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EUROVISIÓN 2019
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Poco talento para tanto concurso de talentos

Manda lo visual sobre lo musical. Tras los frikis, en Eurovisión se han impuesto los 'reality'. Hay un molde que vale para todo, salvo algún destello de autenticidad

En la imagen, un momento de la actuación de Grecia en Eurovisión 2019. En vídeo, la actuación de Países Bajos.Vídeo: AP | EFE
Ricardo de Querol

No son menos en Eurovisión los jefes de coreografía que los intérpretes de canciones que, en su mayoría, no han escrito, ni siquiera elegido. Porque se prepara uno para la misión de este sábado escuchando en Spotify la lista de canciones finalistas y, si no es un eurofán, no encuentra nada que atrapar en la memoria. Pero viendo el festival se atan todos los cabos: la canción de Australia, país neoeuropeo, es la de las hadas zancudas; la islandesa, la de la sesión sado; la de Francia, la del orgullo LGTBI, sordo y obeso; el cantante de Azerbaiyán es el escaneado por robots; el ruso, el que se ducha entre espejos; lo de Dinamarca, una escena como de Mary Poppins; lo de España es la calle de 13 Rúe del Percebe, y así todo.

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Ah, qué tentación destrozar Eurovisión desde el púlpito, con la arrogancia del defensor de músicas más respetables. Esto es televisión, qué demonios. Y este festival es un rito arraigado en nuestras vidas, desde que estrenábamos tele en color y solo se votaba en familia hasta hoy, cuando toca mojarse en el móvil y reírse con los memes.

Un respeto: Eurovisión nos descubrió a Abba con Waterloo; ahí sonó el Volare de Domenico Modugno y el Eres tú de Mocedades; aquí ganó Céline Dion, fueron perdedores Olivia Newton-John, Raphael o Julio Iglesias. De años recientes, sin embargo, cuesta encontrar algo sustancial. Cuando llegó el televoto, y se relegó a los jurados, el primer impulso del pueblo soberano fue la gamberrada: el Chikilicuatre, el muñeco de la gallina, las máscaras de monstruos. Curada esa fiebre, que llevaba al suicidio colectivo, tomaron el control los concursos de talentos. Y eso nos ha llevado a la sobreactuación, al gorgorito innecesario, al arreglo excesivo, al populismo del vótame-por-favor. Con el problema añadido de que en Operación Triunfo los chicos se bregan con canciones de probado éxito, pero para el festival se les manda cualquier cosa, desde aquel tema terrible para la poderosa voz de Rosa hasta la charanga verbenera elegida esta vez para Miki. Los concursos de talentos, ay, no nos han traído más talento.

En eso estamos: en los fuegos de artificio, en un molde que sirve para baladas, canciones bailables o épicas. Asumido esto, el espectáculo es eficaz, y los israelíes condujeron bien la gala en su desmesurada extensión. Hay mucho que comentar en vivo o en digital. Se cumple otra vez el rito.

Alguna vez, como el eurofán no es tan previsible como lo que se le da, se ve un destello de autenticidad, que alguien ha puesto sus esfuerzos en componer una canción sencilla que sí diga algo. Así ganó el portugués Salvador Sobral hace dos años. No fue lo mismo, pero quizás enlace con esa corriente el triunfo de Holanda con un tipo sentado al piano (uno de los pocos instrumentos vistos sobre el escenario, eso es significativo) cantando con convicción un tema que siente suyo. En absoluto inolvidable, pero menos leve de lo habitual.

Al final, la actuación que se fijó en mi memoria fue la de Madonna, que ella sí tiene tanta extravagancia como talento. Pero, cielo santo, esta noche su voz no estuvo a la altura de su mito. He perdido la esperanza de encontrar otro Waterloo.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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