Esperando ‘Juego de Tronos’ y ‘The Crown’. Y nada más
La edad de oro de las series ha sido larga y apasionante, pero sospecho que hace tiempo que está marchitando
Sospecho que su vocación no era la de visionarios, sino que existió una serie de gente a principios del nuevo siglo que tuvo muy claro que las series de televisión podían convertirse en una nueva forma de arte, en las que había que introducir y mimar los elementos que hicieron grande al cine. La gente dispondría en su casa, la que pudiera, a través de canales de pago o en los formatos de DVD y Blue-Ray, de películas afortunadamente interminables que podían llegar a durar seis o siete temporadas, con todo lo que puede ocurrir en tramas, situaciones y personajes que van a tener continuidad durante varios años, que llegarán a resultarte familiares.
Las personas que crearon este imperio eran conocidos como show-runners y sus competencias debían de ser proteicas, porque ejercían de todo. No solo se inventaban las series, escribían una parte de sus guiones, dirigían al menos un par de capítulos por temporada, sino que su trabajo también consistía en intuir, buscar y confirmar el talento ajeno, producir con conocimiento y alma, no permitir los atascos ni el desfallecimiento, tener enganchado a su selectivo público (y en ocasiones masivo) año tras año, mantener la fascinación que desprenden las mejores películas semana tras semana. Tal esfuerzo de la imaginación precisaba de equipos que funcionaran modélicamente, sin que fallara ningún elemento. Y lo consiguieron.
La edad de oro de las series ha sido larga y apasionante, pero sospecho que hace tiempo que está marchitando, que el antiguo esplendor se ha tornado en decadencia, aunque la máquina de crear series fuerce sus motores pariendo sin descanso, aunque los adictos, o presuntos, o que han descubierto que hablar extenuantemente de ellas puede ser un medio de ganarse la vida, intenten autoconvencerse y convencer al prójimo de que ese paraíso es inextinguible, que todas las semanas aparece una nueva maravilla. Por mi parte, que llevo un par de meses instalado (es un decir) en las plataformas de la televisión por Internet, puedo asegurar que estoy saturado de series mediocres, prescindibles después de un par de capítulos o malas a secas. Lo peor es que todavía no sé como encontrar los tesoros.
Y me pregunto: ¿qué está esperando en un futuro inmediato el espectador de paladar educado? Dos acontecimientos con causa. Uno es la octava y última temporada de Juego de tronos. Su futuro entierro ya provoca justificada nostalgia. Desaparecerá el ruido y la furia, la traición y la venganza, el morbo y la complejidad, la épica y la lírica, la violencia y el sexo. No le falta de nada. Cuánto anticipado miedo el de los receptores ante ese invencible dragón que se ha transformado en el más letal en el tenebroso ejército de Los Caminantes. Será complicado encontrar un final que esté a la altura de lo que nos han narrado, de ese espectáculo total en el que todo funcionaba modélicamente. Y espero que ante reto tan complicado no se les ocurra acabar como lo hizo David Chase en el indigno final de una obra maestra titulada Los Soprano, con un fundido en negro y la vida ahí sigue, el recurso imaginativo más lamentable.
El otro suceso será la tercera temporada de The Crown, tan lujosamente ambientada como bien hecha, algo apasionante en torno a algo que solo podías relacionar inicialmente con el desinterés y el aburrimiento. O sea, la vida de la familia real inglesa. Larga vida a ella a condición de que solo me la cuente The Crown.
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