Diez años bastan
En este decenio se ha producido la mayor intervención pública para salvar el capitalismo y la democracia tal y como los conocíamos
"El jueves [18 de septiembre], a las once de la mañana, la Reserva Federal (Fed) advirtió una enorme disminución de las cuentas del mercado monetario en EE UU: dinero por valor de 550.000 millones de dólares fue retirado en cuestión de una hora o dos. El Tesoro abrió su ventanilla para ayudar e inyectó unos 105.000 millones de dólares en el sistema, pero pronto se dio cuenta de que no podía detener la marea. Estábamos teniendo una afluencia masiva electrónica en los bancos. Ellos decidieron suspender la operación, cerrar las cuentas monetarias y anunciar garantías de 250.000 dólares por cuenta, de manera que no se produjese más pánico. Si no lo hubieran hecho, estimaban que a las dos de esa tarde habrían sido retirados 5,5 billones de dólares del sistema de mercado monetario de EE UU, y esto habría desplomado la economía mundial. Habría sido el fin de nuestro sistema económico y de nuestro sistema político, tal como lo conocemos”.
Estas palabras del demócrata Paul Kanjorski, que presidía el comité del mercado de capitales en el Congreso de EE UU, son muy útiles para recordar el ambiente apocalíptico que se vivía hace ahora una década, a raíz de la quiebra del gigantesco banco de inversión Lehman Brothers, después de que fracasasen todos los intentos de las autoridades americanas de vendérselo a alguien. Cuando el secretario del Tesoro Henry Paulson intentó endosárselo al británico Barclays Bank, su colega de Reino Unido le respondió: “No queremos importar vuestro cáncer”.
La lista de libros que en esta década han informado, analizado, comparado e incluso producido alternativas al funcionamiento del sistema capitalista —que estuvo en un tris de hacer realidad las profecías de Marx sobre su derrumbamiento— es casi infinita (Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro, de Paul Mason). Afortunadamente, uno de los últimos textos publicados compendia en buena parte a todos los demás y se erige en una referencia imprescindible para profundizar en estos tiempos: Crash. Cómo una década de crisis financiera ha cambiado el mundo, del profesor de la Universidad de Columbia Adam Tooze. Relata Tooze cómo al día siguiente de la caída de Lehman, paralizados los mercados financieros, planificándose las primeras inyecciones de centenares de miles de millones de dólares para salvar Wall Street; mientras el Gobierno republicano de Bush nacionalizaba AIG, una de las mayores aseguradoras del mundo (especializada en seguros de impago de créditos), al tiempo que la histeria se contagiaba irremediablemente en Manhattan Sur, unos metros más allá, en Nueva York, se abría el periodo correspondiente de sesiones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
No fue un accidente puntual, sino un cambio global: trajo el populismo, el autoritarismo y el Brexit
El primer orador en la ONU en aquella ocasión, Lula da Silva, denunció enérgicamente el caos especulativo que había provocado la caída de los bancos. El segundo interviniente, el presidente de EE UU George Bush, parecía sonado, desconectado de la realidad, y dedicó su alocución sobre todo al terrorismo; la crisis financiera tan solo ocupó dos párrafos al final, pese a que la zona cero de la misma apenas estaba unas calles más allá. Una semana después, el secretario del Tesoro pedía permiso al Congreso americano para instrumentar el primer paquete de ayudas al sistema financiero por valor de 700.000 millones de dólares, con el siguiente argumento: “Si no hacemos esto hoy, el lunes ya no habrá economía”.
Hay casi unanimidad en los analistas en que la Gran Recesión no fue un accidente puntual de la economía, sino un cambio global cuyas consecuencias se han multiplicado en el territorio de la política (crisis de representación, con la aparición de nuevas formaciones a derecha e izquierda, el resurgir del populismo y de los autoritarismos, la multiplicación de los movimientos de indignados) y de la geopolítica (las guerras comerciales, la salida de Reino Unido de la Unión Europea, la permanencia definitiva de China como superpotencia mundial, etcétera). Estas transformaciones consiguen que algunos estudiosos (Steve Keen, en La economía desenmascarada) denominen a la crisis “la Segunda Gran Depresión”. En la comparación entre ambos periodos recesivos se destaca que los problemas entre el año 2008 y la actualidad fueron menos profundos que los de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado (excepto para un país mártir como Grecia, como subraya en sus muy interesantes y polémicas memorias Yanis Varoufakis, Comportarse como adultos. Mi batalla contra el ‘establishment’ europeo), pero más extensos y, sobre todo, más complejos que aquellos.
Algunos textos (10 años de crisis. Hacia un control ciudadano de las finanzas, editado por ATTAC) defienden que la Gran Recesión todavía no ha acabado, aunque el mundo haya vuelto a una etapa de crecimiento económico y de reducción de las tasas de paro, sino que se ha producido una mutación silente de la misma y una metástasis de sus efectos negativos más estructurales como son la precarización de la vida y los mercados de trabajo (El precariado. Una nueva clase social, de Guy Standing, o Chavs. La demonización de la clase obrera, de Owen Jones) y la desigualdad, con la emergencia de una serie de estudios científicos que han situado esta característica central de la economía capitalista en el frontispicio de sus deficiencias (por ejemplo, El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, o Desigualdad mundial y Los que tienen y los que no tienen, de Branko Milanovic). La mixtura permanente y su retroalimentación entre la precariedad y la desigualdad ha sido desarrollada por Oliver Nachtwey (La sociedad del descenso), entre otros. Durante la Gran Recesión se ha expandido, como en pocos momentos de la historia contemporánea, una redistribución a la inversa de las rentas, la riqueza y el poder de los ciudadanos.
Una gran polémica ideológica permea estos años en el mundo de las ciencias sociales: la que divide a los economistas de agua dulce (los ortodoxos, neoclásicos, neoliberales, o como quiera denominárseles) y a los economistas de agua salada (keynesianos, progresistas, socialdemócratas…), que discuten las causas de que los primeros, dominantes en la academia y en la política, no fueron capaces de prever la llegada de la crisis y cómo tuvieron que abandonar sus opciones y recuperar las lecciones del keynesianismo con el fin de superar los más lacerantes desequilibrios (Pasado y presente. De la Gran Depresión del siglo XX a la Gran Recesión del siglo XXI, editado por Pablo Martín-Aceña). Durante la última década hubo de ampliarse irremediablemente el marco cognitivo neoliberal, hegemónico en la práctica política desde los años ochenta del siglo pasado, operando el sistema en muchos momentos como una suerte de capitalismo de Estado (Austeridad. Historia de una idea peligrosa, de Mark Blyth). Por primera vez se trataba de una crisis de la que no podía culpabilizarse a la periferia, sino que nació y se expandió desde el corazón del capitalismo (Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera, de Carmen Reinhard y Kenneth Rogoff). Durante las tres últimas décadas, la revolución conservadora había aleccionado al mundo bajo el principio teórico de que “el mercado lo solucionaría todo”. Pero Wall Street se hundía y algunos inversores se tiraban de cabeza al asfalto, por lo que se arrojó a la basura tal idea y se instrumentó la más formidable intervención con dinero público de la que se tiene memoria. El célebre “consenso de Washington” (disciplina fiscal y monetaria) no dejaba de ser una piadosa jaculatoria de los teóricos sin contacto con la realidad. El problema no era, como habían dicho, de Gobiernos grandes, de ogros filantrópicos, sino de Ejecutivos débiles, demediados. Sin los instrumentos regulatorios adecuados ante la magnitud de las dificultades.
La recesión fue mucho peor de lo que hubiera sido sin la intervención de los economistas ortodoxos
No todos los economistas fracasados han reconocido sus errores, o han hecho las reflexiones adecuadas sobre la soberbia contorsión ideológica que hubieron de practicar para salvar al sistema de su suicidio (pasar sin solución de continuidad de Hayek a Keynes). Mientras Alan Greenspan, presidente de la Fed —al que sus discípulos denominaban “el maestro”—, manifestaba permanecer en “un estado de conmoción”, porque “todo el edificio intelectual se había hundido”, su sucesor, Ben Bernanke, argumentaba que no había necesidad alguna de revisar la teoría económica como resultado de la crisis, inventándose una coartada retórica: distinguió entre “ciencia económica”, “ingeniería económica” y “gestión económica”… para continuar en el mismo sitio. “La reciente crisis financiera”, escribió, “ha tenido más que ver con un fallo en la ingeniería económica y en la gestión económica que en lo que yo he llamado ciencia económica (…); las deficiencias en materia de ciencia económica (…) fueron en su mayor parte menos relevantes de cara a la crisis; es más, aunque la mayor parte de los economistas no previeron el casi colapso del sistema financiero, el análisis económico ha demostrado ser —y lo seguirá demostrando— de una importancia crítica a la hora de entender la crisis, desarrollar políticas para contenerla y diseñar soluciones de más largo plazo para prevenir su recurrencia”.
Steve Keen, gran debelador de la ciencia económica tradicional —y de los estudios universitarios que la ponen en circulación—, plantea el argumento de que la economía neoclásica (y su secuela, la “austeridad expansiva”) ha contribuido a multiplicar la calamidad que intentaba prever. Si su único fallo hubiera sido no anunciar con tiempo la crisis financiera para que los ciudadanos pudiesen guarecerse de la misma, sus portavoces no se diferenciarían de los meteorólogos que no avisan de la llegada de un tsunami; serían responsables de no haber dado la alerta, pero no se les podría culpabilizar de la tormenta misma. La economía neoclásica tiene una responsabilidad directa en la tormenta, ya que convirtió lo que podría haber sido una crisis y una recesión “del montón” en una crisis mayor del capitalismo, junto a la Gran Depresión y las dos guerras mundiales. La Gran Recesión fue mucho peor de lo que hubiera sido sin la intervención de los ortodoxos.
Poco después de la quiebra de Lehman Brothers, los problemas llegaron a Europa…
Veinte libros para entender la gran recesión
Crash. Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo. Adam Tooze. Editorial Crítica, 2018.
La economía desenmascarada. Steve Keen. Capitán Swing, 2015.
El capital en el siglo XXI. Thomas Piketty. Fondo de Cultura Económica, 2014.
Austeridad. Historia de una idea peligrosa. Mark Blyth. Editorial Crítica, 2014.
Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera. Carmen Reinhard y Kenneth Rogoff. Fondo de Cultura Económica, 2011.
El precariado. Una nueva clase social. Guy Standing. Pasado y Presente, 2014.
Postcapitalismo. Hacia un nuevo mundo. Paul Mason. Paidós, 2015.
Chavs. La demonización de la clase obrera. Owen Jones. Capitán Swing, 2013.
10 años de crisis. Hacia un control ciudadano de las finanzas. ATTAC, 2018.
Occupy Wall Street. Manual de uso. Janet Byrne, director. RBA, 2013.
Comportarse como adultos. Yanis Varoufakis. Deusto, 2017.
Los que tienen y los que no tienen. Branko Milanovic. Alianza Editorial, 2012.
La economía del bien común. Jean Tirole. Taurus, 2017.
Por qué fracasan los países. Daron Acemoglu y James Robinson. Deusto, 2012.
Cómo hablar de dinero. John Lanchester. Anagrama, 2015.
Los límites del crecimiento: 30 años después. Donella Meadows, Jorgen Randers y Dennis Meadows. Galaxia Gutenberg, 2006.
El desmoronamiento. 30 años de declive americano. George Packer. Debate, 2015.
La gran brecha. Joseph Stiglitz. Taurus, 2015.
La paradoja de la globalización. Dani Rodrik. Antoni Bosch Editor, 2011.
La mentira os hará libres. Fernando Vallespín. Galaxia Gutenberg, 2012.