La estética del gesto
“No puedo creer que ustedes, pedazo de idiotas, compren esta porquería”, decía una pintada de Banksy subastada en Sotheby’s en 2014 dentro de un marco dorado
En 2014, Sotheby’s vendió una obra de Banksy. En ella, un rematador le bajaba el martillo a un dorado marco barroco que encerraba un esténcil con la siguiente leyenda: “No puedo creer que ustedes, pedazo de idiotas, compren esta porquería”. En efecto, los compradores sumisos redoblan la oferta para adquirir un arte conceptual, cuya calidad depende de una ocurrencia. Llegó, por fin, el último capítulo de las vanguardias que, con mayores riesgos y menos dinero, provocaban a su público. La advertencia del cuadro de Banksy tiene una gracia desenfadada o cínica, según quien la aprecie. Y todos felices, porque nadie corre riesgos.
En 1917, Duchamp, el revolucionario, inauguró la estética del concepto al presentar un mingitorio en una exposición que terminó rechazándolo. Aquel escándalo verdadero probó la radical novedad de la idea del ready made, objeto encontrado en el mundo exterior al arte y convertido en obra. A comienzos del siglo XX, un artista todavía estaba obligado a enfrentarse con las instituciones para difundir lo que entonces parecía una provocación. No es necesario agregar que la originalidad del gesto de Duchamp abrió un nuevo capítulo del arte y marcó el siglo XX hasta el pop de Andy Warhol, que expuso sus latas de sopa Campbell y sus cajas de jabón Brillo.
Banksy ha inventado, sin escándalo y sin prohibición, pero con mucha prensa, la estética del objeto destruido. Hoy, destruir una obra casi no escandaliza. El gesto sería inútil si no valiera millones de euros y, además, se convirtiera en tema mediático, disparador de comentarios, opiniones y notas como esta y decenas más. ¿Se imaginan lo que sucedería en los medios si Joseph Beuys volviera a este mundo y repitiera su acto de verdad arriesgado cuando se encerró con un chacal en una galería neoyorquina? Beuys había estado cerca de la muerte durante la segunda guerra y tenía una visión seria y melancólica sobre el peligro y su representación, como lo descubre de inmediato quien haya visto sus témpanos de sebo y sus superficies de paño rústico, que evocan los objetos con los que sobrevivió en las trincheras.
Hoy el mercado reacciona rápido ante la provocación. Duchamp y Warhol tuvieron que esperar
Por suerte, los artistas occidentales ya no viven estas experiencias extremas. Y también es afortunado que el mercado reaccione más rápidamente ante sus obras. El mingitorio de Duchamp debió esperar la celebridad; Warhol creó el escenario de la suya; Banksy la encuentra cada vez que se le ocurre una idea para subir la apuesta de su idea anterior. En eso de subir apuestas es de una inteligencia extraordinaria, porque entiende el clima de la época. Nadie está interesado en lo bello, un concepto caduco, sino en lo agradable o lo misterioso, que sea además muy fácil de ver: niñitas con globos, monos, siluetas urbanas, jinetes con capas, todo adecuadamente acompañado por la sorpresa. De este modo, Banksy se ha liberado del riesgo que lo amenazó en sus comienzos, cuando la policía podía ensañarse con sus intervenciones callejeras.
El carácter revulsivo de un cuadro de Francis Bacon ya no es suficiente. Las artes visuales tienen un público con poca paciencia, que no dispone de media hora para dedicarle a los dibujos preparatorios del Guernica en el Reina Sofía. Los coleccionistas reconocen, además, que no podrán adquirir esos bocetos geniales. Muchos artistas saben que la duración asignada a la experiencia es breve.
Banksy hizo picadillo una obra suya, una imagen “inocente” de niña que juega con globo rojo, después de que alguien la comprara en el remate de Sotheby’s. La veloz destrucción de la imagen aumentó, casi instantáneamente, el valor de las tiras de papel que quedaron como resultado del accionar de una máquina escondida en el marco. Después de atravesar unos minutos de estupor, la compradora quedó contenta. Vale un comentario en el Instagram de Banksy: “Bien hecho, señor. Usted se comportó como un verdadero hombre de negocios”. Quien lo lea puede elegir si se trata de una alabanza o de una crítica.
Nadie podrá destruir su propia obra sin reconocerle al grafitero la primacía de esa acción
Todo duró minutos, porque la performance de Banksy no podía ofrecer mucho más que el lapso de realización del acto. A diferencia de los grafitis callejeros, que luchan contra la amenaza de ser borrados, este Banksy llegó a la inmortalidad por el camino de la destrucción.
El caso muestra que la sociología del arte ha vencido a la estética. Las obras valen por su gesto frente al público. En las últimas décadas, otros dos artistas ingleses exploraron ese camino de provocación. En 2005, Simon Starling ganó el Premio Turner porque cruzó el desierto de Tabernas en Almería y, concluida esa travesía, expuso la motocicleta alimentada a hidrógeno con que la realizó; poco después, Starling desarmó una cabaña encontrada cerca del Rin y la convirtió en balsa; navegó hasta Basilea y la reconstruyó allí como cabaña. Este prodigio del reciclaje fue, por lo menos, esforzado. Damien Hirst exhibió en museos y galerías sus cabezas vacunas podridas de las que se alimentan gusanos; convirtió una sala del Tate londinense en colorida farmacia; recubrió una calavera con brillantes. En Sotheby’s vendió, en una sola noche, decenas de millones de libras. Con una sinceridad indiscutible, su obra puede observarse como un camino recorrido por el capitalismo estético. No presume de ser un artista secreto, como presume Banksy, probablemente porque confía más en lo que mostrará en su próxima obra.
Simon Starling, el de las cabañitas, puede defender su obra como un ejemplo de lo ecológicamente correcto. En Damien Hirst, todavía se descubre el gesto del artista, que tiene ideas originales y visualmente agresivas. Banksy nunca es visualmente agresivo, como si desde el comienzo, amenazado por la persecución policial a los grafiteros, quisiera ser amable.
Pero ha tenido la inteligencia de entender que el mercado del arte se ha vuelto conceptual en estado puro. El valor de la obra es producto de las circunstancias de su aparición. Los museos no permanecen ajenos a esta tendencia. Son los edificios estrella de la arquitectura contemporánea. Se publicitan los proyectos antes de construirse, antes de conocerse cuáles serán sus colecciones. El arte tiene que apoyarse en su puesta en escena para garantizar el número de concurrentes.
Los museos tienen que proporcionar recorridos inesperados y tal necesidad ha instalado el reino de los “curadores”, del que se salvan muy pocos. Los cuadros famosos van y vienen en exposiciones especiales donde se los aparea, a veces con gran desatino, con otros cuadros. En los museos, la actividad del curador es casi tan importante como la del artista exhibido. El escritor francés Édouard Levé escribió: “En un museo, la pista de una audioguía no comenta las obras, sino su modo de presentación; solo se cita las obras para ilustrar el proyecto museográfico”.
Banksy entendió esto perfectamente. Después de muchos años de grafiti callejero, comenzó él mismo a construir sus museos: un hotel, un parque de diversiones. En ambos casos, lo exhibido puede estar roto, ser monstruoso, decadente o copiado. La originalidad está en la idea y en la suma de elementos, no en cada una de las piezas. Si algún miembro del respetable público no lo aprecia debidamente, siempre habrá un guía dispuesto a explicarlo.
Para llegar a este estadio de perfección, Banksy primero recorrió el camino de artista callejero, cuya calidad es indiscutible. Inspirado en otros grafiteros, como el francés Blek le Rat, que comenzó en los años ochenta, aprendió de los modernos que no se copia, sino que se roba. Un esténcil suyo informa: “Los malos artistas imitan; los grandes, roban”. Hemos alcanzado la etapa en la que Banksy podría agregar: los grandes artistas se repiten. Su obra es una serie familiar, cada vez más sencilla. Pero esa serie necesita, de vez en cuando, la irrupción de un nuevo acontecimiento que sea suficientemente espectacular, aunque no ponga nada en peligro.
Cuando Banksy destruye a la nenita que remonta su globo, está destruyendo algo que es repetible. Sabe que, media hora después, podría presentar una copia de esa imagen. Y tal cosa se convertiría en otro acontecimiento porque estaríamos al acecho de lo nuevo que inexorablemente sucederá: ¿un frasco de tinta negra que rompa el vidrio?, ¿una niñita, vestida como la del cuadro que entre a Sotheby’s para reclamarlo? Sea lo que sea, siempre queda asegurado el aumento del precio.
Pese a estas repeticiones, algunos gestos las vuelven únicas. Fue Banksy quien completó su obra destruyéndola. En adelante, nadie podrá destruir la propia obra sin reconocerle a Banksy la primacía de ese gesto. Banksy se ha colocado más allá de la crítica, porque quien no se convenza de la performance en Sotheby’s es porque, seguramente, no entiende lo que hoy sucede con el arte, es decir, con lo que se expone en museos o se remata en salones especializados. Lo verdaderamente bueno de Banksy es que no entra en esa polémica que viene del pasado. Todo lo que haga se convertirá en fama y billetes, incluso la destrucción de alguna pared donde persista un grafiti suyo de la época heroica, y el derrumbe consiguiente de media fachada. Como experimento de conflicto entre propiedad privada inmobiliaria y derechos estéticos sería interesante.
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