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IDA Y VUELTA
Columna
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Elogio del político

Manuel Cruz es ejemplo del buen filósofo que salta a la política para llevar a ella la contundencia de los problemas reales

Manuel Cruz, aplaudido en la sesión constitutiva del Senado. 
Manuel Cruz, aplaudido en la sesión constitutiva del Senado. Emilio Naranjo (efe)

El sábado pasado había en las páginas de este suplemento una reseña de Manuel Cruz del último libro traducido de Francis Fukuyama, y en las páginas de política una entrevista con Manuel Cruz en su calidad de presidente del Senado. La reseña, respetuosa y concienzuda pero también agudamente crítica, la disfrutaría con sosiego y provecho un cierto número de lectores aficionados a estas cosas. La entrevista parece que provocó un escándalo. Yo leí las dos, en la mañana holgazana del sábado, y la una y la otra confirmaron mi admiración por este hombre ilustrado y sensato que hace unos años emprendió la heroicidad de presentarse a unas elecciones y de ejercer como diputado socialista catalán, y ahora la ha llevado al extremo de aceptar el puesto de presidente del Senado.

Siendo socialista y no independentista, y llamándose Manuel Cruz, probablemente merecerá el calificativo de “salvaje” aplicado a los protervos españoles por el actual presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona; siendo socialista catalán y federalista, ya he visto que lo calificaban de “enemigo de España” en el otro palco o el otro tendido del hooliganismo patriótico. Nada como la buena educación y la templanza para despertar la ira simétrica de los inquisidores. Salvaje español o enemigo de España, Manuel Cruz es un filósofo que se ha comprometido siempre con la inmediatez de la vida diaria y de la política, y que no ha tenido miedo de ejercer una lucidez escéptica moviéndose por campos de minas tan intransitables como el de las leyendas sobre los pasados colectivos y los victimismos sustentadores de identidades agresivas. En su reseña del libro de Fukuyama se le nota la impaciencia hacia la sentimentalización de la política, hacia la primacía de lo quejumbroso y lo emocional. Escribe: “Tal vez no sea cuestión de enredarse en debatir cuáles son los auténticos anhelos que albergan los ciudadanos en el fondo de sus corazoncitos, sino de intentar elaborar políticas públicas eficaces contra la desigualdad y a favor del bienestar de la mayoría”.

Aunque uno no quiera, siempre se le escapa lo que lleva en el corazón. El profesor que redacta en la tranquilidad de su casa la crítica de un libro para un suplemento literario de pronto es el ciudadano que salta a la política porque quiere llevar a ella la contundencia de los problemas reales frente a las gaseosas fantasías de la identidad nacional, que no son más que lo que son, debajo de sus florituras medievales: envoltorios de crudos intereses de dominación y de clase, la fina línea de puntos que une el éxtasis de las banderas y las bolsas negras de basura reventando de billetes de 500 euros que los hijos del padre de la patria catalana llevan a los bancos de Andorra.

Yo escribo esto tranquilamente en mi casa, en mi cuarto, con mis libros y mi música, la tarde de un domingo en el que no he hecho más esfuerzo significativo que el de ir a votar y el de salir luego a media mañana a pasear por el Retiro. Es una vida que a Manuel Cruz sin duda le gusta también mucho. Dice en la entrevista que le hizo en Barcelona Blanca Cia: “Las clases, la escritura y la filosofía, a lo que me he dedicado toda la vida, era y es mi pasión”. No hacía falta que lo explicara: a ese hombre de gafas y barba gris, de expresión seria y plácida, se le nota mucho la propensión a los placeres demorados del conocimiento y del estudio, la pasión, dice él, con una vehemencia que no podrá entender quien no la comparta: la variedad inagotable de las aficiones, el puro deleite sensual de abrir un libro recién comprado, el hábito de caminar hacia un aula con la clase bien preparada y una cartera llena de libros y apuntes, con una culpable complacencia analógica en la letra impresa y el papel, que no excluye, por cierto, el aprovechamiento codicioso de las oportunidades digitales.

Yo escribo ahora en la tranquilidad de mi casa, con la conciencia tranquila por haber ejercido esta misma mañana mi deber aceptado y mi derecho cívico, la modesta obligación de votar. Pero Manuel Cruz, al que sin la menor duda le gustan tanto como a mí todas estas cosas, llevará un fin de semana de sobresaltos y angustias a causa del escándalo, tan visceral como hipócrita, que ha provocado su entrevista de ayer. Él mismo lo dice: “El espectáculo quema y la gente se cansa. Cansa la rei­teración de la bronca, el insulto, aunque sea ingenioso, el zasca”. Manuel Cruz no tenía ninguna obligación de encontrarse en medio de esta bronca tóxica en la que ni siquiera hay ni rastro de ingenio. No tenía ninguna obligación de dejar sus clases y sus libros para meterse en política, y ninguna necesidad, y tampoco sacará ningún beneficio, aunque probablemente sí muchas angustias y muchas heridas. Eligió presentarse como candidato independiente por el Partido Socialista de Cataluña en la época más agria de contienda y delirio. Se propuso practicar el activismo de la racionalidad democrática y de la búsqueda de compromiso y concordia cuando más arreciaba el griterío de la sinrazón, cuando la habitual alianza entre los alucinados y los aprovechados parecía que estaba más cerca de provocar una irreparable fractura civil.

Si la sangre no llegó al río —por usar, no sin reparos, la terrible expresión española— fue porque hubo suerte, porque no murió nadie, porque la inercia combinada de la convivencia y de la ley es más fuerte de lo que parecían. También porque hay personas, en la Administración, en la política, con un temple como el de Manuel Cruz. Su mérito principal no me parece que sea el de intelectual, o el de profesor. Profesores meritorios, intelectuales de brillo insolente, han provocado grandes desastres. Lo que ha hecho Manuel Cruz, lo que hace ahora mismo, es predicar con el ejemplo. Votar puede ser una molestia menor, un día soleado de fiesta. Participar en una mesa electoral es una obligación muy exigente que ocupa agotadoramente un día entero. Presentarse a unas elecciones, ocupar un cargo público, es renunciar en gran medida a la vida privada y a las satisfacciones de una profesión, sin otra recompensa, a no ser que uno sea un corrupto, que la conciencia del cumplimiento de una responsabilidad democrática. No cuesta nada despreciar la política: sentarse al ordenador y escribir lo primero que se le pase a uno por la cabeza. La democracia solo despierta una apasionada lealtad en los que la han perdido. Si se quiere evitar esa desgracia, ese remordimiento, habrá que tomar ejemplo de personas como Manuel Cruz.

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