Disfraces, máscaras y pelucas
Yo no decía las líneas de Marco Antonio en Julio César para aprender, sino para sentirme cerca del actor Marlon Brando
Teníamos 13 años y se acercaba la fiesta de fin de curso. En aquel tiempo, las escuelas de mi país no repetían coreografías de la televisión ni las maestras creían que los pasos de baile practicados en las discotecas eran un modelo a seguir por sus alumnas. A nosotras nos dieron a elegir entre poner en escena un poema de Rubén Darío o uno de Leopoldo Lugones. De Darío entendimos muy poco y de Lugones, casi nada. Pero lo que nos hizo elegir a Darío fue que el poema era un diálogo entre Francisco de Asís y un lobo. Tal situación dramática daba lugar a disfraces interesantes.
Tuve la suerte de que me eligieran para hacer de lobo y puse a dos de mis tías a coser febrilmente. La máscara la alquilaríamos, pero el cuerpo del lobo debía presentarse cubierto de un paño oscuro, casi negro, garras y una cola frondosa. Como deseaba ese disfraz lobuno, no caí en la cuenta de que el papel de Francisco era más interesante y que el relator que contaba la historia tenía mucha más letra. No presté atención a esto, porque lo que buscaba era disfrazarme.
Mi debut había sucedido seis años antes, cuando el mismo par de tías se vio obligado a coserme el traje con que la Cenicienta va al baile y conquista a su príncipe. Después, cada final de curso llevaba un disfraz diferente. Representé a una lavandera tuberculosa cuyos hijos explotaban hasta la muerte, donde me tocaba un monólogo ejemplar, que recitaba con lágrimas en los ojos y una pañoleta que me cubría la frente hasta las cejas. Representé (no se rían, por favor) a un soldado que regresaba tullido de la guerra y sucumbía a la astucia de una especie de Lazarillo de Tormes criollo y menos ingenioso. Canté, transfiriéndole fuerte contenido dramático, la historia de un hombre rico y su pariente poeta y mendigo, cuyas palabras aún recuerdo: “Caballero del ensueño tengo pluma por espada… Tengo un primo, él es rico poderoso y bien querido, yo soy pobre, soy enfermo, pienso, estudio y sé soñar. Y una noche de esas noches tan amargas que he sufrido, mis harapos con su esmoquin se rozaron al pasar”. La infancia siempre rinde su homenaje al sentimentalismo. Yo desentonaba, pero actuaba transida por la injusticia que separaba a los dos primos.
La lista de aquellos disfraces incluye no solo las representaciones escolares que nos obligaban a aprender textos de memoria. El carnaval ofrecía oportunidades menos exigentes en términos de aprendizaje. Billiken, la revista argentina que circulaba por toda América, de Buenos Aires a La Habana, traía unos avisos a toda página en las semanas anteriores a carnaval. Allí el imaginario se imponía con mayor independencia. Estaba por supuesto la llamada “dama antigua”, con moños de terciopelo negro, abanico y sombrilla; la novia húngara (ignoro por qué razón se había elegido esa nacionalidad), vestida con reminiscencias folclóricas centroeuropeas; la bailarina rusa, fácil de imaginar porque respondía a los figurines del Bolshói. Y, sobre todo, el disfraz que más me atraía: la hawaiana, con pollera de paja fina y diadema florida en la cabeza. Conservo una foto así vestida, blanco y negro, pero coloreada a mano, según la moda de la época.
De todas formas, el disfraz más sofisticado lo había copiado yo misma y solo lo usaba frente al escaso público familiar que podía reunir en la cocina de mi casa. A los 11 años escuché el monólogo de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare, no en una representación de la obra, sino en la película de Joseph Mankiewicz, en la que Marlon Brando actuaba como Marco Antonio. Enamorada de Brando, repetía solo algunas frases del monólogo, sobre todo aquella en la que Marco Antonio reitera irónicamente su confianza en Bruto:“But Brutus is a honorable man”. Mi atuendo era una sábana colocada en diagonal de un hombro a otro, precariamente sostenida en la espalda con alfileres. El personaje me atraía por el actor que lo representaba, y al pronunciar las palabras “pero Bruto es un hombre honorable” no entendía el sentido de la ironía. Naturalmente, el disfraz romano de Marco Antonio y la actuación imponente de Marlon Brando obnubilaban cualquier cosa que un adulto quisiera enseñarme. Yo no decía esas líneas para aprender, sino para sentirme cerca del actor que las había dicho.
Mi último disfraz, o el último que recuerdo, fue de japonesa, con kimono amarillo y faja negra. Su inédito atractivo era la peluca. De algún modo, intuí que la peluca era la culminación del disfraz, una máscara que cubría aquello que verdaderamente no podía imitarse con la materia prima que cosían mis tías. La peluca no modifica, sino que reemplaza algo de manera radical. Por eso, Luis XIV de Francia eligió una peluca descomunal y tacones. Roberto Rossellini filmó una secuencia memorable donde el cambio de vestidos del rey es el tema de una crucial escena en su ascenso al poder. Y ese es, precisamente, el título de la película: La toma del poder de Luis XIV. El rey inventa su disfraz para devenir realmente rey.
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