Canción de amor a la música
Tras morir su esposa, el periodista Rob Sheffield escribe un bello canto a la música como refugio en el libro 'Vives en las cintas que me grabaste'
En una de esas noches cuando aúllan los vientos, Rob Sheffield tiene un rito: se llena la cafetera, se sienta en la silla junto a la ventana y escucha la primera cinta recopilatoria que le grabó Renée, su esposa y compañera de viajes, y que murió una tarde de sábado a causa de una embolia pulmonar mientras ella cosía y él preparaba unas tostadas con canela. En su libro Vives en las cintas que me grabaste (Blackie Books), Rob escribe que en ese momento, junto a la ventana con la noche cerrada y el café, deja que la música haga con él “lo que se le antoje”.
Suspira levemente, casi con un punto tragicómico, cuando al otro lado del teléfono el escritor reconoce que este no es su único rito para estar cerca de la mujer de su vida. Cuando escucha Radio City de Big Star, también sucede. Radio City era la cinta que sonaba en un bar de Charlottesville, en Virginia, cuando ambos tenían 23 años y se conocieron una noche que acabó entre copas de bourbon y discos. “Ella fue la única de todo ese bar que reaccionó a la música. Pensé: esa chica tiene algo. Fue como ver la primera estrella en una noche oscura. Me acerqué a hablar con ella y tuve la suerte de que me dio cuerda”, cuenta. A día de hoy, cuando escucha esa otra cinta, el pop-rock otoñal de Big Star también hace con él lo que se le antoja.
Como reza en su subtítulo, Vives en las cintas que me grabaste es un libro confesional de amor y pérdida, pero es sobre todo un bello canto a la música como refugio. “Creo en Dios, pero también creo en las canciones de una manera religiosa. Entiendo que a veces nos hablan de una forma más directa y necesaria, como si poseyesen un don, que no existe en otras abstracciones del cerebro humano”, explica Rob, al que por su cercanía es imposible llamarle Sheffield como mandan los cánones periodísticos.
La música unió a Rob y Renée. No sólo fue la música de Big Star sino también todas las cintas que se grabaron durante su romance, empezando por esa que el escritor se pone todavía dentro de su particular rito en su casa de Brooklyn y que comienza con Shoot the Singer de Pavement, la banda preferida de Renée. “Hacer circular la música es una necesidad humana fundamental y en el caso de Renée y mío fue algo más que todo eso: fue nuestro lenguaje”, señala. Tal y como escribe en su libro: “Yo era un marginado que pensaba seguir siempre así, que nunca había imaginado poder ser otra persona. Y de pronto me vi enredado en la vida ruidosa, jugosa, centelleante de aquella chica… Era la primera vez que me enamoraba. De repente tenía la sensación de formar parte del mundo”.
Un mundo que, como el de tantos, lo habitaban canciones y conciertos. En Vives en las cintas que me grabaste este redactor de Rolling Stone, que lleva la “absurda vida de un periodista musical”, relata con detalle una relación amorosa no muy diferente a la de cualquier otra pareja. Hasta la muerte de ella, es una relación sin épica ni grandes dramas. Simplemente con mucha cotidianidad, pero donde uno siente que le pasan “cosas raras en el interior”. “Cambios que determinarían las formas de las cosas en el futuro, una forma que no descubriría hasta más adelante. Irreversiblemente”, escribe en el libro. Es como aquello que decía Elliott Smith, un genio de las canciones nostálgicas que como Renée también murió muy joven -a los 34 años-: “Si no hay nada más que aquello que puedes ver, entonces el mundo se presenta muy pequeño”.
Leyendo Vives en las cintas que me grabaste, entiendes que la música, ese melancólico alimento para los que viven de amor como la definió Julio Cortázar, ensancha la vida. Canciones que se destacan en el libro, como algunas de R.E.M, Bob Dylan, Aretha Franklin, Morrisey, Billie Holiday, Martha and the Vandellas, Frank Sinatra, Sleater-Keany o Sweet, no sólo hacen compañía sino que muestran otros mundos posibles. Como cápsulas del tiempo que se pueden estirar hacia el infinito, las canciones tienen la fuerza de encerrarnos en ellas y descubrirnos horizontes y pasadizos existenciales. “Puedes esconderte, pero al final siempre hay una canción que termina encontrándote”, afirma Rob.
Son las canciones las que nos eligen, y no al contrario. Sucede más aún en las circunstancias más adversas, cuando uno siente que el mundo se derrumba o ese trozo de carne que nos mira desde el espejo está despojado de todo sentido. Entonces, siempre aparece una canción. Entonces, una canción te atraviesa, como si fuera ese “rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio” al que se refería Cortázar al hablar del amor, “esa palabra…”, en Rayuela. Y, cierto, no se elige, como “la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando sales de un concierto”.
“No es humano desprenderse del amor, ni siquiera cuando éste está muerto”, confiesa Rob. “He cambiado de muchas formas (soy una persona diferente, con una vida diferente), pero el pasado sigue conmigo a cada minuto”, añade. En el libro, Rob relata también su vida inmediata sin Renée -viendo mucha tele de madrugada a causa del insomnio y comiendo en Taco Bell- y cita una frase sacada de Experiencia, el ensayo que Ralph Waldo Emerson escribió tras la muerte de su hijo: “Me entristece que la pena no pueda enseñarme nada”.
¿Enseña algo Vives en las cintas que me grabaste? Sin ninguna moraleja, enseña el valor de la música, ese lugar real en nuestra imaginación donde sucede todo lo importante. Como canta Van Morrison en Astral Weeks, ese “hogar en lo alto”, tal vez en “otro mundo”, tal vez en “otro tiempo”, tal vez “demasiado lejos”, pero donde podemos encontrarnos, en “apacible silencio para renacer”.
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