En televisión, los tipos blandos están de moda
Si algo une a las principales series recientes es que comparten una visión nada clásica de la masculinidad
Los tiempos están cambiando. El mundo de la televisión se está llenando de tipos blandos. El Donald Draper de Mad Men y Tony Soprano no son especies en extinción. Ya se han extinguido. Empezaron a hacerlo cuando Walter White entró en escena. Y mucho antes, y no solo a aquel lado de la pequeña pantalla. Pensemos por un momento en Ed (Adam Scott), el marido de Madeline Mackenzie, la Reese Whiterspoon de Big Little Lies (HBO España). Ed es un pariente cercano de Troy Dyer, el Ethan Hawke de Reality Bites, la cinta que definió buena parte de la vida sentimental de los noventa.
Hay una cierta conexión entre este concreto perfil masculino y esa década. Kurt Cobain y su tormento fueron el primer rechazo a la idea de macho alfa que articuló la cultura pop: él fue la primera figura mainstream en decir cosas como “Dios es gay” y “Nunca he conocido a un hombre inteligente, y si lo era, era una mujer”. Después llegaron clásicos generacionales como Reality Bites (1994) o Beautiful Girls (1996), que redefinían el concepto del rol masculino y femenino, creando, durante una década, una que en televisión quizá cerraría a principios de los 2000 Las chicas Gilmore, un espejismo en el que el tipo blando, el hombre beta, mandaba en la ficción audiovisual, y a veces, como en caso de Cobain, fuera de ella.
Al afirmar hoy que la televisión está viviendo un auge de ese hombre beta, el que vive en mitad del perpetuo huracán en el que se ha convertido una vida sentimental en la que él reacciona más que actúa, cabe preguntarse si se trata de un signo de los tiempos. O si es, en realidad, síntoma de que la generación que se crio en los noventa hoy ha llegado a los lugares de poder que te permiten crear una serie de televisión o un determinado personaje. Pensemos en el Ted Mosby de Cómo conocí a vuestra madre (disponible en Netflix y en Amazon Prime Video), el epítome del intercambio de papeles en lo que al clásico romántico se refiere. En su búsqueda, infructuosa y, casi siempre, humillante y terrible, de la madre de sus hijos, Ted es la princesa del cuento en busca de su príncipe azul. Y lo hace en 2005, una década y un año después de la muerte de Kurt Cobain y el estreno de Reality Bites.
Hombre blando era Walter White (Bryan Cranston) en Breaking Bad. De hecho, si pensamos en su creador, Vince Gilligan, nos encontraremos a un tipo que creció en la televisión de hace 20 años, dándole minutos a un muy noventero macho beta como Fox Mulder. Otro hombre blando, pero de hoy: Niko (Owen McDonnell), el marido, siempre paciente y sumiso, devoto, de Eve Polastri (Sandra Oh) en Killing Eve (HBO España). He aquí lo que ha cambiado. En Breaking Bad, el personaje en expansión, por más hombre beta que fuese –un beta que quería convertirse en malvado alfa–, era el masculino. Hoy lo es el femenino. También Big Little Lies está repleto de ejemplos en ese sentido. ¿O qué aspecto tienen todos los novios con los que se topa Jane (Shailene Woodley)? Primero el chico de la cafetería, y ahora el del acuario, dos secundarios que simplemente apoyan la moción, sea cual sea.
¿Es, pues, inevitable, se pregunta Natalie Reilly en The Guardian, que la relación tenga siempre cierto componente de dominación, que en series con mujeres fuertes, los hombres deban atenuarse, y al revés? Evidentemente, no. Lesley Arfin deconstruye no solo ya el juego de roles sino también el de la mera atracción, en Love (Netflix), una delicatessen nostálgico-noventera que, en realidad, relata su propia historia de amor con su marido Paul Rust (que interpreta a Gus la historia): esta historia real puede seguirse en el Instagram de Arfin y es casi tan adictiva como la serie. El protagonista de The End of the Fucking World (Netflix) –otra serie noventera donde las haya – es casi la versión adolescente y psicópata del propio Rust. Y como en Love, sus creadores (Jonathan Entwistle y Lucy Tcherniak) juegan a la indefinición de géneros, aunque el poder lo tiene ella, él es solo el instrumento.
Phoebe Waller-Bridge tienta a la protagonista de Fleabag (Amazon Prime Video), interpretada por ella misma, con el hombre blando definitivo: un cura. El hombre que ha decidido ser para siempre un secundario, no ya en su propia vida, sino en lo que a la sociedad del siglo XXI se refiere. Por no hablar de su primer novio, que incluso padece una depresión postparto. Los hombres beta están por todas partes. En Ozark (Netflix), casi un spin-off de determinado momento de Breaking Bad, Marty Byrde es un trasunto de citado Walter White, solo que aún más familiar y blando: es su mujer quien tiene la aventura, él es quien no se atreve a dejarla; es ella quien, pese a todo, manda. Resulta interesante que lo interprete Jason Bateman, que siempre ha sido un ejemplo de tipo no duro. ¿O qué es Arrested Development (Netflix) sino pura (y caótica) destrucción de cualquier idea sobre lo masculino que la televisión hubiese intentado establecer antes?
Stranger Things (Netflix) es la única serie que juega hoy en día con los tópicos noventeros: se ha trasladado del sótano de la casa de los chavales que juegan a Dragones y Mazmorras con el walkie-talkie a un centro comercial, previo paso por un salón recreativo. Incluso se permite guiños al cine de Kevin Smith. Y curiosamente, está intentando destruir desde dentro la idea del hombre beta. El jefe Hopper (David Harbour), hasta ahora un buen y triste hombre que vivía apartado de todo en una cabaña, el tipo bonachón que decidió hacerse cargo de la telequinética y problemática Once (Millie Bobby Brown), ha entrado en una espiral de destrucción que podría leerse como un intento de acabar para siempre con la salvajemente insensible e irrespetuosa figura del hombre alfa, que tanto brilla (para mal) en estos tiempos en los que el poder parece haber empezado a repartirse.
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