El hombre que pintó los secretos del alma
Balthus llega al Museo Thyssen de Madrid con una pintura que escapa de etiquetas
Entre otras cuarenta y tantas obras de Balthus (1908-2001) ha llegado a la Fundación Thyssen Thérèse soñando. A finales de 2017, este lienzo pintado en vísperas de la Segunda Guerra Mundial fue causa de escándalo de algunos visitantes del Metropolitan y de una carta firmada por miles de neoyorquinos que denunciaba las sugestiones pedófilas implícitas en la escena: a base de cálidos contraluces, masas cuidadosamente equilibradas y sugestión de tiempo detenido —condiciones de toda la obra de Balthus—, Thérèse está sentada, con los ojos cerrados y las piernas abiertas y flexionadas, de manera que muestra a los espectadores las ingles y las blancas braguitas; y a sus pies lame un plato de leche un gatazo, símbolo erótico por excelencia, símbolo también de misterio y animal totémico del pintor, que tituló su espléndido autorretrato (también presente en la exposición) El rey de los gatos.
Muchos de los casi 50 óleos que acoge la exposición del Thyssen (organizada con la Fundación Beyeler de Basilea y comisariada por Raphaël Bouvier y Juan Ángel López-Manzanares) son magistrales: la quintaesencia del trabajo de un artesano —él detestaba la palabra “artista”— muy poco prolífico que después de trabajar durante años en un lienzo, se desprendía de él con dolor, considerándolo tan fallido como una oración inacabada. “Pintar es rezar”, gustaba de repetir aquel “católico exigente” que en la vejez dormía bajo un icono de Czestochowa.
Era hijo de pintores y autodidacta que no pasó por ninguna escuela aparte de los consejos de Bonnard, que era amigo de sus padres, y de los maestros del primer Renacimiento cuyos frescos copió aplicadamente en Italia. En la primera sala se despliegan varias de las famosos obras con que se dio a conocer en la galería Pierre de París en el año 1934. No está su “voluntariamente provocadora” La lección de guitarra. Pero sí otro óleo más complejo e igualmente emblemático, La calle: la teatral, geométricamente construida y enigmática reunión de varios transeúntes disímiles, con referencias, entre otras, a La historia de la Vera Cruz, de Piero della Francesca —aquí, en vez de cruz, hay un obrero acarreando un tablón—, y a Alicia en el País de las Maravillas, donde Alicia se resiste a un acosador. Por cierto que tal como se expuso la imagen era más explícita, pero el autor la retocó a petición del comprador, que antes de donarla al MOMA le pidió que cambiara la posición de la mano. Así la escena quedó más ambigua aún, y más pronunciada aún su invitación al ensueño.
Después de trabajar años en un lienzo, se desprendía de él con dolor, juzgándolo tan fallido como una oración inacabada
Está también la famosa La toilette de Cathy, escena de uno de sus dibujos para una edición de Cumbres borrascosas donde el artista —perdón: el artesano— se autorretrata como Heathcliff, reconcomido de deseo y frustración ante el desnudo de su primer amor en pose copiada de Cranach vistiéndose para salir con otro. En los años treinta, donde los surrealistas difundían por París su culto a Sade, a Freud y al poder liberador del sueño, Balthus decía que usaba la provocación erótica para “despertar” a una sociedad convencional y conformista. Más adelante, cuando se le mencionaba ese erotismo difuso y ambiguo, sostenía que nunca aspiró a otra cosa ni tuvo otra misión que pintar lo que era hermoso: “Los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores y, por supuesto, a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados de lo divino”. Se trataba de “acercarse al misterio de la infancia, a su languidez de límites imprecisos. Lo que yo quería pintar era el secreto del alma y la tensión oscura y a la vez luminosa de su capullo aún sin abrir del todo”.
Para aislarse del mundo moderno, que detestaba tanto como el arte abstracto, necesitaba un castillo “más que un obrero necesita el pan”; después de la guerra abundaban en Francia los caserones abandonados y ruinosos y pudo comprar Chassy, en el Morvan, donde vivió durante 15 años, con sucesivas muchachas.
James Lord da en Balthus (Elba) unas impresiones muy divertidas sobre los años de precariedad de aquella gran época de Balthus, donde realizó paisajes eternos como El valle de Yonne, también presente en la exposición. Que concluye, como la retrospectiva que le dedicó hace ya 20 años el Reina Sofía, con El gato en el espejo III: el gato, el espejo que devuelve la imagen y el misterio del mundo, y la chiquilla pubescente; o sea, sus temas de siempre, y el tiempo suspendido de siempre, pero tocados ya todos por la torpeza de la mano de la senectud.
Balthus. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Del 19 de febrero al 26 de mayo.
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