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Columna
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Dos partes

Hasta el quinto episodio, 'Instinto' busca la atención del espectador basándose en un erotismo desmedido y, probablemente, inverosímil

Ángel S. Harguindey

La serie Instinto es, probablemente, una de las mayores apuestas de Movistar + para esta temporada. Es también un ejemplo de los distintos conceptos de la narrativa audiovisual. Sin pretender tener la razón, faltaría más, se puede sugerir que de sus ocho capítulos sobran tres o cuatro. Dicho de otra manera, hasta el quinto episodio, Instinto busca la atención del espectador basándose en un erotismo desmedido y, probablemente, inverosímil.

Su protagonista, Mario Casas, lo explicó muy bien en su día: “Si la gente habla de mi pene, más repercusión tendrá la serie”. A partir del quinto capítulo, y con la colaboración de un excelente grupo de secundarios —Juan Diego Botto, Mariola Fuentes, una excelente Lola Dueñas, Alberto San Juan..., que se unen al sólido núcleo de los protagonistas, con un estupendo Óscar Casas—, la trama deja de lado la hipotética repercusión del pene de Mario Casas y se centra en los traumas familiares del brillante empresario.

Pocas veces los costes de producción han demostrado ser la pescadilla que se muerde la cola como en los primeros capítulos. El club privado al que acude el protagonista es tan lujoso y está tan repleto de cuerpos apolíneos que, imaginamos, tuvo unos costes elevados lo que a su vez exige una rentabilidad eficaz, es decir, alargar su tiempo en pantalla porque el tiempo es oro.

Naturalmente, citar el club privado del Kubrick de Eyes Wide Shut es una grosería por obvio.

La segunda parte de la serie, en la que el hedonismo es secundario, eleva notablemente su interés. Se trata de averiguar por qué alguien que lo tiene todo, que ha triunfado en la vida, es inexplicablemente infeliz.

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