Análisis de ‘Pokémon let’s go’ Pikachu y Eevee
El juego ofrece un delicioso retorno a los orígenes de la saga llegando allí donde los originales jamás hubieran podido
Ulises tuvo su Argos. Pero, realmente, merecía su Pikachu. No porque tenga nada en contra del can que meneó la cola y lo reconoció antes que nadie en su pretendidamente anónimo regreso a Ítaca. Sino porque la alegría que da compartir las horas con este ente de ficción (cuesta pensar que no está vivo) seguramente hubiera sido efectivo placebo para los muchos sinsabores de su Odisea. Pikachu, epítome del universo Pokémon que habita, es la alegría. Creo que es la palabra que mejor resume a Pokémon en sí: alegría. Aventura, también. Desafío, también. Pero alegría más que ninguna otra.
Información útil
Título: Pokemon Let's go Pikachu & Eevee
Compañía: The Pokémon Company
Director: Junichi Masuda
Fecha de lanzamiento: 16/11/2018
Género: Rol
Precio: 54,90 €
Pokémon Let’s Go. Pikachu y Pokémon Let’s Go. Eevee son dos cantos a la alegría. En una escala que hasta ahora la saga no había conocido, por meros límites tecnológicos. Restringidos, por voluntad propia, a las consolas portátiles, porque en la concepción de sus artífices el moverse —mucho antes de ese fenómeno inaudito y por cierto para nada caduco que fue y es Pokémon Go, en récord de ingresos a pesar de los dudosos titulares de su declive— y encontrarse con otros pokemaníacos debía ser siempre parte esencial de la experiencia. Por tanto, fuera de las portátiles, nada.
Claro, ahora ha llegado la Nintendo Switch, el conejo de la chistera más increíble que haya sacado jamás la compañía de Osaka, un híbrido sin fisuras entre la partida de salón y la que se juega en metros, aeropuertos, coches, calles, parques, bosques y andenes. Por tanto, The Pokémon Company ya no podía decir que no. Con la fusión inédita de las dos grandes líneas de negocio de Nintendo —la portátil y la sobremesa— en un solo artilugio, Pokémon debía llegar a la Switch tarde o temprano. Ha llegado temprano. Y ha llegado como un impresionante ejercicio de nostalgia.
Decía en mi reseña de Shadow of the Colossus, al que sigo viendo como claro candidato al podio de lo mejor del año, que hay ejercicios de restauración, especialmente en el videojuego, que debería entenderse como arte. Porque son esfuerzos creadores; porque logran, como me han dicho no pocos entrevistados de títulos de esta guisa, alcanzar los colores del recuerdo, limar las asperezas del tiempo e incluso llegar allí donde los creadores originales jamás pudieron por esa correa tecnológica que siempre ha limitado el vuelo del videojuego. Correa, y es algo maravilloso constatarlo, que cada vez es más laxa y larga.
Pokémon let’s go está a la altura de lo logrado por BluePoint con la obra maestra de Fumito Ueda. Todo lo que de maravilloso tenían esos títulos originales, lanzados hace veinte años (¡veinte años!), se preserva intacto. Pero además hay una serie de cambios de profundas consecuencias para que su goce se acreciente. El primero, el obvio, es el lavado de cara. El mundo Pokémon jamás ha lucido tan bello en la saga principal. Sí, hemos tenido juegos de lucha que han paliado esa distancia que existía entre el anime y lo jugado. Pero no hemos podido disfrutar de estas enormes aventuras en nada que se aproximara a la sencilla belleza con la que disfrutamos aquí.
Kanto, por primera vez, es un lugar tan protagonista como las criaturas que alberga. Cada edificio, cada pradera, cada piélago y cada bosque resplandecen. Justo eso, resplandecen. Son la personificación de esa alegría de la que les hablaba, los colores de la alegría. Observar este mundo animado en movimiento, simplemente con los fines del observador y no del pokemaníaco, es un placer en sí mismo. Si se posee, además, unos cascos de altura, las maravillosas partituras logran que el hechizo cobre su auténtica magnitud. Kanto es como Oz o Wonderland, un mundo reconocible, pero a la vez maravilloso. Un mundo en el que uno se siente instantáneamente a gusto, cómodo, como en casa.
Evidentemente, los Pokémon han recibido el mismo cariño en su representación y sus animaciones de combate son más vibrantes y espectaculares que nunca. Pero resulta mucho más crucial un segundo aspecto, tal vez la diferencia esencial entre este título y sus lejanos mellizos, y esto es la presencia física de los Pokémon en el mundo. Los juegos, hemos hablado de ello hace poco, usan constantemente elipsis para ahorrar su recurso más caro: las animaciones. Cortes de plano, fundidos o la sustitución de una acción por unas cifras e iconos en un inventario son habituales. Uno de los tropos más comunes en los juegos de rol es que los combates contra quien se tercie saltan cuando se camina por una zona peligrosa. Pero no se ve al enemigo. Simplemente, se camina y este camino se ve súbitamente interrumpido.
Tal parón siempre ha significado una incomodidad latente para el jugador. ¿Por qué? Porque se le arrebata la elección; y en videojuegos, la clave es elegir, cómo se expresa la elección para llevar al goce. Si el ánimo de un jugador es el de explorar, este sistema frustra a trompicones y de manera constante su deseo. Sí, siempre hay atajos, como objetos que menguan o reducen completamente los combates por un lapso de tiempo, pero son parches para un problema de fondo. Un problema cuya solución siempre exige de un gasto nada desdeñable de producción.
En Pokémon let’s go se ha llevado ese gasto hasta sus últimas consecuencias. Los Pokémon están siempre presentes en pantalla. Correteando entre la hierba, flotando plácidamente en las alturas o aterrando al jugador con su súbita aparición en una umbría caverna. Su presencia permite tanto identificar lo que se quiere cazar de antemano, como evitar, si tal es el deseo, en todo punto la caza. Pero permite también sentir esa conexión, que siempre ha sido esencial, entre el entorno y los Pokémon. Percibir el flujo de coherencia legendario que arma este universo a un solo golpe de vista.
Hay otro cambio que considero esencial en el flujo de empatía del jugador hacia el juego. Pokémon siempre ha tenido, y siempre tendrá, su talón de Aquiles, el mismo oxímoron que acompaña a los fascinados por la caza que suelen ser también, lo sé por experiencia, unos enamorados de la naturaleza a la que agreden. El gameplay loop de pokémon —la actividad interactiva central de la experiencia de juego— parte de una agresión: la de privar de su libertad a un animal salvaje. Se lanza, literalmente, una jaula esférica (la pokéball) y se secuestra a la criatura en cuestión; se la arrebata de la vida que había llevado hasta ese instante. Es la misma agresión que nos llevó a domesticar animales y a tener, en consecuencia, relaciones inolvidables, de vínculo a veces superior al que logramos con otros congéneres, con nuestras mascotas.
Antes, en los originales, cazar a un pokémon exigía una doble agresión. Primero, se combatía con él, físicamente; se le aplicaba violencia hasta debilitarlo y luego se le lanza la jaula-pokéball. Ahora, por influencia directa de su partenaire para móviles, el que le presta su apellido Go, esa agresión se ve reducida (salvo escasísimos casos) a lanzar la jaula sin más. Si queremos, incluso previamente ofreciendo alimento a la criatura para tranquilizarla. La sensación derivada, aunque sigue siendo ambigua, desde luego no genera la misma contradicción y rechazo con el espíritu ecologista, diverso y animalista que expresa en general el juego.
Hay otros cambios menores aquí y allá. Algunos prolongan la vida del juego ad eternum, como los entrenadores maestros a los que es posible enfrentarse tras triunfar en la liga. Otros están directamente pensados para esas decenas y decenas y decenas de millones de personas que han hecho de Pokémon go compañero inseparable de sus paseos; una nueva área en Ciudad Fucsia, que será espectacular cuando se encuentre completamente poblada, está dedicada a ellos. También se puede montar en ciertos Pokémon voluminoso para desplazarse por el mundo, siendo especialmente placentero el nadar y el volar. Pero creo que palidecen frente a los dos comentados; porque aquellos cambian profundamente la experiencia instante a instante en Kanto. La enriquecen enormemente. Empoderan, por usar un palabro de moda, su omnipresente alegría. Y me parece que deben mucho a su director, Junichi Masuda, el veteranísimo de la saga que se ha bajado al barro del desarrollo una vez más (era productor de los últimos títulos) para encabezar creativamente un proyecto que lleva sus huellas. Será su canto del cisne en tales labores, según se ha anunciado. Pero es un canto bellísimo.
Es muy difícil explicarle a un lego lo que fueron las primeras aventuras en Kanto; la emoción que nos recorre a los Ulises del hoy, que ya peinamos canas tras dos décadas de ese viaje iniciático, al saber que podemos volver a (casa) Kanto. Hay que haber vivido las conversaciones constantes en pupitres y patios de colegio, hablando de afinidades y debilidades, de Pokémons que jamás existieron pero que deberían existir, de lugares jamás explorados pero que por algún ignoto método seguramente estarían esperando al aventurero más aguerrido en Kanto, de los safaris, las aves legendarias y las piedras lunares. Para todos aquellos que sí lo hicieron, duerman tranquilos. Esta Kanto es la Ítaca que recuerdan. No la que existió; la que recuerdan. Y espera, con los brazos abiertos, a que vivan otra vez su incomparable odisea.
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