Plástico antes que celuloide
La retrospectiva de Gus Van Sant en Madrid muestra cómo la combinación de arte y cine da lugar a una producción audiovisual heterodoxa
De los cineastas influidos por las artes plásticas, Gus Van Sant es una anomalía. Instalado en el sistema, decidió abrazar la causa vanguardista y rodar de manera alternativa. Con aquella decisión, tomada en pleno éxito, regresaba a sus gustos adolescentes y a su vocación temprana. Estudiante de distintas disciplinas en una escuela de arte —cine, pintura o fotografía—, entre las obras que le marcaron suele mencionar a Andy Warhol y a otros pintores que también hacían cine.
Su primera película, Mala noche, mezclaba Cassavetes con Pasolini y destilaba tensión entre lo narrativo y un subtexto de homoerotismo más o menos evidente. Pero serán Drugstore Cowboy y Mi Idaho privado las que le darán prestigio, riqueza y cierto aura entre el público que buscaba un cine heterodoxo. Lo anómalo para los comienzos de la década de 1990 es que películas con influencias de las artes plásticas llegaran a las salas. Syberberg, Straub o Chris Marker apenas entraban en el circuito comercial internacional. Léos Carax, Tarkovski y Von Trier sí, aunque entonces se mantenían alejados de los museos, y el público cinéfilo identificaba cine y pintura a través de Peter Greenaway, con sus juegos barrocos y referencias pictóricas explícitas.
Gus Van Sant tenía un pie colocado en la narración habitual y el otro sobre cesuras específicas que interrumpían el flujo de la historia, lo que le proporcionaba una imagen de director diferente, aparte de una tendencia general a acrisolar referencias y citas, que le instalaba de manera decidida en el lado del arte. Aunque su lenguaje era consumido como rompedor a la vista de lo sucedido, después esas películas parecen ahora normalitas (lo cual no va en detrimento de ellas… Drusgtore Cowboy sigue siendo su mejor obra).
La diferencia entre aquellas y la Trilogía de la muerte, comenzada unos 10 años después, da pistas acerca del cambio general sufrido en poco tiempo en las relaciones entre el cine y las artes plásticas, pues la heterodoxia enunciada en las primeras —más decidida en Mi Idaho privado— queda muy mitigada en comparación con lo que propondrán Gerry, Last Days o Paranoid Park. ¿Qué sucedió en la última década del siglo pasado para que un director que trabajaba con estrellas y cuyas películas ganaban oscars se volcase hacia un tipo de cine en el que la improvisación y la ausencia de guion tenían tanta importancia, y en el que el sentido de la elipsis parecía no existir?
Pues que los cineastas y los artistas comenzaron a mirarse entre sí, unos en busca de aquello de lo que carecían y notaban que el otro podía aportarles. Sumidos los artistas en una crisis general de identidad, los más inquietos sentían que los materiales tradicionales ya no eran suficientes, que había otros medios técnicos más atractivos para reflejar el momento, y que el cine les ofrecía la posibilidad de conectarse con un público general que poco quería saber de arte contemporáneo.
Los artistas, pues, decidieron ser sociólogos, arquitectos o DJ, en busca de un papel constructivo en su conexión con la sociedad o de sangre nueva con la que revitalizarse. Ser cineastas les daba la posibilidad de describir el entorno a través de imágenes en movimiento y de carácter especular, si bien ese fue un deseo ni mucho menos concretado, dado que lo simbolista seguía muy arraigado. Matthew Barney comenzó en 1994 con su ciclo Cremaster y poco después Douglas Gordon, en 24 Hour Psycho, deconstruyó la película de Hitchcock. Que la atracción hacia la imagen en movimiento era imparable fue certificado por Spellbound, la exposición de 1996 en la Hayward londinense, que reunió al mencionado Gordon con Damien Hirst o el Steve McQueen previo a la fama.
Van Sant tiene un pie colocado en la narración habitual y el otro sobre cesuras que interrumpen el flujo de la historia
En esa muestra también asomaron cineastas como Ridley Scott, Terry Gilliam o Peter Greenaway, pero ni mucho menos eran quienes podían avalar el movimiento de los cineastas hacia las salas de exposición, o al menos ya no. En cambio, Pedro Costa, Sokurov o Roy Andersson eran nombres a tener en cuenta por los directores que pretendían realizar un cine artístico. Aunque para algunos de ellos la descripción de lo real no era lo fundamental, usaban ausencias de elipsis, que marcaron el futuro. El debilitamiento de lo narrativo, el predominio de la forma o del estilo, los planos prolongados y una tendencia hacia el simbolismo fueron elementos fundamentales para muchos de estos cineastas. Pero también la atracción que suponía exhibir en los museos, con el prestigio añadido de configurarse en autores con nombre y estilo reconocibles. En ocasiones, se notaba el truco en la búsqueda de aura y dinero fácil, como la instalación que realizó Chantal Akerman para la Documenta de 2002 a partir de su documental De l’autre côté.
Convertido en director que aunaba comercio y prestigio, y tras colaborar con Nicole Kidman o Sean Connery, Gus Van Sant sufrió su particular caída del caballo. Conoció o reconectó con el cine de Béla Tarr, de los hermanos Dardenne o de la misma Chantal Akerman, y se empapó con el movimiento Dogma, que en 1998 reclamaba la ausencia de florituras técnicas en beneficio de una simplicidad máxima. Antes de esa fecha él mismo se había propuesto como cineasta conceptual a partir de su versión de Psicosis, con planificación casi calcada del original. Y realizó su Trilogía de la muerte, que osciló entre el brillo de Elephant y la retórica de Gerry, propuestas de espíritu y formas amaneradas. Era normal porque desde Mala noche Gus Van Sant no había ocultado su permeabilidad a las influencias más variadas, que coloca sin jerarquías a lo largo de una misma película. Al fin y al cabo, Mi Idaho privado era Orson Welles más Pasolini, con los B-52s.
Porque si hay dos constantes en su cine personal, una de ellas es la referencia y apropiación de obras ajenas, una actitud que le alinea con artistas como Douglas Gordon, casi siempre circunscrito a versionar productos previos. Y si el ejemplo de Psicosis ya ha sido mencionado, también habrá que aludir al de Elephant, inspirada en otra película anterior de Alan Clarke. En gran medida, sus películas personales han acabado siendo collages estilísticos y espirituales, que revelan la tensión entre la narración y el subtexto. Por otro lado, nunca ha borrado sus referencias y su actitud de fan militante. Pero, persona generosa, al mismo tiempo no ha dudado en producir a otros como Larry Clark o Jonathan Caouette, que en parte le han dejado desnudo.
Aquella permeabilidad no resulta nada insólita en alguien que, como demuestra la exposición de La Casa Encendida, fue plástico antes que cineasta. O al menos con ambas aficiones desarrolladas en paralelo. Y que en su pintura se comporta de manera parecida a lo que hace en cine, al mezclar David Hockney con Andy Warhol o Alex Katz, y en fotografía William Eggleston con Bruce Weber. Y, sin embargo, más allá de las formas cambiantes, también en los cuadros hay algo que siempre subyace y pugna por salir, ese segundo elemento que recorre su obra: la atracción por la juventud, en concreto por aquella que trata de huir de la norma convencional, vista con una mirada romántica. Un espíritu beatnik que acaba aflorando con frecuencia y que le redime de formalismos.
Gus Van Sant. La Casa Encendida. Madrid. Hasta el 16 de septiembre.
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