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EL LIBRO DE LA SEMANA

Coetzee congela la sangre

El último libro del Nobel sudafricano, 'Siete cuentos morales', está escrito con apasionada frialdad: no hay pirotecnias alegóricas ni guiños metaliterarios

El escritor John M. Coetzee.
El escritor John M. Coetzee.Micheline Pelletie / Getty Images

Si consideramos la literatura un “acontecimiento” en el que el lector se ve involucrado tanto como quien la produjo, el brillo del juicio se presenta de inmediato. Lo que leemos nos sumerge en un orbe de valores y opciones éticas que van más allá de los hechos o pensamientos narrados. Así, el lector de John M. ­Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) es como un buzo caminando en el suelo de un océano agitado. En su último libro, Siete cuentos morales, no hay pirotecnias alegóricas ni guiños metaliterarios. Se ha dejado atrás el espejismo de la intriga y la facilidad del yo para, a través de las frases sencillas de un narrador que huye del compromiso, deshilachar el impresentable tejido de la razón. Cada vez más los personajes del Nobel afincado en Australia discursean, pontifican o se esconden en la duda y la contradicción. ¿Es Coetzee quien filosofa por boca de ese “carácter” (en el doble sentido del vocablo en inglés) estrafalario llamado Elisabeth Costello? Él asegura que no, que es ella quien le eligió como médium para revelar sus “propias” ideas, a veces trasnochadas y otoñales, al mundo. Lo cual nos recuerda a Delibes y a sus personajes, que se le rebelaban, y al desparpajo de Cela, que ponía a los suyos “firmes” de inmediato.

En su magnífico autorretrato Juventud, Coetzee desautorizó al presuntuoso escritor en ciernes que se mofaba de la vida moral y creía que “lo único que importa es crear buen arte”. Al dar forma a Costello en 2003 se decantó por la conciencia ética y una visión franciscana de la vida. Lo que había que hacer era evitar el sufrimiento de cada uno de los seres, ideal budista. Su alter ego afirmaba que entre escribir una buena historia o hacer el bien, escogía lo segundo. En apariencia el autor sudafricano se iba alejando libro tras libro de los ideales estéticos juveniles, pero no era así. Se trataba de desviar a otro registro su talento para la ficción, como si crease un nuevo “programa” narrativo, no en vano Coetzee trabajó en IBM en los años sesenta.

Esperando a los bárbaros y luego Desgracia, su mejor novela, forjaban personajes poderosos en un entorno de zozobra: el magistrado juzgado por un imperio colonial que afirmaba que todos llegamos al mundo con “la memoria de la justicia”, y el “servidor de Eros” y “dinosaurio moral” Laurie, que expía su karma de acosador de alumnas cuidando a perros moribundos. Ambos libros podían leerse como fábulas de una “ética irrazonable” que se alza perpleja, con una mirada de otra época, contra una humanidad violenta que antepone el deber al amor. Y también pueden leerse, igual que Verano y otras historias salidas de la experiencia propia del escritor, como meras obras de ficción fieles solo a sí mismas, comprometidas con la identidad moral de sus personajes, cuyos hechos y opiniones se deben a la estética intrínseca de la obra sin dirigirse más allá que a la conciencia profunda del lector (nada más y nada menos).

John Coetzee sigue resistiéndose a mezclar la “irrealidad real” de su obra con los reclamos del mundo exterior. Quizá por eso vive desde 2002 en Adelaida, ciudad sureña de un país vasto y acomplejado que, como se lamenta Costello, “babea por cumplir con lo que se le antoja a Estados Unidos”. Esta referencia “política” es la excepción en un libro sin ideología, escrito con apasionada frialdad, que reúne relatos escritos entre 2003 y 2017. El primero trata de un perro guardián que atemoriza a una mujer que pasa cada día ante su puerta. La mujer quisiera reconciliarse con él, pero se da cuenta de que la bestia es solo una proyección del miedo de sus dueños. El segundo aborda la infidelidad “sin causa” de una mujer casada. La narración de ambos es abstracta y a la vez muy precisa. El contenido “moral” (o la esencia no escrita del relato) queda en el aire, flotando entre dos escenas, y ha de ser “aspirado” por el lector como si de un olor se tratase.

Los cinco relatos restantes tienen como protagonista a la escritora de Melbourne que se encuentra en Europa. Elisabeth tiene ahora 75 años. ‘Vanidad’ habla de la apariencia en la edad anciana y de los clichés familiares con una aguda sensibilidad hacia los detalles; es un pequeño chéjov. ‘Una mujer que envejece’ muestra el poderío de Costello como personaje: transparente y ambiguo, individualista y tiernamente humano. En Niza la hija intenta hacer entender a su madre que no puede vivir sola “al otro lado del mundo”, donde siempre ha estado.

Ligero y hondo, el volumen se ensancha con ‘La anciana y los gatos’. El hijo visita a su madre en un pueblo de Castilla donde vive acogiendo gatos asilvestrados. La brecha entre el huero mundo moderno y las “fronteras del ser” de “los animales no nacidos” a que se refiere Costello es más que generacional, parece ontológica. Si ‘Mentiras’ es un recuento epistolar del hijo a su mujer sobre la decadencia de la suegra, ‘El matadero de cristal’ resulta una pieza maestra que ironiza con la garrapata de Heidegger. Como el insecto, el filósofo es “esclavo de su apetito de sangre”, la de su alumna Hannah Arendt. “Queremos disolvernos en nuestra naturaleza animal pero no es posible”, escribe Costello. Así explica ese “parpadear de la razón” tan humano, como el de su propio discurso al asimilar en una de sus “lecciones” la matanza sistemática de animales al Holocausto. Pero la esperanza reside en nuestra “innata facultad de la empatía” y su disciplinado cultivo, que propicia el “cambio de perspectiva”. Esperemos que Coetzee siga dejando a sus personajes que hablen y se rebelen a placer para el bien de la literatura.

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Autor: J.M Coetzee.


Editorial: Random House (mayo 2018).


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