Qué es, en pintura, la poesía
El universo de Sabine Finkenauer impregna la galería Rafael Pérez Hernando con un lenguaje formal simple y riguroso
Podemos usar las palabras con la tosca intención de explicotear las cosas, volcar meramente informaciones, o con la más paradójica y frecuente en este inflacionario terreno del arte, de hacerlas servir, como decía Groys, al desfile triunfal de la teoría crítica, que sin embargo se pretende en rebeldía, o sea, al pensamiento institucional. Ese pensamiento es hoy fundamentalmente discursivo, por no decir discurseante. Verbal. Sin embargo, la crítica de arte (de ser algo) es un género literario, al que por tanto hay que demandar, primero, alguna exactitud. Por ejemplo, cada vez que en un comentario de serie B se califica apresuradamente, a cualquier pintor, de poeta, la exactitud ha volado. A la vista de sus obras, seguramente estemos ante simples ilustraciones o, como mucho, ante pretendidas equivalencias visuales de un previo objeto verbal. Pero los términos “poesía” o “poeta” tienen en el arte moderno y contemporáneo su referencia histórica precisa, su exactitud.
En 1900 escribía Paul Klee: “En el fondo soy poeta, pero el saber que lo soy no debería ser un obstáculo para las artes plásticas”. Y, sí, Klee escribió poemas (los tradujo maravillosamente Andrés Sánchez Pascual), pero no es eso. Se trata más bien de lo que dice su frase: que la pintura tiene la suya, su propia poesía, y que el pintor-poeta moderno no lo es porque haya ilustrado un texto o sirva como documento a un discurso, lo cual supondría remachar en la prevalencia del lenguaje verbal, sino porque nos invita a una particular intensidad de la percepción específicamente visual, sólo alcanzable a través de ese máximo de atención que al mismo tiempo nos reclama. Así que sólo en algunas pinturas cuya fragilidad, simplicidad y pobreza las han vaciado de textos y, en definitiva, de ruido argumental—lo que hoy es bien raro de ver—, se hace posible esa atención al mínimo suceso que nos ofrecen. Son las pinturas de los pintores-poetas.
No se trata, tampoco, de una genealogía estilística: Jürgen Partenheimer —sus Cantos, sus leves acuarelas— pudo declarar haber comenzado su trabajo donde Klee lo dejó. Pero en las obras de la que es a mis ojos la última descendiente de esta familia, Sabine Finkenauer (Rockenhausen, Alemania, 1961), asentada en Barcelona desde los primeros noventa, afluyen ecos muy diversos y quizá contradictorios. El de Klee, claro está. Pero la inocencia rescatada de sus figuras infantiles evoca —quién lo diría— a un cierto Guston adelgazado; los vestidos femeninos, a un Malévich postrero; los primeros planos corporales, a Miriam Cahn… No es, pues, cuestión de estilo. Se trata, sobre todo, de una renuncia y un vaciamiento; sólo así se hace posible el cuidado de lo mínimo: una insignificante (nunca mejor dicho) gradación del color, un esquema figural que evoca sin representar. En la galería de Rafael Pérez Hernando (y en un montaje que parece competir con las pinturas en artisticidad) vemos Bosque; no sabemos de dónde viene, pero sí que es un ejemplo de esa particular poesía de la pintura en la que, si atendemos, encontraremos la alegría perdida y recobrada de cuando fuimos inocentes. La quietud de lo mínimo de la que habló Klee: “Móvil la forma grande / quieta la forma pequeña, / eso es lo que significa ‘pintura”.
Sabine Finkenauer. Galería Rafael Pérez Hernando Madrid Hasta el 16 de noviembre.
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