La metaópera: Capriccio
Christof Loy y Asher Fisch convierten la ópera de Richard Strauss en el gran hito de la temporada
La obra menos taquillera y cortejada de la temporada ha sido la mayor revelación. No ya porque Capriccio nunca se había representado anteriormente en el Teatro Real, sino porque el prodigio dramatúrgico de Christof Loy y la sensibilidad musical de Asher Fisch han convertido en un acontecimiento la exhumación de la última ópera de Richard Strauss.
Costaba marcharse del coliseo madrileño. Y hubiéramos querido los allí presentes que la escena final nunca hubiera llegado a terminarse. No parecía tan difícil el milagro, sobre todo porque los artífices de esta melancólica elegía ya nos habían secuestrado del espacio y del tiempo. La belleza perfora. Hiere, conmueve. Ha sucedido en el Teatro Real.
Se nota que Christof Loy presta tanta atención al oleaje mecido de la partitura como a la lectura entre líneas del libreto. La puesta en escena es la proyección musical del foso (y viceversa). Un asombroso movimiento de traslación que redunda en el argumento mismo de Capriccio, precisamente porque el embrión del proyecto straussiano, fruto de la inspiración de Stefan Zweig, alude al debate de la jerarquía entre la música y la palabra.
¿Cuál debe primar? ¿Qué orden subordina al otro? La dialéctica no aspira tanto a un desenlace de suspense como se antoja el pretexto de otras derivadas y de puntos de fuga. Christof Loy sabe entretejerlas a semejanza de un juego de espejos. Y sobrepasa la apariencia de un debate burgués para llevarnos al abismo de los protagonistas. El amor ligero y el profundo. La superficie y el dolor. La tiranía del tiempo, el paraíso perdido. La tensión existencial de elegir. La evasión del arte. El desengaño de la vida. El destino entre los hilos de una marioneta.
Había compuesto Strauss su Capriccio (1942) como una ópera dentro de la ópera -ya sucedió con Ariadne auf Naxos-, de forma que Cristrof Loy aprovecha la licencia original de las conexiones para recrearse en las meta-escenas y en los meta-personajes, provistos todos ellos de una corpulencia psicológica y teatral que sobrentiende un formidable trabajo de actores.
Loy concibe una dramaturgia esencial, esencialista, hasta el extremo de que toda la ópera transcurre en el mismo espacio escénico. Un salón semidesnudo -semivestido- cuya atmósfera crepuscular e iluminación en penumbra detallan el estado de ánimo de la música.
Los portugueses lo llamarían saudade. Una suerte de melancolía dichosa, una sensibilidad a flor de piel que la música de Strauss explora con audacia, ironía y asombrosa delicadeza. Una ópera de cámara no porque el foso carezca de recursos -los tiene todos- sino porque prevalece la riqueza cromática sobre la opulencia. Y porque Capriccio se retrata en la intimidad.
El maestro Asher Fisch lo demuestra desde una concepción escrupulosa, sensible, pero también provista de la tensión que requiere prolongar dos horas y media de música sin decaimiento ni zozobra. Suena la orquesta del Real exquisita. Y se produce una comunión extraordinaria no ya entre la música y la palabra -el falso debate-, sino entre los profesores de abajo y los cantantes de arriba. Parece un barítono la trompa, impresiona la dimensión “cantabile” de la cuerda, estremece la humanidad de las maderas, aunque el protagonismo vocal de la velada, más allá del extraordinario Christof Fischesser en el papel de La Roche, corresponde a Malin Byström.
Es la soprano sueca la artífice de la última escena. Por su carisma escénico. Por su riqueza vocal. Y porque nos mece y nos arrulla en la cadencia de la música de Strauss hasta que la caída del telón desfigura el encantamiento.
Babelia
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