que lo acoge, siendo como es, atemporal, y por lo tanto, apetitosamente moldeable para el creador. Todo sin obviar su condición de faro desde el que reinterpretar el siempre convulso presente.
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