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Ron Carter, el corazón del ritmo

El legendario contrabajista de jazz, miembro del segundo quinteto de Miles Davis, pasea a sus 82 años su sabiduría por los escenarios

Diego A. Manrique
 El contrabajista de jazz Ron Carter, el jueves pasado en el Café Berlín de Madrid.
El contrabajista de jazz Ron Carter, el jueves pasado en el Café Berlín de Madrid. SAMUEL SÁNCHEZ

Ron Carter tiene poca paciencia. A sus 82 años, de visita relámpago por Madrid, el contrabajista piensa más en recargar energías que en satisfacer la curiosidad del reportero. ¡Y hay tantos interrogantes! En su extensa obra como solista abundan los títulos en español: ‘Caminando’, ‘Sábado sombras’, ‘Tierra española’, ‘Hasta luego, mi amiga’, ‘El rompe cabeza’ (sic). La imaginación se dispara hacia alguna relación sentimental pero no, fue algo más prosaico: “La primera vez que visité Europa, con Miles Davis, terminamos el concierto en Barcelona y nos quedamos solos. Todos los restaurantes habían cerrado, pero llegamos a un bar vacío, ya estaban barriendo. Lo llevaba una pareja mayor que, al vernos la cara de hambrientos, se ofreció a cocinar exclusivamente para nosotros. No sabían quiénes éramos, pero bajaron las persianas y nos ofrecieron una cena magnífica mientras sonaba música flamenca. Decidí que una cultura tan hospitalaria merecía mi interés. En Estados Unidos, ya sabe, muchos restaurantes no servían a los negros”.

Hasta 1955, Ronald Levin Carter tocaba partituras clásicas con su violonchelo. El paso al jazz y al contrabajo no fue demasiado traumático, asegura. “Vi que en el mundo de las orquestas sinfónicas no iba a ser contratado, seguramente por el color de mi piel. ¿Una ofensa? No, me indignó tanta estupidez. Puedo asegurarle que yo tenía una formación extraordinaria, la misma que me permitió destacar cuando entré en el ­jazz: que nadie se enfade, pero entonces los contrabajistas no solían ser los músicos más evolucionados del grupo. Nunca me he alejado de la música clásica: he grabado piezas de Bach o el Concierto de Aranjuez. Es lo mismo que cuando toqué con Thelonious Monk, Steve Lacy o Andrew Cyrille. Lo que entonces se consideraba vanguardia simplemente me planteaba retos para los que debía encontrar soluciones lógicas. Tienes que encontrar las notas justas que sostienen la música y, al mismo tiempo, sugerir un impulso que motive a los compañeros con los que estás tocando”.

“Vi que en el mundo de las orquestas sinfónicas no iba a ser contratado, seguramente por el color de mi piel”

Esa receta, tan engañosamente simple, le permitió convertirse en uno de los contrabajistas más solicitados, con cifras de Guinness: ha participado en unas 3.000 sesiones. Fue uno de los músicos fijos del sello Blue Note, donde jura que nunca tuvo un roce con el ingeniero Rudy Van Gelder, tan notoriamente tiquismiquis. “Él se dedicaba a lo suyo, a colocar los micros, y yo a lo mío. Experimentaba con micros y pastillas, pero el objetivo siempre era captar mi voz instrumental”. También usando el estudio de Van Gelder, se integró en CTI, la dorada escudería del productor Creed Taylor, que encontró un fino equilibrio entre honestidad musical y gancho comercial: “A veces añadía orquestaciones, pero generalmente con gusto. A mí, excepto por un disco que sacó en su sello funky (Anything Goes, 1975), me dejó plena libertad”.

Eso sí: Taylor insistía en salpimentar sus producciones con percusión. No era un problema para Carter: “Dizzy Gillespie nos enseñó a amar los ritmos afrocubanos; yo pasé la prueba de fuego grabando con Ray Barretto. Y luego llegó la bossa nova, que nos deslumbró. Era como si el bebop se reencontrara con un hijo perdido, con unas melodías únicas y unos músicos de alta sensibilidad. Tengo recuerdos muy placenteros de las sesiones con Jobim, Luiz Bonfá, Airto, Hermeto Pascoal, hasta disfruté con Astrud Gilberto”.

En un momento, se compró un bajo eléctrico, presionado por aquellos fixers que elegían los músicos para cada sesión. Fue un breve flirteo y volvió a su instrumento. Insiste en explicar que lleva décadas en pie de guerra con las líneas aéreas: “Durante un tiempo, compraba un billete para mi instrumento, que viajaba a mi lado, como Mr. Bass. Luego lo prohibieron, exigieron que fuera en la bodega del avión. Un desastre: pasaba horas a temperaturas gélidas. Podía ocurrir que lo aplastaran y entonces te compensaban con una miseria. Ahora llevo un contrabajo desmontable, que aguanta bien”.

Mientras responde, antes de su concierto del jueves pasado en el Café de Berlín de Madrid dentro del Ciclo 1906, sus formidables dedos recorren incansables las cuentas de lo que parece un misbaha, el rosario de los musulmanes. ¿Es Ron Carter un creyente? “No, no pertenezco a ninguna religión. Pero sí tengo la sensación de que ahí afuera hay algo más grande que nosotros, que nos ayuda. Y que tal vez nos pida responsabilidades por nuestras acciones”.

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