Con polvo bajo las uñas
Marosa Di Giorgio, Silvina Ocampo y Hilda Hilst protagonizan la tercera entrega de esta sección mensual dedicada a escritoras singulares (y plurales)
Hay quien escribe como si despertase de un gran letargo y saciara su sed con el agua que se estanca al fondo, la que pudriéndose alimenta a las flores. Y aquí pienso en Marosa di Giorgio, Silvina Ocampo y Hilda Hilst. Tres mujeres tan misteriosas como lo fueron sus obras, que de inocentes tienen muy poco, aunque se nos invitara a creer lo contrario por aparecer entre hadas, muñecas viejas y pistas de tenis. Aviso: no es más que el envoltorio. Su lectura deja poso. Es más, con esos nombres ¿quién iba esperar otra cosa? Claro que nada indica que se los inventaran. Si hasta parece que fue al revés, que escribieron para estar a su altura, como quien obedece a un designio.
Marosa Di Giorgio vivió hechizada por su pasado en una hacienda, donde creció entre árboles frutales y gusanos de seda; mundo del que nunca iba a volver indemne
En una entrevista, Marosa Di Giorgio se presentó como una monja un poco gitana esperando que le cayera algo del cielo para acabar mencionando una vara de gladiolo y una rata, de lo que se desprende la inutilidad de preguntarle sobre la actualidad política. No era algo que tuviera en mente. Incluso al reseñar a otros autores, los enmarañó en su propia música y con esa densidad poética que atraviesa su antología, llena de textos en prosa. Son fragmentos numerados y sin desenlace, papeles salvajes como se le ocurrió llamarlos, y de una belleza insólita pese al mundo al que convocan, donde la naturaleza entrega y arrebata y, en cuestión de un guiño, un intercambio erótico puede resultar macabro. Es más, en su singular bacanal, esta autora fundió magnolias y telarañas y le rezó hasta a un melón, ¡la muy Chtulecena! También invitó a los ángeles, como para asombrarse de que en su día a día se repasara las cejas con un pintalabios. O al menos eso es lo que me sugieren sus fotos, aunque puedo estar equivocada. Lo que es evidente es que Marosa Di Giorgio vivió hechizada por su pasado en una hacienda, cerca de Salto, Uruguay, donde creció entre árboles frutales y gusanos de seda; mundo del que nunca iba a volver indemne y que transfiguró a través del lenguaje. De hecho, en su desamparo yo reconozco a quien mira por primera vez y, sin querer, engancha a sus padres copulando y no entiende que alguien pueda disfrutar de esa violencia y que en realidad todo esté en su sitio… Todo, salvo una misma.
En la Antología esencial de Silvina Ocampo se percibe su interés por la literatura fantástica, que llevó al terreno doméstico con cierta coquetería y un inconfundible toque malévolo
La argentina Silvina Ocampo tampoco se quedó corta, aunque en España sea más fácil dar con su biografía, escrita por Mariana Enríquez, que con su propia obra. De hecho, no hay quien no mencione de quién fue hermana y amiga, esposa y hasta posible amante, pero también podríamos describirla atónita frente a una estatua o compadeciéndose de las hormigas. “Si pensaran, se suicidarían” se ve que dijo, al verlas salir en fila de un hormiguero, en su jardín. A ella la leí como a la anterior, es decir compilada en una Antología esencial en la que se percibe su interés por la literatura fantástica que, en sus relatos, llevó al terreno doméstico con cierta coquetería y un inconfundible toque malévolo. En este caso, lo que se narra es igual de perturbador que el cómo. Quizás porque Silvina Ocampo, que era la menor de seis hermanas y venía de una familia muy rica, también vivió instalada en el punto de vista de los ocho o nueve años. Es decir, cuando una experimenta las cosas sin demasiados filtros morales. Sólo así podría explicarse su debilidad por los mendigos y el desparpajo con que llegó a expresarla, incluso de adulta: “Me encantaba servirles té con leche o café con leche. Algo que tuviera leche con nata. A mí la nata me parecía asquerosa pero me daba curiosidad ver cómo los otros se la tragaban, tan repugnante”. Dicho esto, Silvina Ocampo no nos ahorró lo que le admiraban sus crenchas y pieles tostadas. Siempre las prefirió a los vestiditos impolutos de sus primas, a quienes consideraba unas inútiles por acatar el triste mandato de no ensuciarse jugando. Por supuesto trasladó esa incorrección a otras cosas. Extraña en su hospitalidad, racaneaba el azúcar a sus invitados más formales –siempre según su biografía– o les servía platos algo escandalosos. Y, efectivamente, un testigo menciona unas crêpes incomestibles salvo para ella misma (“¡Ay, parecen neumáticos!”); otro, una corona de arroz y espinacas que la muy bruta sugería condimentar con montañas de queso rayado; o una fuente con trozos de carne carbonizados, que en otra entrevista justificaría de la siguiente manera: “En cuanto se producen reproches por falta de variedad, dejo quemar un poco la comida y al detectar el nuevo gusto, se acabaron las protestas”. ¿Cómo no iba a buscarla en fotos también ella? Hay voces que nos reclaman imperiosamente un rostro.
Al reunir parte de su obra en un sólo volumen, lo que de verdad importaba a Hilda Hilst es que fuera lo suficientemente grueso como para tenerse en pie, sin apoyarse en paredes ni atriles
El de la brasileña Hilda Hilst jamás pensé que lo vería en un programa setentero a lo Cuarto Milenio, sobre todo tras haber leído sus poemas, sorprendida de que en España se la conociera tan poco. A saber si su aparición ante las cámaras no respondió a su anhelo de llegar a más gente, incluso a los muertos con los que afirmaba poder comunicarse a través de ondas radiofónicas, aunque no es la única excentricidad que se le conoce. Hilst también adoptó a muchos perros tras retirarse a una casa a su medida en la que no se cansó de acoger a científicos, poetas y pintores, ataviada con largas túnicas. Otro dato es que apenas conoció a su padre. Dueño de varias tierras y también escritor, enloqueció al poco de nacer ella, de ahí que desarrollara una extraña fascinación por su figura, como para decir que toda su obra nació del deseo, algo incestuoso, de dar con él, de continuarlo. No en vano, en su producción hay algo descaradamente viril y en las antípodas de “esa cosa diluida, distante y sin apenas resistencia” que ella solía atribuir a la literatura de otras mujeres. Es más, tras tirarse varias décadas cosechando una poesía muy culta y hacerlo fervorosamente, como afectada por el mismo dardo que Santa Teresa, Hilst anunció su intención de escribir pornografía. Es como si acatara el sentido de uno de sus versos, el que dice: “haz añicos tu propia medida”, aunque en algún lugar ella hablase de venderle bananas a los editores y al fin hacer algún dinero, en vista de que ser poeta en su país “era una mierda”. A decir verdad, dudo que su incursión en el género le reportara el ansiado éxito. Sí mucha diversión y algún reproche por sugerir cosas inmundas y eso que en El cuaderno rosa de Lory Lambi, su escritura no comparte la inmediatez del porno. Tampoco en los libros siguientes, Cuentos de escarnio / Textos grotescos y Cartas de un seductor, que son más bien novelitas de culto, donde se combinan varios registros con un humor de los que arruinan cualquier clímax. En sus momentos grotescos, incluso nos recuerda a Gombrowicz, aunque él estuviera más pendiente de las muecas que de los orificios. Dicho esto, entiendo que algunos prefieran situarla en el territorio de lo obsceno, aunque ella misma ligase la obscenidad a un deseo de conversión, lo que casa perfectamente con su escritura, siempre en búsqueda de lo sagrado. Por eso no deja de ser gracioso que al reunir parte de su obra en un sólo volumen, lo que de verdad le importaba es que fuera lo suficientemente grueso como para tenerse en pie, sin apoyarse en paredes ni atriles. Ya ven, es un criterio.
No se pierdan el próximo episodio. Habrá consejos de los tomar nota y creerse a medias, con Grace Paley, Hebe Uhart y Wislawa Szymborska.
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