Pasión desatada en San Isidro: ¿son unos sádicos estos aficionados?
La fiesta taurina parece haber vuelto a sus orígenes, con la pasión y la crispación de antaño
¿Es sádica, inhumana e insensible parte de la afición de Madrid? ¿Hay gente que va a los toros con intenciones malévolas y la firme decisión de ensañarse con los toreros, insultarlos, maltratarlos y vejarlos? ¿Existe violencia, aunque solo sea verbal, en la plaza de Las Ventas al estilo de algunos desalmados futboleros que se acuerdan más de la madre del árbitro que de la suya propia?
Sin duda, entre las más de veintitrés mil personas que toman asiento en la capital las hay de todos los colores y condición, aficionados de verdad, aunque sean minoría, -algunos, muy intransigentes e impertinentes, como si ello fuera salvoconducto de conocimiento-, espectadores de ocasión, generosos y educados, y cafres que abusan del alcohol que, en combinación con el calor de los últimos días, se convierte en una catapulta de actitudes soeces.
Todo es posible cuando la multitud releva a los individuos y se erige en protagonista de un espectáculo público.
Pero no es acertado considerar que las provocaciones de unos cuantos representan el sentimiento -las formas y el fondo- de la mayoría de las personas normales que acuden a pasar el rato, divertirse, sufrir, gozar o emocionarse en la plaza madrileña.
La exigencia nunca debe estar reñida con el respeto
Algo novedoso habrá sucedido, no obstante, para que se hayan desatado situaciones poco habituales e inesperadas, —agradables unas y censurables otras—, y a las que, por lo general, nadie está acostumbrado.
No se puede dudar a estas alturas de que a la fiesta de los toros le ha cambiado la cara. Ya había tomado esta feria unos derroteros radicalmente distintos a años anteriores desde su inicio, allá por el 14 de mayo, pero los acontecimientos vividos recientemente con las reses de Escolar, Victorino y Adolfo y coronado por el primer ejemplar de Zalduendo y el clamoroso triunfo de Antonio Ferrera han superado todas las expectativas de este largo ciclo.
Ojalá se repitieran semanas como esta. Resurgiría la afición perdida, volverían los hijos pródigos alejados y brotarían aficionados jóvenes ante la eclosión de un espectáculo diferente
Bien es verdad, no obstante, que ha sucedido algo extraño; como si la fiesta de los toros hubiera vuelto a sus orígenes por un momento, y se hubieran reproducido la pasión y la crispación que caracterizaban los festejos taurinos de nuestros fogosos antepasados.
Se hizo presente el toro, que no es poco; el toro fiero que impone respeto con su presencia y da muestras de ser un experto en provocar el miedo de los toreros. Sirva como ejemplo uno cualquiera de los de Escolar, hijos directos de un animal primitivo y salvaje que exige lidiadores avezados en el valor y la depurada técnica. Incluso, cuando un victorino o un adolfo embiste por derecho se le nota a leguas que es un toro diferente que no permite errores.
Entonces, se produce en la plaza un hecho que transforma el habitual concepto de la lidia: la afición y el público toman partido por el toro, lo valoran —casi siempre— en demasía y examinan al torero como si su oponente fuera un artista. Y no es así.
La afición de Madrid no es insensible, sino exigente, que no es poco.
No es fácil mandar y templar a un albaserrada, y debe ser considerado en su justa medida el esfuerzo y la capacidad de aquellos toreros que lo intentan de verdad y no lo consiguen. Hay que hacerlo para evitar los agravios comparativos que se producen cuando un noble toro comercial mete la cabeza y la plaza parece volverse loca ante una tanda de muletazos que esconden, por lo general, la calidad del toro y destacan sobremanera las condiciones de la figura moderna. Entonces, todos nos volvemos toreristas.
No es justo.
La exigencia no debe ser parcial. Reconocer la emoción del toro fiero no debe ocultar nunca la admiración hacia el héroe que se enfrenta a él.
La exigencia nunca debe estar reñida con el respeto.
Y algo más: cuando un toro manda a un torero a la enfermería no debe ser aplaudido en el arrastre, como ocurrió con ‘Español’, el adolfo que corneó gravemente a Manuel Escribano. ¿Por qué? Por respeto a la persona, al torero en este caso, más importante a los ojos del aficionado que el animal.
Después, están las excepciones, los que son víctimas de su estulticia o del alcohol; los que lo mismo lanzan ‘vivas a España’ que insultan a un torero o aplauden sin motivo suficiente a un toro simplemente fiero.
Conclusión: “Sin un mínimo de exigencia, la fiesta de los toros no tiene sentido”, mantiene el crítico Andrés Amorós. Y es una verdad absoluta.
Bienvenida la exigencia con la empresa, con los toros y con los toreros, y la protesta ruidosa contra un presidente errático. Gracias a ella, quizá, la fiesta aún persiste.
Pero bienvenido sea el respeto.
La afición de Madrid no es sádica, ni insensible. La afición es exigente, que no es poco.
Están, sí, algunos, pocos, desalmados, que, alentados por el alcohol, braman contra el sentido común; pero esos no son aficionados. Solo son cafres.
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