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IDA Y VUELTA
Columna
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Un camino secreto

João Gilberto transformó un cuarto de baño en el laboratorio en el que inventó una manera nueva de cantar y tocar

Antonio Muñoz Molina
João Gilberto, en una fotografía de 1970. 
João Gilberto, en una fotografía de 1970. Michael ochs archives / getty images

En el lugar más inesperado puede llegarle a alguien una iluminación que le cambie la vida. Para João Gilberto ese lugar fue el cuarto de baño de la casa de su hermana, donde se había refugiado después de una temporada de sucesivos infortunios en Río de Janeiro. A João Gilberto, que tuvo siempre un aspecto más de funcionario digno, cumplidor y reservado que de artista, unos amigos le habían buscado una plaza de poco esfuerzo en la burocracia del Congreso de los Diputados, pero al poco tiempo dejó de ir a la oficina y lo despidieron, y se vio en la calle, haciendo todo tipo de trabajos menesterosos, incluido el de payaso en fiestas privadas. En sus fotos de juventud, con el pelo ya escaso, con el aire de mansedumbre pálida, con el traje de funcionario sin lustre, João Gilberto ya parece una persona precozmente encaminada al infortunio. João Gilberto era ese muchacho que viaja desde su provincia a la capital para hacerse una carrera de artista, pero que no sabe qué quiere todavía ni cuál es su talento, ni ha encontrado su propia voz, y se halla perdido en el mundo, arrojado de un lado a otro, andando a media mañana con las manos en los bolsillos vacíos por una ciudad donde no conoce a nadie y donde todo es inalcanzable.

En tales casos, la persistencia puede ser suicida. Más vale retirarse, plegar velas, ponerse temporalmente a salvo en un refugio familiar. Lejos de Río, de los estudios de grabación en los que no había hecho nada que valiera la pena, de los clubes de música en los que pagaban mal y donde el público no prestaba atención, de la penuria y la amenaza cierta del hambre, João Gilberto se encontró recogido en casa de su hermana, y más exactamente en su cuarto de baño, donde había descubierto unas condiciones acústicas incomparables. Las superficies lisas, los azulejos, el hermetismo del encierro, favorecían la nitidez y la pureza de los sonidos menos poderosos. En el estilo de canto en la música popular de la época prevalecían las voces opulentas, el melodrama del bolero, los desbordamientos sentimentales. En los teatros y en los clubes había mucho ruido, y los músicos tenían que hacer más ruido aún para ser escuchados. Ese era el mundo estrepitoso donde el joven João Gilberto no había podido encontrar su sitio. Era una persona solitaria tan incapaz de hacer aspavientos como de levantar mucho la voz. Su sitio, ahora lo descubría, era ese cuarto de baño en el que podía encerrarse durante varias horas al día con la guitarra, percibiendo cada matiz en el sonido y en la vibración de las cuerdas y en la emisión de su voz. Años después dijo en una entrevista que al cantar pensaba en un espacio despejado y abierto, en una hoja de papel en blanco, y que necesitaba una quietud extrema para producir los sonidos que escuchaba en su imaginación. El antiguo payaso sin éxito, el funcionario falso de traje y corbata a un paso de la pura indigencia, era ahora un recluso, un monje en la celda aséptica del cuarto de baño, el investigador en un laboratorio que estaba inventando una manera nueva de cantar y de tocar la guitarra: despojamiento y concentración al mismo tiempo; una “guitarra tartamuda” que parece tantear sometiéndose a una ascesis de todo lo superfluo y es capaz de contener la complejidad rítmica de una banda de tambores de baile; una voz que casi se reduce a un murmullo, que es casi habla y a la vez canto flexible y melódico, y que convierte en golpes de percusión los acentos naturales de las sílabas.

Un músico como João Gilberto no alza la voz para imponerla a los otros ni sube el volumen para competir con el estrépito ambiental

Se ha escrito mucho sobre la posible influencia de Chet Baker, tan popular en los primeros cincuenta, en los cantantes de bossa nova. Quizá, más que una voz concreta, lo que llegó a Brasil fue una atmósfera que Chet Baker hizo popular porque cantaba baladas con una desnudez expresiva que le venía marcada por las limitaciones de su propia voz, y porque era blanco y en aquella época joven y atractivo. Pero esa atmósfera, esa poética del despojamiento, de la falta de énfasis, la linealidad sin vibrato y sin exhibicionismo, venía de la manera de tocar la trompeta de Miles Davis, y más atrás de otro músico, Lester Young, en el que yo advierto semejanzas de carácter y de inclinación estética con João Gilberto. En el jazz, desde Louis ­Armstrong, se habían celebrado mucho las proezas de virtuosismo y de pura energía física. Fue Lester Young, un hombre tan retraído y solitario, tan huidizo como João Gilberto, quien inventó una manera de tocar el saxo que prescindía del exhibicionismo técnico y se aproximaba al sigilo de la voz hablada. Lester Young, amigo íntimo de Billie Holiday, la acompañó muchas veces, y al escucharlos se nota la influencia del saxo en la voz de ella, y la de la manera que ella tiene de decir las canciones se contagia al sonido del saxo. Los dos fueron raros, únicos, infinitamente frágiles. Influyeron a muchos, pero anduvieron solos por caminos que a nadie más que a ellos les pertenecían.

En el diario Público de Lisboa, Nuno Pacheco escribe que João Gilberto encontró “un camino del que solo él sabía el secreto”. Es un camino interior que él seguía, como Lester y Billie Holiday, a la vista del público, en la exposición inevitable de los conciertos. Pero, aunque tocara ante miles de personas, João Gilberto lo hacía como si estuviera solo, en una silla pequeña y no muy cómoda, atento a su propia voz y a los sonidos de su guitarra, como si continuara encerrado en el cuarto de baño de su hermana, como si tocara y cantara tan bajo porque lo hacía para escucharse a sí mismo, no por egolatría, sino para controlar exactamente la pureza y la integridad de su arte. Por talante personal, por convicción estética, un músico como João Gilberto no alza la voz para imponerla a los otros ni sube el volumen para competir con el estrépito ambiental y con la sordera. Lo que tiene que decir ha de ser dicho en voz baja, así que es a nosotros a quienes nos corresponde esforzarnos al máximo. El esfuerzo de cada uno se conjura con el de todos los demás para crear un gran silencio propicio, que convierte en espacio íntimo el sótano de un club o la concavidad inmensa de un gran auditorio. La demanda, el ofrecimiento de João Gilberto, son como los del poeta o el novelista al lector: “Lo único que te pido es toda tu atención”.

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