Regresando a Galdós
No es que estos ‘Episodios’ sean tan buenos como yo recordaba. Es que son mucho mejores que en el recuerdo
He salido de viaje llevando en la mochila uno de los volúmenes encuadernado en rojo de las obras completas de Galdós. Lo tengo hace tantos años que al volver a leerlo ha empezado a descuadernarse. Es uno de aquellos tomos en papel biblia y a dos columnas por página en los que la antigua editorial Aguilar almacenaba jubilosamente para lectores insaciables las grandes amplitudes de la literatura universal. Volver justo ahora a Galdós ha sido un quiebro más bien inesperado en la secuencia de mis lecturas, que de todos modos siempre tiende al zigzag. Pero los golpes de azar o las ocurrencias súbitas pueden ser tan fértiles para quien lee como para quien escribe. Yo andaba por otras latitudes lectoras, pero un compromiso de trabajo me hizo buscar algo en la segunda serie de los Episodios, y lo que en principio habría debido ser una consulta rápida se convirtió en una inmersión que ha sido y es también un regreso entusiasta. Puede que hayan pasado más de 30 años desde que leí los Episodios nacionales completos por última vez. El recuerdo era muy poderoso, y yo me hacía de vez en cuando el propósito de volver a ellos, quizás en una de esas rachas de indolencia lectora que uno considera lícito permitirse después de terminar un libro, dándose a la vez un premio y unas vacaciones, aunque las incertidumbres y las rarezas de este trabajo rara vez lo dejen a uno abandonarse a la holganza sin nada de remordimiento. Dicen que Pío Baroja se iba a Londres o a París cada vez que terminaba una novela, para descansar de ella y olvidarse de ella. Como el que se va a un crucero o a un resort del Caribe, aunque a un precio mucho más ventajoso, yo me he ido a veces a Don Quijote o a La montaña mágica o a En busca del tiempo perdido para recuperarme de la fatiga de un libro.
Ahora no tengo ese sosiego, pero me da lo mismo. Me asomé a este volumen de los Episodios como el que entra a una biblioteca para hacer una consulta y ya me he quedado en él. Pero como no puedo encerrarme y dedicarme a la lectura en esa posición aproximadamente horizontal que requiere para ser perfecta, voy con mi tomo y la mochila y lo saco en el tren y en la habitación del hotel. Basta que mis manos toquen el papel tan liviano y que mis ojos se acostumbren al formato y a la tipografía de las páginas para que el antiguo asombro regrese, no debilitado por el paso de los años ni por el escepticismo un poco desengañado con el que a veces se enfrenta uno a libros que le gustaron hace mucho tiempo. No es que estos Episodios sean tan buenos como yo recordaba. Es que son mucho mejores que en el recuerdo; y también que yo he ido aprendiendo más cosas desde la última vez que los leí, y ahora soy más capaz de apreciar su pura calidad narrativa, su prodigiosa capacidad de invención, la profundidad y la lucidez de la conciencia política de Galdós.
La primera serie tiene una frescura entre de novela picaresca y novela de aventuras. Su protagonista, Gabriel Araceli, empieza siendo una especie de Lazarillo de Tormes y a través de su heroísmo en la guerra de la Independencia va alzándose de la miseria y la condición servil del Antiguo Régimen a la ciudadanía de la España constitucional. Araceli podía estar destinado a la amargura cínica de Lázaro o del Buscón don Pablos: pero el vendaval de la libertad que ha empezado en las Cortes de Cádiz y en la sublevación popular contra los invasores ha hecho de él al mismo tiempo un hombre libre y un personaje de novela moderna. Ahora me doy más cuenta del valor que tiene en los Episodios la cercanía relativa en el tiempo de los hechos narrados. Cuando Galdós empezó a escribir la primera serie, hacia 1870, la guerra de la Independencia y el regreso de Fernando VII al poder aún no habían desaparecido de la memoria viva. Aún quedaban ancianos que recordaban. Y también muchas personas que habían escuchado de primera mano relatos de testigos. Cuando escribe, en la segunda serie, sobre la campaña de terror vengativo que desataron los absolutistas después del fin del trienio liberal, la distancia en el tiempo es más o menos la misma que nos separa a nosotros de los últimos años de la dictadura de Franco. El pasado está más cerca de la memoria que de la arqueología. La narración histórica alcanza a las raíces vivas del presente.
Ya es que no tengo ganas ni de lamentar el desprecio que varias generaciones seguidas de intelectuales y literatos españoles han dedicado a Galdós. Ellos se lo pierden. Ponen esa voz un poco engolada que es el legado acústico de un siglo de arrogancia y declaran: “A mí Galdós no me ha interesado nunca”. Repiten la cuchufleta rencorosa de Valle-Inclán, que tanto le debía, en todos los sentidos de la palabra: “Don Benito el garbancero”. Qué risa.
Yo leo esta segunda serie y los colores vivos de novela de aventuras y de estampa de patriotismo liberal adquieren la desolación de las Pinturas Negras de Goya. La esperanza de la Constitución de 1812 y la exaltación de la victoria contra los invasores se desbaratan en un encono de contienda civil. Lo que había parecido una sublevación libertadora contenía un fondo siniestro de guerra de religión. El constitucionalismo era algo peor que una disidencia política: puesto que el rey absoluto representaba la voluntad divina, resistirse a su poder era una herejía merecedora de la hoguera o la horca. Gabriel Araceli atraviesa los hechos históricos de la primera serie como un Jim Hawkins en La isla del tesoro. Salvador Monsalud, el protagonista huidizo de la segunda, es un hombre sin sosiego que en ninguna parte y en ninguna causa encuentra su lugar, y que parece congénitamente destinado al exilio.
Pero cuántas historias, cuántos personajes mayores y menores retratados con agudeza infalible, cuántos nombres, cuántos lugares, en una pululación cercana al mundo real, cuántos hilos de trama que se extienden como tallos de una enredadera y entrelazan con naturalidad los hechos históricos y las vidas privadas. Galdós, como quería Balzac, y con más eficacia todavía que Dickens, le hace la competencia al registro civil. Lo separa de ellos una conciencia del peso que la historia ejerce sobre el presente que yo solo he encontrado en el Tolstói de Guerra y paz.
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