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La posverdad de las mentiras

Varios ensayos de reciente publicación analizan cómo el poder construye el relato para justificar y mantener su hegemonía

Fotografía original de la que se hizo desaparecer a Nikolái Yezho (a la derecha de Stalin) tras ser fusilado en 1940. 
Fotografía original de la que se hizo desaparecer a Nikolái Yezho (a la derecha de Stalin) tras ser fusilado en 1940. afp / getty images

Hay acuerdo general: no es lo mismo la posverdad que la mentira. Lo primero es un intento de manipulación de la realidad y supone crédulos voluntarios; lo segundo, una afirmación que contradice los hechos y que busca engañados involuntarios. Hasta hace cuatro días mentir estaba mal visto. La Biblia incluía su prohibición entre los mandamientos y Kant anatemizaba de tal forma la mentira que ni siquiera la admitía para salvar la vida de un inocente. No obstante, se daba por hecho que había mentiras y que entre los grandes mentirosos destacaban los gobernantes. Quizás por eso Miguel Catalán sitúa casi al inicio de su séptimo volumen dedicado al estudio de la mentira (Mentira y poder político) una afirmación rotunda: “Los políticos mienten más que el resto”. Coincide la aparición de ese libro con la reedición de dos textos de Hannah Arendt (reunidos en Verdad y mentira en la política). El primero se abre con lo que llama un “lugar común”: “La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no sólo de los políticos y demagogos, sino también del hombre de Estado”. En la misma línea el periodista inglés Matthew d’Ancona afirma: “Mentir ha sido parte integral de la política desde que los humanos se organizaron en tribus”.

Jordi Ibáñez Fanés recuerda en el prólogo a un libro colectivo (En la era de la posverdad) que la reflexión sobre verdad y mentira no es nueva. En 1943, Alexandre Koyré exclamaba: “Nunca se mintió tanto como en nuestros días”. La diferencia, explica en ese mismo volumen Jaume Andreu, es que la mentira ha dejado de tener que disimularse porque se ha perdido la vergüenza que antes producía ser pillado en falsedad. En el mismo libro, Victoria Camps abunda en la idea: mentir ha dejado de ser reproblable.

Será que las masas imitan a sus dirigentes. Estos, explica Catalán, mienten por necesidad. Las mentiras de los poderosos buscan encubrir el impulso egoísta del mando y ocultar la violencia que está en el origen de las estructuras del poder. Con una definición de “poder” que no deja lugar a dudas: “La capacidad de causar daño impunemente”. Y resulta imprescindible presentar las mentiras como verdades absolutas. Los dirigentes que actúan en beneficio propio vestirán sus razones de una “retórica altruista” porque, cita Catalán a Maquiavelo, “la simulación de la verdad aprovecha; la misma virtud, estorba”. Uno de los puntos culminantes de la mentira al servicio de la dominación es el discurso nacionalista que exalta el “interés nacional”.

De la mano de Walter Benjamin y frente al contractualismo, defiende Catalán que detrás del origen del Estado está siempre la violencia y no un supuesto consentimiento racional. Una violencia doble que funda el Estado y lo mantiene. En este panorama, la función de la mentira es “legitimar lo conseguido por la fuerza” y elaborar un mito que justifique la dominación. El papel de la mentira política consiste en avalar el presente inventando un pasado que lo justifique y explique, y difundir ese mito a través del sistema educativo, nacional, por supuesto.

Esto exige una división del trabajo: los ociosos y los que trabajan. En tiempos de Séneca, un patricio sugirió que sería bueno diferenciar a los dirigentes de los dirigidos a través del vestido. El filósofo le objetó que eso tenía un inconveniente: que los explotados se dieran cuenta de que eran muchos más que los explotadores y actuaran en consecuencia.

La función de una parte de la clase ociosa consiste en sostener el sistema de explotación: son los guerreros y los magos. Es decir, los que imponen las normas hechas por la clase dirigente y elaboran su justificación teórica. En el lenguaje corriente a los magos se los llama hoy “intelectuales”, expresión que engloba a académicos y periodistas, muchos de los cuales muestran una constante coincidencia con el poder. Si lo que el marxismo llama los aparatos ideológicos de Estado (escuela y medios de comunicación) hace bien su trabajo convenciendo al personal de la “inutilidad del descontento”, es menos necesaria la actuación de los aparatos represivos (jueces, cárcel, policías). De ahí que el poder real mime a los nuevos clérigos con prebendas a cambio de la complicidad abierta o el silencio. Porque la cultura es un arma de doble filo: sirve para perpetuar la dominación, pero puede ser también instrumento de liberación.

Con agudeza se pregunta Jordi Gracia, en un texto incluido en En la era de la posverdad, si la virulencia de los nuevos clérigos contra la posverdad no derivará del hecho de que pone en cuestión su monopolio de la mentira. Los intelectuales estaban adscritos a las élites y habían respaldado y tolerado mensajes del poder de “veracidad dudosa, donde la intencionalidad era manifiesta, donde la media verdad prosperaba como verdad entera”.

Los partidarios del optimismo de la voluntad asignan a la cultura el papel de garante de la libertad y la igualdad, pero la cultura ha sido, con frecuencia, un instrumento de dominación. Después de todo, sostiene Catalán, la alta cultura es producto del ocio y del lujo porque el dominio del lenguaje corresponde, al menos en su origen, también a los poderosos. En la misma línea, Domingo Ródenas de Moya sentencia: la verdad es sospechosa de haber sido “configurada, promovida, manipulada y usufructuada por el poder”.

Pero si la mentira engaña, la posverdad exige complacencia. Joaquín Estefanía (La mentira os hará eficaces, en el volumen colectivo citado) señala la indiferencia de algunos economistas frente a los hechos y recupera la expresión de Robert Skidelsky, biógrafo de Keynes, quien calificó a los “economistas hegemónicos” como “mayordomos intelectuales de los poderosos”. No sólo los economistas, también los “periodistas son parte de la élite simbólica que accede al discurso dominante”, añade Jacqueline Fowks.

Quizás haya que volver a Arendt: “La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”, aunque conviene no perder de vista que “cuando el embustero no puede imponer su mentira dice que es su opinión” y con ello pretende “borrar la divisoria entre verdad de hecho y opinión”, lo que no deja de ser “una forma de mentira”.

Tanto D’Ancona como el que fuera directivo de la BBC y de The New York Times Mark Thompson y Victoria Camps vinculan la facilidad con que se ha impuesto la posverdad con el pensamiento débil defendido por no pocos filósofos, sobre todo europeos. “La hermenéutica de la sospecha, el pensamiento débil abrieron la puerta a la posverdad”, escribe Thompson, configurando un mundo en el que “tú eliges tu propia verdad como si fuera un bufet libre” (D’Ancona). Lo sorprendente es la facilidad con la que se abren paso estas falsedades. Porque hasta ahora, escribe Catalán, “para ocultar una realidad universal” había hecho falta “todo un mundo de mentiras”.

Mentira y poder político. Seudología VII. Miguel Catalán. Verbum, 2017. 338 páginas. 21,99 euros

En la era de la posverdad. Ensayos. Jordi Ibáñez Fanés (editor). Calambur, 2017. 198 páginas. 18 euros

Verdad y mentira en la política. Hannah Arendt. Traducción de Roberto Ramos Fontecoba. Página Indómita, 2017. 150 páginas. 17 euros

Post Truth. The new war on truth and how to fight back. Matthew d’Ancona. Ebury Press, 2017. 166 páginas. 8,03 euros

Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? Mark Thompson. Traducción de Gabriel Dols Gallardo Debate, 2017. 462 páginas. 23,90 euros

Mecanismos de la posverdad. Jacqueline Fowks.  Fondo de Cultura Económica, 2017. 152 páginas. 8,50 euros

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