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Amor en el supermercado

Con la excusa de presentar la autopsia de la ruptura de una pareja, Patricio Pron ofrece una soberbia radiografía de este tiempo en el que todo es desesperadamante perecedero

Patricio Pron, en enero tras la entrega del premio Alfaguara. 
Patricio Pron, en enero tras la entrega del premio Alfaguara. JAIME VILLANUEVA

Patricio Pron (Rosario, 1975) es premio Alfaguara de este año con Mañana tendremos otros nombres. Pron ha trabajado con distintos géneros, publicando tanto novelas como cuentos. Entre las primeras destacan El comienzo de la primavera (2008, premio Jaén de Novela) o No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), y entre los segundos, La vida interior de las plantas de interior (2013) o Lo que está y no se usa nos fulminará (2018).

El planteamiento de Mañana tendremos otros nombres nos habla de la ruptura de una pareja —Él y Ella, de los que nunca sabremos los nombres, como de ningún otro personaje de la novela— en el momento en que se produce. Asistimos a cómo el Pangea empieza a moverse, separarse, disolver lo cotidiano. Este es el nervio de la narración —el fin del principio— que siempre tenemos delante de los ojos, pero la apuesta ambiciosa de Pron es, como sostenía T. S. Eliot respecto de la función de la poesía, no explicar qué me pasa, sino qué pasa. Y así, alrededor de la pareja, afectados por las decisiones y titubeos de Él y Ella, vemos el mundo, una porción del mismo, líquido, indestructible, inasible como el mercurio de un viejo termómetro al romperse.

No hay antagonistas en la novela, a menos que sea nuestra testaruda imposibilidad de no aceptar cómo nos transforma la economía, la herencia familiar, el miedo o la tecnología. Sí hay personajes —alrededor de Él y Ella— de los que sabemos qué piensan y qué dicen qué hacen, dónde tratan de posicionar su sentimentalidad, su manera de estar, de querer y ser queridos. Pero son personajes cuya verosimilitud nace no de ser individuos, sino de representar a una tribu, a una idea de cómo nos engarzamos unos a otros, atenazados por la fragilidad, el entusiasmo, la quimera y el miedo. Si nuestro empleo es precario, si nuestro piso y nuestro anclaje social lo son, si la oferta convierte en bulímica la demanda y estamos en el supermercado como objetos desesperadamente perecederos, cada opción deviene en vector político, en una ideología que dura tres minutos o una temporada de serie televisiva. El ocio orbita alrededor de ese miedo a ser productos que nadie quiere, a que todos los estantes llenos de envases nuevos o viejos nos sepan a lo mismo, a nuestro propio solipsismo.

Pron exhibe un estilo limpio, moroso y cálido sobre un presente que su prosa dibuja casi como una fantasía futurista donde el dolor o alegría suenan con sordina porque nos movemos con probaturas de cómo ser feliz esta temporada. Mañana tendremos otros nombres parece escrito por una máquina sofisticada y emocional que fuera humana y no lo fuera. Algo fascinante que queda desmentido cuando, en rarísimas ocasiones, echas de menos algo de nervio argumental, y eso lo hace falible. Porque Pron, con la excusa de hacer una autopsia de la ruptura de una pareja, se marca una soberbia radiografía de nuestro tiempo, una generación, un lugar y un momento, en un entorno tan terrible como monstruosamente acogedor que te aplasta bajo toneladas de detritus, objetos comprados, plásticos, mudanzas, maternidades y aplicaciones de móvil. Nada se escapa al propósito del autor y por ello los logros de la novela como narración, como ensayo a través de personajes —nunca juzgados, siempre verosímiles, jamás estereotipados—, como documento de un “aquí está usted” merecen valorarse —por su dificultad— al alza porque él quería hacer eso y lo consigue y fascina.

Mañana tendremos otros nombres. Patricio Pron. Alfaguara, 2019. 280 páginas. 18,90 euros.

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