Épicas de estar por casa
El libro de Aaron Shulman sobre la familia Panero se lee bien. Y hasta alguien podría animarse a hacer una serie
1. Familias
Extraño se me hace leer en Middlebury College, en medio del valle idílico y casi pastoril (pero con vacas en vez de ovejas) que se extiende entre las Green Mountains, el lago Champlain y los Adirondacks, The Age of Disenchantments (Ecco, de HarperCollins), el relato de la peripecia vital de la familia Panero, subtitulado “la épica historia de la más célebre familia literaria española y la larga sombra de la Guerra Civil”. Su autor, Aaron Shulman, se quedó tan fascinado por los personajes que se interpretaban a sí mismos en la gran película de Chávarri (El desencanto, 1976) que desde entonces los ha estado buscando (en la memoria de otros, en montones de entrevistas que, seguramente, confirmaron sus intuiciones, en archivos y correspondencias, en los libros que escribieron).
Resultado: una “épica” un tanto impostada que se extiende desde 1909 (nacimiento de Leopoldo) hasta 2014 (muerte de Leopoldo María, su segundo hijo), y que el autor aprovecha para contarnos a su manera una porción de la poco agitada (los que podían agitarla estaban muertos, en la cárcel o comidos por el miedo) historia española de la segunda mitad del último siglo, con epílogo en el nuevo. Un relato de “ambición y orgullo, locura y adicción, angustia y soledad, daño y decepción, memoria y mito” encarnado directa u oblicuamente por a reactionary fascist (Leopoldo); “una taimada feminista, resto de la elegancia del viejo mundo” (Felicidad); “un estoico solitario, un dandi bufonesco” (Juan Luis); “un genio, un loco, un revolucionario, un gilipollas (asshole)” (Leopoldo María); un playboy, un cruel lanzallamas, un alma perdida” (Michi).
Con esos personajes extremados y sobreactuados literariamente, Shulman se monta un retrato de grupo familiar durante el largo viaje del final de una vieja dictadura a la poco fundamentada (como se ve ahora) consolidación de una joven democracia. Y todo al modo americano, claro, como si se tratara de una película que explotara lo que Chávarri tuvo el pudor y la inteligencia de obviar: un melo que, teniendo como guionista al autor, quizás le habría gustado filmar al Nicholas Ray de Rebelde sin causa (1955), con personajes y contextos estadounidenses.
El libro se lee bien y uno termina simpatizando con Shulman, un mitómano capaz de oler épica donde solo había una familia desestructurada de la capa superior de la clase media intelectual a la que le fue bien con el primer franquismo, y que manifestó (cada uno de sus miembros de modo diferente, como ocurre en las familias desdichadas) su ulterior desenchantment; y, rodeándolo todo, la mugre, el tedio, el hartazgo de la dictadura de los militares y la Iglesia y toda aquella antigüedad. El libro se lee bien, y si se publicara en español, tendría su público. Y hasta alguien podría animarse a hacer una serie, ahora que parece que se llevan.
2. Inglés
Si el (todavía) Ministerio de Cultura y Deporte (antes, con Rajoy, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte; con Rodríguez Zapatero, Ministerio de Cultura; con el segundo Gobierno de Aznar, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte; con el primer Gobierno de Aznar, Ministerio de Educación y Cultura; de 1977 a 1996, con Gobiernos de Suárez, Calvo Sotelo y González, Ministerio de Cultura, y antes, con el segundo Gobierno de Adolfo Suárez, en 1977, Ministerio de Cultura y Bienestar); digo que si a este ministerio en perpetua búsqueda de sí mismo —quizás porque casi siempre ha tenido el carácter de moneda de cambio, y casi nunca ha sido tomado en serio— le hubiera dado por convocar un concurso para premiar la web cultural más mejorable, el primer premio se lo concedería a sí mismo.
Bien sea porque allí están siempre como en funciones, o bien porque, al divorciarse de Educación, la maquinaria administrativa quedara noqueada, lo cierto es que pasearse por su web supone un incordio. Dos ejemplos: la página del Observatorio del Libro sigue “en construcción” (como si se tratara de un zigurat levantado por varias generaciones) y ¡todavía! no se ha colgado completa la Panorámica de la Edición de 2018, se ve que alguien la está pasando a limpio. Como se trata de un ministerio tan vaciado de competencias como lo está de vegetación el desierto que rodea a la posapocalíptica Negociudad (Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno; George Miller, 1985), nadie tiene prisa por ponerla al día.
En todo caso, y si uno explora la Panorámica correspondiente a 2017, se encontrará con que ese año las traducciones del inglés supusieron el 51,1% del total de libros traducidos. Y, aunque al parecer, en 2018 el porcentaje descendió ligeramente, lo cierto es que, a tenor de los avances editoriales, el inglés sigue siendo, de lejos, la lengua mayoritaria en las traducciones, sin duda por la presión de los grandes grupos globalizados.
Muy lejos estamos de aquella indiferencia hacia el inglés que refleja la anécdota —que he tomado del agotadísimo ensayo de Sofía Martín-Gamero, La enseñanza del inglés en España, desde la Edad Media hasta el siglo XIX, publicado en 1961, cuando Gredos era aún Gredos— de aquel embajador italiano que le dijo a John Florio —traductor de Montaigne y, para algunos, verdadero autor de las obras de Shakespeare— que, aunque el inglés era una lengua muy útil en Inglaterra, era worthless beyond Dover (“no tenía valor más allá de Dover”). Ya ven, supongo que a Catalina de Aragón, esposa y víctima de Enrique VIII y primera española que, según Martín-Gamero, llegó a dominar la lengua inglesa (piensen en Ana Botella), la sobrerrepresentación de la lengua de Shakespeare en la edición española le pondría los ojos como los de Marty Feldman en El jovencito Frankenstein (Mel Brooks, 1974).
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