Crónica críptica de un mesías
Coetzee cierra su trilogía alegórica sobre Jesucristo con una especie de elegía sobre la condición humana en la que reivindica la naturaleza sagrada de la escritura
Que la verdad es siempre extranjera lo afirmó Javier Marías a propósito de la narrativa oblicua y desconcertante de Coetzee, siempre hábil manejando los hilos de la ambigüedad para mantener al lector en un estado de adictiva y constante incertidumbre. Renuente ante la idea de que un texto revele su razón de ser, la intriga de sus novelas engendra la intriga del lector. Se mueve además por entre las formas libre de ataduras como una cometa por el cielo. Del drama sigiloso de Desgracia (1999) o las consideraciones metaficcionales de su alter ego en Elizabeth Costello (2003) a ese prodigio de laboratorio que es Diario de un mal año (2007).
La desafiante trilogía que se cierra ahora constituye un nuevo experimento que juega a la alegoría y nace con La infancia de Jesús (2013), en la que nos es presentado un niño huérfano y de enigmática madurez llamado David a quien un hombre que atiende por Simón (¿José?) de algún modo adopta, llegados ambos a costas extrañas, ayudándolo a encontrar a la que será su madre por azar, Inés (¿María la Virgen?), en un espacio utópico en el que todo parece nebuloso, ascético, impersonal y carente de memoria; un singular escenario dispuesto para las reflexiones dramatizadas acerca del mundo y de la experiencia de vivir en él, del paisaje de la conciencia ocultando la irrelevancia de la geografía; un espacio hispánico que se diría la tierra prometida en la que no falta el pan vagamente eucarístico y David comienza a adquirir el aura de criatura tocada por mano divina irremisiblemente condenada a ejercer un apostolado inconsciente.
En La muerte de Jesús, la vida de David se inicia con la simbólica decisión de vivir en un orfanato y el aprendizaje de la lectura con El Quijote, se ensombrece con una extraña enfermedad, y su fallecimiento sume su figura en un halo mítico que remite al Nuevo Testamento. Se acentúa la legitimidad de ver en David una suerte de redentor porque es portador de un mensaje, porque enseñó a quienes lo conocieron y se consideraron sus discípulos —“Algunos han tenido visiones místicas, en las cuales se les aparece David y les da sus mandatos”—, porque su truco con un dado podría revelar un poder sobrenatural, y porque David pasó por el mundo alumbrándolo como la antorcha del pensamiento alumbra la caverna de Platón. “Yo soy la verdad”, escribe con tiza mesiánica.
La sombra de Cristo se cierne del todo sobre la vida del niño cuando muere por una extraña enfermedad tal vez más del alma que del cuerpo, y se dice que “era muy valiente, que sufrió mucho pero jamás se quejó”, que “tal vez él mismo haya sido el mensaje”, que la señora Devito es “vehemente devota de David”, que Dimitri anhela su “palabra iluminada que abrirá las puertas de la prisión” que es el mundo, y los amigos proponen un espectáculo itinerante y evangélico que llamarán Hechos de la vida de David y llevará la buena nueva del hipnótico paso por el mundo del venerable niño mesías. Coetzee, predicador sin retórica, ha compuesto una suerte de elegía a nuestra condición humana en forma de novela desnovelizada que pretende una abstracción a un tiempo seductora y mistagógica.
Decida el lector si es un largo apólogo o una especie hipermoderna de auto sacramental, las variaciones Coetzee sobre el viejo tema del Nazareno, un texto críptico que aboga por la prevalencia del juego hermenéutico sobre la complacencia de la trama misma (de ahí que predomine el diálogo, que se mueve con frecuencia, como un péndulo, entre cierta parsimonia intrascendente y el catecismo, sobre el narrador omnisciente) o, sin más, una forma sombría de recordarnos las virtudes redentoras de la literatura.
La muerte de Jesús, que ha querido su autor que aparezca traducido al castellano antes que en el inglés original, es su forma de culminar la denuncia de la hegemónica cultura anglosajona, y el homenaje definitivo del Nobel sudafricano al idioma español y a su libro más universal, ese Quijote con el que Kafka, Borges, García Márquez o Auster, autores de los que Coetzee se ha ocupado como crítico, también han querido analizar la naturaleza de la ficción. El Quijote es para David un refugio, poco menos que un amuleto cuando sabe que su vida se apaga, y le queda al lector la idea seminal de que un libro clásico puede encerrar las respuestas a las preguntas que la vida va formulando, pues “leer de verdad significa escuchar lo que el libro tiene para decir, y reflexionar sobre ello. Significa aprender cómo es el mundo”.
Esta parabólica trilogía, que no pretende emular las sagradas escrituras sino vindicar que toda escritura es sagrada, es ya obra de un autor maduro que atiende a la urgencia que siente de aleccionar con una abstrusa homilía novelada a una sociedad deshumanizada. Capaz de infundir compromisos morales de la mano de su prosa aséptica, hija de la impostura de la sencillez, y de una peripecia anodina si no fuera por la magia de la conjetura y la bendita anfibología, Coetzee narra un limbo que recorremos a tientas tratando de comprender por qué nuestro mundo indefectiblemente hostil siempre merecerá salvíficas iluminaciones como la breve vida ejemplar del pequeño David.
Como Picasso, escoge experimentar con la forma de crear en vez de crear de una forma. Y no es sino la vida creativa la que protege de la muerte artística.
La muerte de Jesús. J. M. Coetzee. Traducción de Elena Marengo. Literatura Random House, 2019. 192 páginas. 17,90 euros.
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