Italia, fulgor y eclipse
Ser italianos era una manera de ser más sofisticados política y culturalmente, más flexibles, menos rústicos
Miro con los ojos muy abiertos por la ventanilla del coche que me lleva de Perugia hacia Roma, a través de los campos verdes y las colinas boscosas de la Umbría, en una mañana de principios de mayo en la que rachas breves de lluvia dejan el aire más limpio todavía cuando se abre el cielo y vuelve el sol. Hay borgos fortificados en lo alto de las colinas, torres de iglesias, contrafuertes de castillos. En medio de los verdes relucientes tras la lluvia hay manchas blancas de acacias florecidas y vendavales de vilanos que flotan sobre la carretera. Al fondo está el horizonte azulado de los Apeninos, desvaneciéndose en nubes oscuras y moradas que anuncian más lluvia. Cada nombre escrito en un indicador es una promesa o un recuerdo, o las dos cosas a la vez: Firenze, Siena, Viterbo, Orvieto.
En Viterbo estuve una sola vez hace ahora algo más de cuarenta años. Me acordaba del nombre de la Beatriz Viterbo de Borges y del jardín con monstruos esculpidos del duque Pier Francesco Orsini en aquella novela de Mujica Lainez que se leía mucho entonces, Bomarzo. La primera vez que vine a Italia y viajé por estos mismos paisajes tenía 22 años. Un conductor amable y cultivado que se llamaba Angelo Mambrini nos recogió en su coche a las afueras de Siena a mi amigo Nicolás y a mí, y nos debió de ver tan necesitados que nos llevó a su casa en un pueblo llamado Abbadia San Salvatore y nos ofreció una comida espléndida con el pan y el vino y los embutidos de esa tierra. El señor Mambrini y su mujer nos acogieron, con una hospitalidad de hacendados antiguos, en una gran cocina con bóvedas de ladrillo y una larga mesa de madera. Recuerdo una umbría de bosque y de niebla, una humedad de olores fértiles de vegetación, la casa en lo alto de una colina como las que tantos años después he visto sucederse desde la carretera. El señor Mambrini hablaba con mi amigo Nicolás en latín. Se asombraba de nuestra juventud, de nuestra pobreza, de nuestras ganas de aprender sobre Italia, de nuestro afán aventurero por recorrerla en autostop. Yo había pasado un curso entero en Granada estudiando el Quattrocento. Ir a Italia era ver con mis propios ojos incrédulos lo que había leído en los libros, ver dilatarse ante mí en toda su gloria tridimensional las imágenes de las reproducciones. Algunos de los historiadores del arte más admirables que conocía eran italianos. Nadie sabía más del arte romano ni lo explicaba mejor que Bianchi-Bandinelli. Cuando llegué a Roma vi que los bandos de la alcaldía pegados en algunas fachadas los firmaba nada menos que Giulio Carlo Argan, alcalde comunista de la ciudad y autor de una historia del arte moderno que acababa de traducirse entonces en España, y que uno leía y estudiaba con una admiración sin desfallecimiento.
Pero Italia era entonces mucho más que la Historia del Arte. De ella venía un fulgor que iluminaba por igual el cine, la literatura, la música, la política. Casi sin darnos cuenta aprendíamos italiano viendo aquellas películas subtituladas en las que adquiríamos al mismo tiempo una educación estética y política. El cine italiano del neorrealismo es una creación colectiva tan poderosa, y probablemente tan irrepetible, como la de la pintura y la arquitectura del Quattrocento, como el teatro isabelino o la música del clasicismo alemán. Ahora no hay ya películas que logren una presencia y un impacto como el que solían tener muchas de las que se estrenaban en los primeros años setenta, o las que vinieron de golpe, como un gran alud jubiloso, inmediatamente después del final de la dictadura. En Madrid, en una sala de atmósfera clandestina de la Filmoteca, yo había visto las primeras películas militantes de Bertolucci, Prima della revoluzione, La strategia del ragno. Después de la muerte de Franco llegaron todas las prohibidas hasta entonces, las más temerarias de Pasolini, las de Visconti, las de Francesco Rosi, las desatadas invenciones visuales del viejo Fellini, exageradas como frescos de bóvedas barrocas.
Umberto Eco no era todavía el autor de multimillonarios best sellers, sino de aquel ensayo sobre los mass media y la cultura de consumo, Apocalípticos e integrados, que se vuelve más actual cada año que pasa. En las lecturas de un aficionado exigente no faltaban nunca libros italianos: Calvino, Pavese, Natalia Ginzburg, Sciascia. Siempre estaban viniendo novedades estimulantes de Italia. Tenían un estremecimiento de belleza, de vitalidad, de irreverencia, también en el ámbito de la política. Igual que un historiador como Giulio Carlo Argan mostraba que se podía escribir sobre arte desde una perspectiva marxista sin dogmatismos simplificadores ni jerga, o que en el cine de Pasolini y en el mejor de Bertolucci el compromiso político no excluía la audacia estética, el Partido Comunista italiano parecía despojado de aquella sombría rigidez estaliniana que aquejaba todavía a los comunistas portugueses de Álvaro Cunhal y a los franceses de Georges Marchais. Con su elegancia personal, su elocuencia tranquila, su aire afable, Enrico Berlinguer representaba una izquierda limpia de ceños inquisitoriales, francamente comprometida con el pluralismo político y las libertades democráticas.
Queríamos ser italianos. Ser italianos, para aquellos españoles muy jóvenes que salíamos del aislamiento y la tosquedad de la dictadura, era una manera de ser más sofisticados política y culturalmente, más flexibles, menos rústicos, menos penitenciales en nuestras costumbres y en la ortodoxia de nuestras convicciones. Por supuesto que había mucho más, zonas de negrura en las que tendíamos a no fijarnos. El año de mi primer viaje feliz por Italia fue también el del asesinato de Aldo Moro, la turbia cima sanguinaria del terrorismo de las Brigadas Rojas.
Ahora, en 2019, en Perugia, pongo las noticias en la habitación del hotel y veo al vicepresidente Matteo Salvini negándose a conmemorar el aniversario de la Liberación de Italia y haciéndose fotos junto al primer ministro húngaro sobre un fondo de barreras de alambre espinoso y torres de vigilancia que es la escenografía espectral de otra Europa terrible. En un restaurante de gloriosa cocina popular hablo con un novelista y una profesora, los dos italianos y más jóvenes que yo, del fulgor de aquella Italia que casi pertenece más a mis recuerdos que a los suyos, y que parece haberse eclipsado, no de golpe sino poco a poco, quizás desde los tiempos de Berlusconi, o mucho antes, desde que el asesinato de Aldo Moro frustró aquel posible gran acuerdo nacional de renovación, el “compromiso histórico” en el que se esforzó tanto Enrico Berlinguer. Justo estos días las buenas noticias políticas les llegan a algunos italianos desde España.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.