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Columna
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La música perdida

La posteridad de John Coltrane es tan fértil como lo fue su vida. Lo que desapareció durante muchos años surge de pronto e irrumpe luminosamente en el tiempo

Antonio Muñoz Molina
John Coltrane en Copenhague en 1961.
John Coltrane en Copenhague en 1961. jazz archive / redferns

Parece que ni la muerte temprana puede interrumpir la obra en marcha de un artista. La posteridad de John Coltrane ya empieza a durar más que su vida, porque murió a los 40 años, en 1967, pero le dio tiempo a crear tanta música que siempre estamos descubriendo algo nuevo de él. Glenn Gould decía con malevolencia que Mozart no había muerto joven, sino viejo, porque a los 35 años ya no le quedaba nada más que decir. John Coltrane murió más prematuramente todavía porque en sus últimos años su música estaba desplegando posibilidades inauditas. Me recuerda a García Lorca, que fue asesinado justo cuando su poesía y su teatro se encontraban en un estado de tránsito hacia algo completamente nuevo, una originalidad en parte cuajada y en parte cargada de promesas que ya no llegarían a cumplirse. Lorca murió en 1936: la onda expansiva de lo que estaba escribiendo e imaginando se prolonga en un porvenir que él ya no pudo ver, pero que siguió marcado por la novedad de su influencia. Poeta en Nueva York y La casa de Bernarda Alba vieron la luz fuera de España y en los años cuarenta. El público seguía siendo perturbadora y nueva cuando se estrenó en Madrid en 1986.

John Coltrane murió joven, pero tuvo tiempo de alcanzar una plena madurez y un dilatado reconocimiento. Con 38 años, en 1965, grabó A Love Supreme, que es una afirmación simultánea de ruptura y de clasicismo, una de las obras más altas de la música sagrada del siglo XX. Podía haberse instalado en su maestría, que era la suya como intérprete y compositor y la de los músicos de su cuarteto, pero nada más alcanzarla ya se estaba alejando de ella, y en sus últimos años se dedicó a un riguroso despojamiento, a una ruptura incesante que para muchos de quienes lo admiraban tenía algo de calamidad y de trastorno. Rompió con lo que había hecho y con lo que le había asegurado el éxito, una libertad de improvisación firmemente anclada en el blues y en una riqueza melódica heredera de Duke Ellington y de los cantos de iglesia afroamericanos. Ese equilibrio entre la libertad y el rigor, entre la efusión del arrebato y el puro oficio infalible, lo habían sostenido los miembros fijos de su cuarteto durante los mejores años, el batería Elvin Jones, el pianista McCoy Tyner, el bajista ­Jimmy Garrison. Pero Coltrane también los fue dejando atrás, o ellos lo dejaban a él, incapaces de seguirlo en una búsqueda que lo llevaba hacia donde ellos creían que no podía llegarse, hacia lo que para muchos oídos era pura confusión, chirridos, desorden. Lo que había sido un cuarteto se convertía en una orquesta tumultuosa. La forma cerrada de una canción de tres minutos se descomponía en las duraciones de la música religiosa musulmana o hindú o de las celebraciones africanas. El sonido del saxo abandonaba no solo la tonalidad, sino la noción misma de las notas, convertidas a veces en algo parecido a gruñidos o a gritos. A veces Coltrane dejaba de tocar, ahíto o exhausto, y murmuraba una salmodia, o se golpeaba rítmicamente el pecho, poseído como un chamán, su caja torácica y su cuerpo entero convertidos en instrumento.

Me gusta escuchar esta música no como el preludio de algo, sino como una culminación en sí misma, dotada de esa libertad desenvuelta y sin énfasis que es propia de quien hace bien su trabajo y sabe disfrutarlo

No paraba de componer y de tocar en sus últimos años, de hacer giras agotadoras por todo el mundo, de prolongar una actuación hasta que ni los músicos ni él parecía que pudieran mantenerse en pie. Murió y siguieron apareciendo discos cada vez más radicales. Interstellar Space, tocado mano a mano con el batería Rashied Ali, se grabó sin ensayo ni partitura a lo largo de un solo día de febrero, en 1967. La compañía de discos tardó siete años en publicarlo. Pero en noviembre de 1966 se había grabado en directo un largo concierto prodigioso en Temple University, un trance colectivo de música y de misticismo en el que una sola canción, la inagotable ‘My Favourite Things’, duraba casi media hora: se publicó en 2014, al cabo de 48 años.

La posteridad de John Coltrane es tan fértil como lo fue su vida. Desde hace meses se venía sabiendo que había vuelto a aparecer una grabación perdida. Para los aficionados, el amor por la música se confundía con la fascinación de las leyendas, la fábula de la obra maestra oculta, del manuscrito extraviado. Hubo una sesión de estudio del cuarteto clásico el 6 de marzo de 1963, pero la cinta se daba por perdida. Coltrane le regaló una copia a Naima, su primera mujer. Lo que desapareció durante ­muchos años surge de pronto e irrumpe luminosamente en el tiempo. En su reseña fervorosa del disco recién publicado, Both Directions at Once, Yahvé M. de la Cavada dice que su descubrimiento equivale al de una novela inédita de Dostoievski. Sonny Rollins lo compara con el hallazgo de una nueva cámara secreta en la Gran Pirámide. Yo escucho el disco desde hace varios días y lo que siento sobre todo es el asombro y la gratitud de que un tesoro así haya llegado intacto a nosotros, a través de la lejanía de los años, con la inmediatez de lo que surge sobre la marcha en un estudio, en el encuentro de cuatro músicos que se conocen muy bien y están en la cima de sus facultades individuales y de la complicidad de cada uno con los otros. Wayne Shorter explica el título aludiendo a un consejo que Coltrane solía darle: arranca una pieza en torno a la mitad y a partir de ahí avanza al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante. Ese día, el 6 de marzo de 1963, John Coltrane está justo en la mitad de su madurez, cosechando todo el esfuerzo y el aprendizaje del pasado —el suyo personal y el de la tradición musical a la que pertenece— y tanteando ya lo que vendrá después y no se le ha revelado todavía, lo que ya lo empuja como una gran corriente sin que él sepa del todo hacia dónde. Como sabemos lo que vino después, corremos el peligro de creer que tenemos el don de la profecía. Pero a mí me gusta escuchar esta música no como el preludio de algo, sino como una culminación en sí misma, dotada de esa libertad desenvuelta y sin énfasis que es propia de quien hace bien su trabajo y sabe disfrutarlo. Esa misma noche, después de pasarse el día entero grabando en el estudio, los músicos se fueron a tocar en un club.

‘Both Directions at Once’. John Coltrane. Impulse!

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