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Columna
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El horror

Es duro hablar del horror supremo. También es necesario. Lo retrata la serie documental de Netflix 'El nazi Iván el Terrible'

Carlos Boyero
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Sería confortable creer en la realidad de aquellos dichos tan populares de “el que la hace la paga”, “Dios premia a los buenos y castiga a los malos” y “a cada cerdo le llega su San Martín”. La historia asegura que eso ocurre pocas veces, que la villanía acostumbra a tener bula. En la serie documental de Netflix El nazi Iván el Terrible (el título original se traduce como El diablo que vivía al lado), la mayoría de la trama se desarrolla en Jerusalén durante un proceso muy largo. En ese escenario antes juzgaron, condenaron y ejecutaron a un hombrecito llamado Eichmann, un burócrata que se defendió asegurando que él solo obedeció las órdenes que le daban sus superiores. Se ocupaba de la logística al enviar a infinitos judíos a los campos de exterminio, a planificar eficazmente la Solución Final. Era un mandado ese hombre de apariencia grisácea. Hannah Arendt inventó un concepto memorable sobre este personaje con su idea sobre “la banalidad del mal”.

Pero a John Demjanjuk, un emigrante ucranio que se estableció en Cleveland después de la II Guerra Mundial y se comportó como un marido, padre, abuelo, trabajador y vecino ejemplar, no le acusaron al ser extraditado a Israel de haber ejercido con banalidad el mal, sino de haber disfrutado de él con sadismo. No solo manejaba las cámaras de gas en Treblinka, sino que sentía un placer especial ensartando bebés, niños y ancianos con su bayoneta y jugando al fútbol con sus cabezas.

Algunos supervivientes reconocieron en el juicio el rostro del demonio. Le condenaron y, posteriormente, el Tribunal Supremo lo absolvió al tener algunas dudas sobre su culpabilidad y sobre el testimonio de sus víctimas. Es duro hablar del horror supremo. También es necesario.

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