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EN PORTADA

Los clásicos cambian la túnica por los vaqueros

Dramaturgos y directores intervienen radicalmente en los textos originales para acercarlos a los espectadores de hoy

José María Pou, en 'Viejo amigo Cicerón' en Mérida, sitiado por los espectros de Pompeyo, Catilina, Julio César, Marco Antonio y Octavio. 
José María Pou, en 'Viejo amigo Cicerón' en Mérida, sitiado por los espectros de Pompeyo, Catilina, Julio César, Marco Antonio y Octavio. JERO MORALES
Raquel Vidales

Las galerías de piedra que dan acceso a las gradas del teatro romano de Mérida —técnicamente llamadas “vomitorios”— son como un túnel del tiempo. Una especie de grieta entre el presente y el pasado. Al atravesarlas al anochecer para asistir a una función, con el eco de los pasos retumbando de una a otra, uno tiene la sensación de estar dejando atrás la prosaica realidad para entrar en una dimensión épica. Ahí emerge el majestuoso escenario de columnas corintias por el que cada verano siguen desfilando los mismos personajes para los que fue construido hace más de 2.000 años: Fedra, Prometeo, Antígona, Medea… Una y otra vez reviven aquí sus tragedias, siempre iguales pero siempre distintas, travestidas con los ropajes de cada época. ¿Qué afán empuja al poeta a reescribir continuamente las mismas historias? ¿Y qué queda en realidad de las originales?

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El Festival de Teatro Clásico de Mérida, el único en España de temática exclusivamente grecolatina, es el perfecto escaparate para observar cómo cada época insiste en reinterpretar a su manera los viejos mitos. Desde la versión de Unamuno de la Medea de Séneca que inauguró la primera edición del certamen, en 1933, hasta la Fedra empoderada del dramaturgo Paco Bezerra que se estrenó el año pasado. La tendencia creciente es la reescritura total: no solo se actualizan las viejas obras con puestas en escena modernas, sino que se interviene radicalmente en los textos o se utiliza su esqueleto para desarrollar historias contemporáneas con libretos de nuevo cuño.

Este verano el programa de Mérida incluye tres buenos ejemplos. Un Prometeo de Luis García Montero que desdobla el personaje de Esquilo: uno joven que acaba de robar el fuego para entregárselo a los hombres y por ello es castigado por Zeus —un águila devora su hígado cada noche durante toda la eternidad— y otro viejo que dialoga con él desde el presente y se pregunta si vale la pena que siga sufriendo. Las Metamorfosis de la estadounidense Mary Zimmerman —aclamadas en su estreno en Nueva York en 2001—, que presentan, por ejemplo, al rey Midas como un ejecutivo millonario o a Faetón contándole a un psicoanalista su conflictiva relación con su padre, Apolo. Y un Cicerón de Ernesto Caballero basado en discursos del famoso orador romano que parecen estar refiriéndose al procés catalán, el populismo de Trump o las negociaciones para formar gobiernos en España.

“Cuando me enfrento a una obra del Siglo de Oro controlo mi libertad. Son textos más cercanos, me limito a traducir palabras que hoy no se entienden, aclarar sucesos, pero siempre pegado al verso, cuidando de que no se pierda. En cambio, los grecolatinos me piden más intervención: es un lenguaje distinto, una concepción del teatro muy diferente, un mundo sacralizado completamente ajeno al nuestro”, explica García Montero, que además del Prometeo que estrena este verano (24 de julio) versionó la Orestiada hace dos años. Entonces, si hay que retocarlos tanto, ¿por qué volvemos siempre a ellos? “No es un ejercicio de nostalgia. El diálogo con el pasado y con los clásicos es necesario para no convertirnos en seres acríticos, sometidos a una versión del tiempo que ensalza solo el presente y la novedad”, continúa el poeta y director del Instituto Cervantes.

FERNANDO VICENTE

Sale Cicerón (un Cicerón del siglo XXI encarnado en José María Pou) y dice: “Cualquiera de nuestros antepasados puede ser interpretado de un modo u otro dependiendo de lo que más nos convenga. ¿Cuál es el enfoque que más favorece nuestras creencias? ¿Qué interpretación respalda mejor nuestro relato del momento? En definitiva: qué nos interesa más”. Es el final de la obra que Ernesto Caballero estrenó la semana pasada en Mérida y que resume su manera de abordar los clásicos. “Soy partidario de hacerlos como a cada uno le pida el cuerpo. Las buenas obras permiten interpretaciones infinitas, por eso son buenas. Así que podemos escoger la que mejor nos sirva”, comenta el dramaturgo.

Esta es la idea que impera hoy. En realidad, hace años que no se ve en los escenarios un Eurípides o un Sófocles auténticos. El público no los aguantaría, empezando por su larga duración. El Prometeo de Esquilo dura cuatro horas, el de García Montero poco más de dos. Es inevitable una intervención sobre los textos que, por otra parte, no es nueva ni obedece solo a razones prácticas. La historia del teatro occidental es la historia de una eterna reescritura. Los propios griegos solían trabajar sobre argumentos conocidos, viejas leyendas. Y el Siglo de Oro está plagado de mitos de la Antigüedad. “Los grecolatinos escribían para la posteridad. También los arquitectos, los escultores, todos los artistas. Buscaban la grandeza y planteaban preguntas eternas. No es que volvamos a ellos, sino que ellos nos interpelan constantemente”, apunta Caballero.

Después del dramaturgo llega el director de escena. Y ahí se produce otra nueva intervención, la más evidente, la que más percibe el público, más sujeta todavía a modas y gustos. “El público hoy exige velocidad, está acostumbrado al ritmo de las producciones audiovisuales. Por ahí puede que se pierdan cosas, pero el teatro no se hace para espectadores del pasado. El teatro es un hecho esencialmente contemporáneo y se debe a su tiempo. En todo caso, soy partidario de hacer las concesiones justas”, opina el director David Serrano, que está ensayando las Metamorfosis de Zimmerman para su estreno en Mérida el 31 de julio. Una puesta en escena en la que, por supuesto, no se va a ver solo la reinterpretación que hizo Zimmerman hace 20 años del texto de Ovidio, sino también la que hace Serrano del libreto de Zimmerman. “No le veo sentido a dirigir algo sin aportar nada nuevo, aunque sea un desastre”, dice Serrano. Una nueva lectura de una obra que a su vez es una nueva lectura de un clásico. Así es toda la historia del teatro.

Mario Gas ha dirigido clásicos de todo tipo y de todas las maneras posibles. Meras adaptaciones y textos de nuevo cuño. Un Sócrates con dramaturgia propia vestido de toga en 2015. Un Calígula de Camus con inmacu­lado traje blanco en 2017. El Cicerón de Ernesto Caballero con chaqueta de cuadros este verano. “Se puede hacer de todo siempre que tenga un sentido. Camus, por ejemplo, no quería que hubiera togas en su Calígula para distanciarlo de la época romana y acercarlo a su tiempo. A pesar de ello, en su estreno en París en 1945 hubo togas. En los ochenta y noventa se tendía a ubicar los clásicos en épocas concretas, mientras que ahora se tiende más a la descontextualización. Insisto: si tiene sentido, puede hacerse. El hábito solo no hace al monje”, opina Gas. “Lo importante de todo esto es cómo buceamos en esos textos antiguos. Cómo encontramos en ellos expresadas de manera magistral cuestiones que aún están sin resolver. Por eso volvemos a ellos. Decía Brecht que era mejor reescribir que crear textos nuevos, pues todo está ya escrito”, concluye.

Otra cosa es el Siglo de Oro. Más cercano, como apunta García Montero, el tratamiento de las obras de este periodo es distinto: no se reescriben, más bien se adaptan. “Un buen adaptador es como un buen restaurador: su mayor aspiración debe ser que no se note su mano. Es un trabajo muy complicado de limpieza, de exploración, de resaltar los significados que el director de escena quiera subrayar en su propuesta… Hay muchas palabras que el público de hoy no entiende y hay que buscarles sustitutas que no destrocen el verso. Yo intento encontrarlas en otros textos del mismo autor para mantener su estilo, su sonido. Por ejemplo, este verso de El alcalde de Zalamea: ‘Este fuego, esta pasión no es amor solo, que es tema’. ¿Quién entiende qué quiere decir tema en esta frase? Vi que eso mismo lo expresaba Lope con la palabra obsesión en otras obras. Así que puse esa”, refiere Álvaro Tato, adaptador habitual de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC).

La tendencia con las adaptaciones del Barroco es ser lo más fiel posible a la obra original, aunque también hay intervenciones enérgicas. Una de ellas es la que ha hecho esta temporada Benjamín Prado de La hija del aire, de Calderón, estrenada por la CNTC con dirección de Mario Gas. “No he hecho un trabajo filológico para que se lea en las bibliotecas. He pensado en cómo hacer que esa obra complicadísima se entendiera mejor hoy. Es un verso muy alambicado, difícil de disfrutar si no se retoca. Y he reducido sus 7.000 versos a 5.000”, apunta el escritor.

Pero las hay también radicales, que incluso cambian finales, no tanto por motivos literarios como de contenido: machismo, honor, celos. Asuntos intragables y políticamente incorrectos hoy. ¿Qué hacer? Si no nos gusta lo que cuenta una obra, ¿por qué rescatarla? “Para subrayar precisamente eso que no nos gusta. Yo no creo en la innovación, tenemos poco margen hoy para inventar nada, se han tratado ya todos los temas posibles. Lo que sí podemos es recoger todo eso que se ha dicho y replantearlo. Interrogar a los clásicos sobre cuestiones del presente”, opina el dramaturgo Jose Padilla. Eso es lo que ha hecho este autor al reescribir El mercader de Venecia, de Shakespeare, en una pieza que ha retitulado como Mercaderes de Babel, recién estrenada en el festival Clásicos en Alcalá con dirección de Carlos Aladro. “Lo planteo como un juicio desde el presente sobre los sucesos que cuenta Shakespeare. Eso me permite desarrollar el debate que siempre surge sobre su posible antisemitismo”, explica.

María Zambrano dejó escrita su respuesta a todas estas cuestiones en El origen del teatro (1986): “No se trata en el teatro de hacer saber, de dar a conocer nada, de fijar simplemente en la memoria hechos que merecen ser indelebles; se trata ante todo de revivir, de hacer resucitar algo que ya pasó, mas que de algún modo ha de seguir pasando, y no solo para que se sepa y no se olvide, sino para que sea vivido”.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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