‘Arde Madrid’, sexo en gama de grises
La serie de Paco León y Anna R. Costa no es exactamente una comedia, su tono agridulce o a veces directamente agrio, como la época, lo impide
En la primera secuencia de Arde Madrid, la falangista Ana Mari adoctrina sobre el matrimonio a una clase de la Sección Femenina. No sacar de quicio a los hombres, eso aprendían en los sesenta las disciplinadas jóvenes españolas. Coja, reprimida y franquista, Ana Mari, interpretada por la actriz Inma Cuesta, es fichada por los servicios secretos nacionales para entrar en el servicio doméstico de una actriz americana que, instalada en Madrid, tiene mosca al régimen por su vida y su círculo de amistades. No hace falta añadir, después de la apabullante y eficiente campaña promocional de Arde Madrid, que la actriz es Ava Gardner y que el telón de fondo de la serie, estrenada ayer completa en Movistar +, es el plomizo Madrid de aquella época.
Ava había aterrizado en España en 1955 atraída por el clima, la gente y la música. Eligió un país donde, según sus memorias, podía vivir “sin hacer nada, durmiendo... y bailando flamenco toda la noche”. En su tercera vivienda en la ciudad, situada en la calle de Doctor Arce, tuvo de vecino a Juan Domingo Perón, exiliado en España. La animadversión del general por la actriz forma parte de la leyenda que rodeó la vida de Ava en España. A principios los años noventa, en un reportaje para este periódico, el veterano portero de la finca rehusó con enfado hablar de aquellos años apelando a un misterio que en el fondo sigue sin resolverse. “No quiero hablar sobre ella ni sobre lo que ocurrió en esta casa. Mis recuerdos son para mí y para ella. Hay que respetar a los difuntos”, dijo.
Pero Arde Madrid no es una serie sobre Ava Gardner, y empieza donde acaba cualquier secreto: en la ficción. En este caso, sobre el despertar sexual de unas mujeres pacatas enfrentadas a un extraterrestre: una mujer, sola, divorciada, atea y, para colmo de males, actriz. Creada por Anna R. Costa y Paco León (director de los ocho episodios y en la piel del chófer de la estrella), la serie —que a ratos parece destinada a completar el mapa de hábitos sexuales que León inició con su éxito cinematográfico Kiki, el amor se hace— recrea la vida de un país al que se le negó el derecho al deseo y que, pese a todo, encontró sus vías de escape y alegría. Su mejor baza, el punto de vista elegido: el de los criados de una mujer que solo cree en la brújula del placer. Inma Cuesta y Anna Castillo llevan delantal y cofia, pero reinan en Arde Madrid porque suya es esta historia de dos pobres mujeres aprendiendo las reglas del juego de una rica apátrida.
Rodada en blanco y negro y con una estética que a veces evoca las fotos de Catalá Roca de la Gran Vía y otras la gama de grises de los edificios de Kindel, la serie eleva su tono de comedia en las breves apariciones de Carmen Machi (genial en la piel de ríspida falangista); en algunas secuencias del sufrido matrimonio Perón; gracias al torbellino hormonal que calca con su talento Anna Castillo o en ese capítulo final donde El guateque de Peter Sellers se mira en el espejo de la fiesta eterna de Enrique Pantoja y Tomasito.
Pero Arde Madrid no es exactamente una comedia; su tono agridulce o a veces directamente agrio, como la época, lo impiden. Inma Cuesta es la encargada de cargar y resolver ese nudo de amargura. La peor parte se la lleva el retrato de Ava, que a veces roza la caricatura. Interpretada por la actriz estadounidense Debi Mazar, en su descargo hay que decir que la intérprete tiene que lidiar con una empresa imposible. Sí, Ava bebía, y mucho, y ya no era una jovencita, pero ni en su versión más ordinaria fue vulgar. Por eso, lo mejor de aquella mujer respira en los otros personajes, como en ese plano de la diva durmiendo abrazada a una tierna e insomne Pilar (Anna Castillo) en una madrugada en la que la voz de Rosalía entona La zambra del Campamento de Manolo Caracol y que, como tantas, ella prefirió no pasar sola.
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