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La pasión fría

Amelia Valcárcel asume el desafío que supone escribir un libro de ensayos sobre el bien y el mal, sobre las pasiones, que lo queramos o no siguen dirigiendo el destino del mundo

Juan Arnau
Fragmento de 'El bien y el mal', de Victor Orsel.
Fragmento de 'El bien y el mal', de Victor Orsel.

Que en pleno siglo XXI aparezca un libro sobre las pasiones, asunto medular de la filosofía (entretenida demasiado tiempo con la crítica, la queja existencialista y el análisis lingüístico), no deja de ser una buena noticia para aquellos que, en un mundo dominado por la técnica, luchan por revitalizar las humanidades. Los siete ensayos que Amelia Valcárcel reúne en este volumen muestran toda una serie de motivos lo suficientemente atractivos como para que valga la pena revisitarlos, desde los antiguos pirrónicos o los cínicos de la secta del perro, hasta arquetipos modernos como el hipócrita de Molière, el Diderot descreído, Lolita o el mejor Nietzsche. La filósofa encara pasiones como la envidia, motor del descontento social, con solvencia y sin tapujos, pero también la verdad y la mentira, la obscenidad, la violencia o la picaresca. Entre medias, algunas penetrantes intuiciones, como un breve análisis de las fortalezas y flaquezas del pope del pensamiento ético, Jürgen Habermas, del que hemos aprendido que la moral es una teoría común, que vamos haciendo entre todos y que nadie puede reclamar para sí solo. Aunque sepamos que esa construcción colectiva no ha sido el resultado de un diálogo o de algún tipo de argumentación, sino que procede de mitos y textos sagrados.

Desde que Richard Rorty desmontara la idea de la verdad como correspondencia nos hemos ido aproximando al mundo de las versiones. Mientras tanto, la vieja querella entre el poder de la palabra y la palabra de poder, entre el poeta y el Estado, ha tomado derroteros impredecibles (sobredimensionados por interminables réplicas, zascas o likes). Ya no sirve explicar el éxito de la ciencia diciendo que “se ajusta al mundo” o el éxito de una filosofía diciendo que “capta la verdad la naturaleza humana”, pues hablar de correspondencia es suponer una naturaleza intrínseca en las cosas que sabemos que no tienen. Ante semejante encrucijada, Valcárcel asume el desafío que supone escribir un libro sobre el bien y el mal, sobre las pasiones, que, lo queramos o no, siguen dirigiendo el destino del mundo (mucho más que los algoritmos, la economía o la alta política, que siempre vienen después), como hicieron en tiempos Hume o Spinoza. Y utilizo la palabra “desafío” porque, al deshacernos de la naturaleza intrínseca, nos está prohibido (y Valcárcel lo sabe) abogar por una naturaleza extrínseca, como si la verdad estuviera ahí fuera, esperando que la descubriéramos. Pese a estos antecedentes, la naturaleza de la verdad no es un tema infructuoso, ni exento de actualidad (ahora que prolifera la posverdad) y nada mejor para abordarlo que el Nietzsche analítico, que se atrevió a definirla como un “ejército móvil de metáforas”. La verdad es peligrosa si olvida esa condición. Ser veraz consiste a veces en mentir con uniforme o utilizar metáforas al uso, apelando al derecho jerárquico a la verdad que, de un modo muy hegeliano, ejercen las instituciones (cuya verdad niega la del sujeto).

Hay vicios que no existen fuera de lo social: el hipócrita necesita un auditorio. Los bellos malvados, los envidiosos y los envidiables, los que disfrazan la envidia de noble emulación, los capaces de neutralizarla mediante el amor fati, todos ellos se dan cita aquí. El liberalismo estimula la emulación pero da carta de ciudadanía a la envidia “sana”. A la vida política le ocurre a veces lo que al pensamiento, cuando irrumpe una nueva corriente lo hace con un nuevo vocabulario y nuevas metáforas, un léxico incipiente y prometedor para el cual el léxico anterior resulta un estorbo. De modo que dejan de existir criterios comunes entre el nuevo y el viejo vocabulario, que puedan validar uno y rechazar el otro por inconsistente. Cualquiera que haya seguido un debate parlamentario sabe que cada nueva escenificación de posiciones confirma la certeza de Emerson: “nadie convence a nadie de nada”. No se argumenta, se escenifica, y en esos simulacros de debate más vale “preparar un buen par de zascas para reforzar a la propia hinchada”, que un sólido argumento.

Desde Platón sabemos que las cosas viles no pueden ser objeto de contemplación, pero la moral y la ética moderna parecen exigirlo. El consejo de Spinoza, la “no resistencia directa al mal”, se encuentra ya más cerca de la antigüedad que de nosotros. Y sin embargo, el sefardí acuñó la mejor definición de razón que ha dado la historia de la filosofía. Bien mirado, la razón poco tiene que ver con la inferencia (un burro o un mono pueden hacerlas), y menos con el algoritmo y el cálculo (al alcance de un amasijo de silicio, cobre y circuitos integrados). La razón, como vieron los grandes humanistas, desde los estoicos a Hume, no es ni más ni menos que “la armonía de las pasiones” y este libro indaga en la pregunta ineludible que suscita esa definición: ¿es posible un estudio desapasionado de las pasiones?

Hay pasiones fervorosas como la fe y frías como el escepticismo. Pero en general la pasión es ardor. Los escépticos sostenían que los dioses probablemente no existen y que las cosas no tienen finalidad. Ante esa situación lo mejor era llevar una vida sin sobresaltos. Pero las pasiones frías suelen esconder sentimientos no tan fríos, como la autodefensa o el miedo al desengaño. Otro asunto sería abordar las jurisdicciones éticas, lo que libera y lo que ata (en lugar del bien y el mal), que sería la aproximación india. Pero aquí el objetivo es otro: “exponer los tesoros de la Dama envidia”, o de pasiones como la ira y la violencia, a fin de que, contemplándolos, “aprendamos algunas sencillas verdades sobre nosotros mismos”.

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Autor: Amelia Valcárcel.


Editorial: Saltadera (2018).


Formato: tapa blanda (208 páginas).


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