Un Picasso en paquete-regalo
Lo malo de' Genius: Picasso' es que lo que rodaron no lleva incrustado el aroma cubista ni el fogonazo surreal. Antonio Banderas tensa la vena y se desvive por entrar en la piel del genio
A la pregunta del padre, inquisitorial, el hijo responde: “Dibujo lo que veo”. A la pregunta del profesor, ultraortodoxo, el alumno responde: “Pinto lo que veo”. A la pregunta del espectador, algo perplejo, el productor y el director parecen responder: “Ruedo lo que quiero”. Y es verdad que el equipo técnico y artístico de la serie Genius: Picasso (National Geographic) rodaron lo que quisieron, solo faltaba. Lo malo es que lo que rodaron no huele, no lleva incrustado el aroma cubista ni el fogonazo surreal, no hay rosas ni azules, tan solo un velo de colores pastel, esos que suelen teñir los productos televisivos perfecta y matemáticamente diseñados: alguna que otra sorpresita por aquí y por allá, alguna que otra anécdota más o menos abrupta salpicando la matemática del producto hecho para gustar. Que no parece que fuera precisamente el lema ni el objetivo existencial del aludido, a la sazón Picasso.
¿Lleva todo esto a hacer de Genius: Picasso una mala serie, o un mal arranque de serie? En absoluto. Solo que tanta exquisitez en la fotografía, tanto mimo en el encuadre –se diría que con vocación artística: tema peligroso-, y tanto esmero artesanal en el vestuario, en los decorados y, en fin, en todo ese atrezzo formal o conceptual que suele rodear al meollo de la cuestión en lo que a narración cinematográfica (o literaria, o teatral, o artística) se refiere, hace de ella un producto televisivo de empaquetado perfecto. Lo que no es necesariamente un piropo.
Antonio Banderas tensa la vena y se desvive por entrar en la piel del genio, que también es el paisano. Las mejores secuencias son esas en las que Picasso Banderas se queda pensativo en su estudio o en el salón de su casa, porque es entonces cuando el espectador da rienda suelta a su imaginación, escapa del paquete-regalo y piensa: “¿Qué demonios se le pasaría por la cabeza a un tipo así?”. Por ejemplo, cuando Dora Maar (Samantha Colley) le insiste en que tiene que pintar el Guernica y él prefiere aislarse del mundo y enclaustrarse en sus porqués.
Algunos momentos de la serie, eso sí, no se escapan de lo grotesco. Es el caso de las imágenes del bombardeo de Gernika por la Legión Cóndor, en las que ni el director Kenneth Biller ni el gran Ron Howard y sus compañeros de producción parecieron resistirse a caer en el videojuego más que en el documento histórico. También es directamente ridículo el cartelito que, como preámbulo al capítulo, avisa de que algunos desnudos que aparecen en las pinturas pueden herir la sensibilidad del espectador. Todavía los estamos esperando. De hecho, todavía estamos esperando a que –en un arranque de serie que transcurre en buena parte de su metraje en los burdeles de Barcelona y de París- aparezca un culo por algún lado. No por salidos ni por voyeurs, ni siquiera por machistas: ¡hubiera dado igual un culo femenino que masculino, pero por favor, un culo, aunque sea uno! En los supermercados hay botes de cremas. En los burdeles hay culos. Pero la serie pasa en National Geographic y National Geographic pertenece a Fox y Fox no es precisamente Sodoma y Gomorra.
Nos quedamos con la vena hinchada de Antonio Banderas y con el rostro traslúcido y desarmante de Clémence Poésy (Françoise Gilot en la serie). Nos quedamos con la relación entre Pablo Picasso y su amigo el pintor maldito Carlos Casagemas. Con las peleas entre Dora Maar y Marie Therèse Walter (Poppy Delevingne). Con las palabras certeras y sinceras de Pablo Picasso cuando, a la amonestación de su galerista, el judío Paul Rosenberg, acosado por los nazis –“¡Pablo, hay que huir, hay cosas más importantes que el arte!”, el artista responde:
- No, para mí no.
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