Al final de una historia
La serie documental más perturbadora que he visto en mucho tiempo es la que trata de la desaparición de Madeleine McCann
Las series de ficción estiran hasta el extremo complicaciones banales de argumento y pistas visiblemente falsas y repiten sin escrúpulo ni apariencia de fatiga los estereotipos más manoseados del género policial, del de asesinos en serie, del de narcotraficantes. Es en algunas series documentales en las que se encuentra ahora el doble estímulo de una narración bien contada y del descubrimiento fehaciente de lo real. Llega un momento en la vida en el que uno decide que ya no va a aguantar una vez más la escena del detective o el agente tan entregado a su investigación que ha descuidado su vida familiar y llama a las tantas de la noche, desde la habitación de un motel, a la esposa, ya muy resentida por su ausencia y fatigada de cuidar ella sola de los niños, que ahora mismo duermen, de modo que el padre sacrificado y heroico no puede hablar con ellos; o esa otra escena de los dos detectives o agentes del FBI, el uno veterano y algo cínico después de tanta experiencia, el otro en el comienzo ilusionado y torpe de su carrera, los dos acodados con dos cervezas en un bar sombrío, las corbatas flojas, una música country de fondo.
Para las largas duraciones narrativas, nada mejor que las novelas inmensas, fluyendo como ríos de caudalosa lentitud. En las ficciones visuales me seduce más la síntesis que la expansión: los capítulos breves de Seinfeld, cerrados sobre sí mismos en un juego admirable de variaciones menores que resaltan la flexibilidad y la pureza formal del modelo de partida; o bien las películas de hora y media o dos horas como máximo, capaces de abarcar tanto en un espacio mucho más limitado de lo que la imaginación advierte, de modo que cuando terminan, sobre todo si las hemos visto en una sala de cine, nos parece que han comprimido vidas enteras, concentrado en esos 90 o 100 minutos toda la congoja del paso de los años. Los arquetipos de los géneros son mucho más efectivos en esas duraciones limitadas: permiten el placer de la forma cerrada y de lo conocido sin el riesgo del tedio ni de la inverosimilitud. Está bien que un soneto no tenga más de 14 versos, y que una sonata clásica se atenga igual de rigurosamente a su forma y no dure más de media hora. El puro misterio de la intriga solo mantiene su plenitud poética si no se disgrega en centenares de páginas. Tenía razón Julio Cortázar al decir que la seducción de lo fantástico se puede lograr mucho mejor en un cuento que en toda una novela. Aparte de La vuelta de tuerca, que en realidad no estamos seguros del género al que pertenece, las mejores historias de fantasmas de Henry James duran poco más de 50 páginas.
Creo que a las personas adultas las únicas complicaciones narrativas que de verdad nos atraen son las de la realidad, igual que encontramos apasionante y novelesco el relato de la historia y no el de las novelas históricas. Molesta advertir que se simplifica lo complejo; pero quizá molesta más que se complique y se retuerza lo sencillo. Siempre me choca que para elogiar el relato de una historia real se diga que se lee como una novela. Para que me guste una novela, yo tengo que leerla como si estuviera contándome una historia real.
No conozco series de ficción comparables en su riqueza de personajes y situaciones y en su pura fuerza narrativa a The Keepers o a The Staircase. Pero quizá la serie documental más triste y más perturbadora que he visto en mucho tiempo es la que trata de la desaparición de la niña Madeleine McCann en 2007, y de la larga búsqueda en vano que ya dura 12 años. A diferencia de la ficción, la realidad no está sujeta a obligaciones argumentales. Un relato policial arranca siempre enunciando un misterio que parecerá indescifrable y que deberá ir resolviéndose paso a paso hasta un instante dramático de revelación. La novela de intriga es tan poderosa porque aúna la búsqueda del conocimiento y la de la justicia, la de la reparación y el castigo. La ficción inquieta al narrar una ruptura súbita y cruel del orden de las cosas, y luego ofrece la certeza más o menos completa de su restablecimiento. Es una fábula moral, y también, más hondamente, una exigencia cognitiva. Nos pasamos la vida encontrando misterios y queriendo desvelarlos, escuchando arranques de historias y esperando y deseando un final que esté a su altura. Es un esquema mental tan poderoso que puede prescindir de las palabras: respondemos instintivamente a un primer acorde, a la enunciación de una melodía: anticipamos su final antes de que llegue. Modelamos secuencias temporales cerradas igual que maquetas del mundo. Una forma cerrada es un instrumento de comprensión y también un simulacro, el espejismo consolador de que las cosas se nos presentan en una forma inteligible, de que el desorden y la confusión de la experiencia pueden ser corregidos por el intelecto.
Chris Smith, el director del documental sobre Madeleine, nos recuerda que la realidad no ofrece habitualmente ese tipo de consuelos. El misterio de la desaparición de una niña de tres años es más intolerable que el de un cadáver que aparece en la primera página de una novela o una serie policial. Podemos aceptarlo a condición de que al final se nos descubra su secreto. La injuria de no saber lo que pasó es tan grave como la de que no se haga justicia. Si hay un policía incompetente o desengañado o corrupto, habrá otro incorruptible y resuelto a cumplir con su deber; si hay crueldad, habrá también reparación y castigo, y una línea clara e infalible separará a los culpables de los inocentes.
Está bien leer novelas o ver películas clásicas para disfrutar de esas parábolas. Hay una realidad mucho más amarga que puede y deber ser contada y que no concede ninguno de los consuelos de la ficción, incluyendo el más valioso, el del punto final. En la historia de Madeleine, los policías embarullan e inventan más que investigar, y no hay solución para el misterio, ni consuelo para los inocentes y las víctimas, ni castigo para los calumniadores, ni menos aún para los sicarios del periodismo carroñero que se ceban en el dolor abismal de los demás como parásitos en una herida infectada. En las novelas no hay indicio que no conduzca a una revelación: en la triste realidad puede no llegarse a saber nada. Preferimos la ficción porque, por muy bien que juegue a asustarnos, nunca nos da tanto miedo.
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