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Columna
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Relatos sagrados

Urge comprender por qué millones de creyentes han votado a individuos tan poco piadosos como Trump o Bolsonaro

Antonio Muñoz Molina
Un seguidor de Bolsonaro lee la Biblia en una misa evangélica.
Un seguidor de Bolsonaro lee la Biblia en una misa evangélica.Ian Cheibub (getty images)

En su testimonio del campo de exterminio, Más allá del crimen y del castigo, Jean Améry anota que en Auschwitz tenían más capacidad de sobrevivir los prisioneros fortalecidos por creencias inquebrantables, religiosas o políticas: testigos de Jehová, rabinos ultraortodoxos, militantes comunistas. Para él, que era un hombre incrédulo y racionalista, un intelectual laico, el horror del campo no tenía límites, y el sinsentido lo minaba casi tanto como el hambre o la crueldad. Para los creyentes en un dogma sin incertidumbres, en una visión completa y cerrada del mundo, el sufrimiento extremo encajaba de un modo u otro en un devenir providencial establecido por Dios o por la necesidad histórica. Al solitario la persecución lo anula sin dificultad; al creyente le fortalece en su fe y lo une más todavía a la comunidad de los otros fieles, al grupo escogido de los mártires y los héroes. El perseguido es también el elegido. En último extremo su sacrificio encontrará recompensa en la vida eterna, o en su equivalente marxista, el paraíso comunista al final de la historia. A Jean Améry ni su talento literario ni su sofisticación intelectual le sirvieron de mucho. Judío sin fe, superviviente sin orgullo, se suicidó en 1978. En un libro apasionante de erudición histórica y fuerza imaginativa, La creación de lo sagrado, dice Walter Burkert: “La dominación opresiva es más fácil de soportar si el opresor a su vez es oprimido por un dios… Una respuesta última, aunque no empírica, a la dolorida pregunta ‘¿por qué?’ puede hacer tolerable la aflicción”.

Hasta hace no muchos años se suponía, al menos en Europa, que la religión era un fenómeno en declive, una de tantas reliquias de tiempos más oscuros que desaparecerían según avanzara la modernidad, igual que las enfermedades infecciosas, o que el analfabetismo. Pero más allá de unos pocos países occidentales en los que están vacías las iglesias, la fuerza y la influencia de las religiones se extienden a más velocidad que el cambio tecnológico, en muchos casos sacando ventaja de él; y, más desolador aún, el descreimiento religioso, allí donde sí se produce, no va acompañado por un avance de la racionalidad, sino por sustitutivos pseudorreligiosos que pueden ser más insensatos y más irracionales todavía, incluso, si se presenta, no menos sanguinarios. Hay quien deja de creer en Dios pero cree en Nostradamus o en esos horóscopos que por algún motivo intrigante publican en España todas las revistas femeninas, pero no las masculinas; y quien está dispuesto a dar la vida por su fe, o por su patria, o por su equipo de fútbol, puede decidir que también está dispuesto a dar de paso las vidas de otros.

Quien está dispuesto a dar la vida por su fe, o por su patria, o por su equipo de fútbol, puede decidir que también está dispuesto a dar de paso las vidas de otros.

La indagación en el origen y en la pervivencia de las religiones es un campo de conocimiento apasionante: también es de una gran urgencia práctica. Nos importa mucho comprender por qué hay hombres jóvenes impacientes por volarse con un cinturón de explosivos en un vagón de metro, y por qué millones de creyentes evangélicos han unido sus votos para elegir a individuos en apariencia tan poco cercanos a la piedad y la sencillez de los Evangelios como Jair Bolsonaro o Donald Trump.

Pero no hay bromas con la religión, y no sirven de nada para comprenderla. Como explica Walter Burkert, uno de los rasgos fundamentales de las religiones es que siempre son, de manera literal, mortalmente serias. Otro aún más revelador es su universalidad. La religión es uno de los universales humanos que han existido y existen en cualquier sociedad y en cualquier época, igual que el lenguaje, las historias, las artes, la música. De hecho, las religiones están relacionadas con cada uno de esos rasgos universales. Es el lenguaje el que permite invocar la presencia de hechos o seres invisibles. Son algunas de las historias fundamentales que se repiten en cada cultura las que forman los mitos y las historias de los dioses y los seres sobrenaturales. Es el arte el que da forma visible a criaturas sagradas que no existen: la primera representación que conocemos de un ser imaginario es una figura humana de marfil con cabeza de león de hace 40.000 años hallada en una cueva de Alemania. Y la música y la danza forman parte de todos los rituales religiosos que se han catalogado en el mundo.

Algo que no es central a la naturaleza humana no se repite en todas partes. Puede pensarse que por comparación con el alimento o el abrigo, las artes, los cuentos y los rituales son distracciones o adornos superfluos: pero si sociedades de pura supervivencia se han permitido el lujo de sostener a personas especializadas en esas tareas, y si tantas de ellas resuenan entre sí a través de las épocas y de las distancias geográficas, algún tipo de determinación puede estar actuando, un impulso evolutivo que en una especie cerebralmente tan compleja como la humana es inseparable de la inventiva y la transmisión cultural. Las religiones, los rituales, las historias, dice Burkert, sirven a un propósito cognitivo: “Frente a la acumulación siempre creciente de datos que se infiltran en la experiencia personal, es necesario simplificar el mundo común”. Una ecuación, un axioma geométrico, una fórmula simplifican de manera inteligible y práctica la multiplicidad de los fenómenos naturales. Un cuento o un mito cumplen una tarea equivalente. Dice Walter Burkert, con precisión luminosa: “El cuento es la forma a través de la cual una experiencia compleja se vuelve comunicable”.

El conocimiento vasto y riguroso tiene entre nosotros muy poco prestigio. Se supone que todo lo que hay que saber está en la Red, a la ya célebre distancia de un clic, y que cualquiera que explore en profundidad algo que no tenga interés inmediato es un pelmazo. Walter Burkert, que murió en 2015, era un erudito y también un sabio: hay que saber mucho para explorar historias, leyendas, mitos, lo mismo de Mesopotamia que de la Grecia arcaica o Roma, el mundo bíblico, el del cristianismo, rituales africanos, cuentos de hadas contados por campesinos rusos. Los cuentos de viajes en busca de tesoros son tan universales, y tan variados, como los rituales de purificación y sacrificio, y como los misteriosos juegos de correspondencia entre el dar y el recibir. El terror de un homínido inerme a ser cazado por un depredador nocturno aflora cada noche en nuestros sueños de angustia y persecución. Las historias más persuasivas no son las más verídicas, sino las que conceden mayor seguridad y consuelo: “La religión ofrece orientación dentro de un cosmos con significado para quienes se sienten desvalidos frente a la complejidad infinita”. Como Burkert advierte, el precio de esos consuelos, de esos significados, puede ser pavoroso.

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