Matar a lo ‘Call of Duty’
El asesino de Nueva Zelanda viola la estética de videojuego y cita a una de sus mayores estrellas, el youtuber Pew Die Pie, para convertir su matanza en un espectáculo subyugante para un público juvenil
La frontera entre lo real y lo ficticio se está diluyendo; pero hay que aferrarse a ella para delinearla con la máxima nitidez. Este viernes, hemos amanecido horrorizados por una masacre convertida en gran espectáculo en streaming, la matanza de al menos 49 personas perpetrada por cuatro individuos. Uno de ellos, durante más de 16 minutos, usó el modelo más popular entre el público juvenil, el que triunfa por plataformas como Youtube y sobre todo Twitch. El streaming de un gameplay, de una partida de videojuego comentada por el jugador. Solo que aquí el gameplay para él fue matar a 49 personas.
Nada es casual en la estética elegida. La GoPro que el tirador se encasqueta en la cabeza permite obtener esas imágenes que emulan a un videojuego bélico en primera persona, uno como Call of duty, Battlefield o Far cry. Esta estética es una estética de punto de vista y de márgenes. El yo queda diluido a unas manos y un arma. Al frenetismo de ese movimiento mientras se apunta, se abate y se recarga.
Para rematarla, el asaltante, relacionado con la extrema derecha, citó como inspiración y animó a seguir a PewDiePie, el youtuber más popular del mundo por el streaming comentado de videojuegos, que ya se ha mostrado horrorizado e indignado por estos fans que le han salido. Lo dice así de claro: "Recordad, chicos, suscribíos a PewDiePie". Cabe decir que este es el mismo youtuber que coqueteó con el humor al límite de contenido antisemita, humor que le costó perder su serie exclusiva para Youtube.
Tiene todo el sentido diabólico que estos deshechos humanos hayan decidido aproximar la visualización de su masacre al videojuego. Rema totalmente a favor de lo que buscan, que es el maquillar su horrendo acto con una estética del espectáculo, un chute de adrenalina, que se codifique en los mismos patrones estéticos de la audiencia que persiguen: muchachos y veinteañeros como ellos, cuya cultura audiovisual está tremendamente influida por el videojuego bélico y los combates.
Y aquí es donde hay que trazar la línea y llamarle a esto lo que es. Esto es una violación, en toda regla, del videojuego como medio. Es una apropiación de sus códigos para pervertirlos y diseminar mensajes de odio. Más allá de la evidencia científica, numerosísima, que ha confirmado la nula conexión entre violencia y videojuegos y violencia real, el acto de apropiación es nauseabundo porque se aprovecha de la propia percepción distorsionada que han perpetuado los medios e iguala el ocio de la muerte con la praxis de la muerte. Tracemos, pues, las fronteras bien definidas.
Hace poco, leía un artículo magnífico, Sobre Rape Day, de la ensayista Eva Cid en su Patreon (Anait, Revista Cactus) en el que decía lo siguiente a tenor del repugnante juego, que fue expulsado de la plataforma de venta Steam por proponer al jugador el violar a mujeres como mecánica durante un holocausto zombi; literalmente: "porque te lo mereces".
Cid decía lo siguiente, marcando las fronteras que deben marcarse: "Hay una distancia simbólica importante entre las mecánicas de agresión en los videojuegos y simular una violación. [...] El soldado vaciando un cargador sobre la cabeza de su enemigo o enemiga no es otra cosa que una pulsación mantenida, codificada como un asesinato en este caso, pero sin sus evocaciones. [...] Personalmente nunca, en treinta años que llevo jugando, he sentido que estuviera asesinando a alguien, de forma simulada, en un videojuego. No es eso lo que busco en un videojuego. No es eso lo que los videojuegos violentos me dan."
A mí tampoco. No hay ningún deseo, en una mente que no esté enferma (y si está enferma hay que atacar el problema por otras vías), de matar realmente cuando se mata en un videojuego. Es una metáfora de otra cosa, de la diversión infantil, que no debería ser solo infantil, de ensayar los límites de la condición humana en un espacio seguro de reflexión y praxis como es el juego.
El juego, como la literatura, es ensayo de vida. Pero las cosas que se ensayan en él no son la praxis; ni pretenden serlo. Solo ofrecen a nuestra mente y espíritu un lugar imaginario, sin consecuencias, para afianzar nuestras creencias éticas, espirituales o empáticas o simplemente para evadirnos en un goce que es fin en sí mismo.
El uso de los terroristas de Nueva Zelanda nos repugna a todos los jugadores porque, hablando en plata, llena de mierda nuestro patio de recreos. Una mierda que no es nuestra, que nunca lo ha sido y nunca lo será. En este patio de juegos las armas son iguales que los columpios. Aunque suenen como un arma real, disparan agua, confeti; y nadie sale dañado.
La industria del videojuego necesita defender, a raíz de estos hechos, dos cosas. Una, su repugnancia manifiesta y total a este uso de sus códigos por parte de unos terroristas. Dos, su derecho a representar esa violencia en los códigos de la ficción sin estar perpetuamente bajo sospecha de instigar plagas. James Bond no las instiga. El Mario que asesina a una tortuga de un salto o el soldado de Call of Duty que ejecuta a un enemigo, tampoco.
Es más, debe reivindicar que es el medio más potente para reflexionar sobre estos actos desde una dimensión filosófica. En el magnífico videojuego indie, Hotline Miami, que se centra en perpetrar grandes masacres como un tirador enfundado en una máscara de animales, cuando cada nivel termina la música se reduce a un zumbido y el jugador es obligado a caminar en silencio por el escenario de la masacre. Ahí se produce lo que Martin Scorsese definía hace poco en Variety como los oasis de reflexión que otorga el silencio. El jugador puede pensar, gracias a haber ejercido violencia imaginaria y enfrentarse a la observación pasiva del hecho, sobre la violencia en sí.
Pero mi temor es que la industria del videojuego vuelva a ser, como lo ha sido en tantas ocasiones, cobarde. Y opte por la estrategia del caparazón: esperar dentro, oyendo los truenos y relámpagos, hasta que la tormenta amaine.
Hace poco, me enfrenté como padre a las preguntas de mi hijo, cuando me ve jugar a un juego y de pronto hay una acción de violencia. Él grita a la pantalla y dice: "Mu mal, no se pega", y yo le reafirmo la conducta y digo con él "Mu mal, no se pega". ¿Por qué lo hago? Porque su mente de dos años y medio todavía tiene difusas las fronteras entre la metáfora y el hecho. Pero cuando esas fronteras estén más claras, me sentaré con él y le explicaré por qué pegar en la ficción no lo hace peor persona o lo predispone a la violencia. Porque pegar o matar en un espacio de ficción es catarsis y goce y diversión consciente de ser solo eso. Ni mil asesinos como los de este viernes podrán pervertir esa verdad.
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