Agua que fluye
Toda invención es un fogonazo y un ir avanzando en una dirección aproximada y un dejarse llevar. Da igual lo que estés inventando: un dibujo, un poema o una frase en prosa
Cada mañana temprano, Saul Bellow hacía el mismo camino por el centro de París, entre la casa donde vivía con su familia y el pequeño estudio en Saint-Germain-des-Prés en el que se encerraba queriendo obstinadamente escribir un libro que en el fondo no le apetecía. Cada mañana, Bellow pasaba junto a los basureros que barrían las calles y limpiaban luego las aceras soltando chorros de agua a presión con mangueras. Iba con la desgana de quien cumple una obligación, como si acudiera a la oficina triste de su aburrimiento. Una mañana igual a todas se fijó más en algo que veía cada vez: en el brillo de la acera recién lavada por el agua a presión, en el reflejo liso y azul del cielo en los charcos, y sobre todo en el agua, en su fluir rápido, en los arroyos que formaba en el filo entre la acera y la calzada: un agua a ratos transparente y a ratos sucia, que lo arrastraba todo, que goteaba al sol con un brillo de mercurio.
En ese momento, Saul Bellow tuvo la revelación que lo liberó de aquel libro que le pesaba como un fardo y lo empujó hacia otro que iba a cambiar para siempre su literatura y su vida: imaginó de pronto, casi escuchó como un rumor, una escritura tan libre como aquel agua que limpiaba la calle y corría entre sus pies, un caudal vigoroso sin agotamiento ni esfuerzo; no tanto una escritura o un estilo como una forma de hablar, como una voz incesante: había encontrado en París, esa mañana de 1948, el material y el tono de su primera gran novela, Las aventuras de Augie March, que sería locuaz y desmedida como el monólogo de un conversador en una barbería de Chicago, que fluiría durante varios centenares de páginas como un caudal en el que se mezclaba el recuerdo de su niñez en un barrio obrero durante la Gran Depresión y la jovialidad inventiva de los grandes narradores desatados, Dickens, Balzac, Rabelais, Cervantes.
Las metáforas reveladoras son universales. El agua que fluye es uno de los símbolos centrales del taoísmo: el impulso que encuentra su camino, no en virtud de un rígido esfuerzo consciente, sino de una naturalidad variada y flexible que se adapta a cualquier incidencia, que aprovecha los regalos azarosos de lo que ya existe. El discurrir del agua equivale a la fluidez de los gestos corporales en los ejercicios de taichí, y al movimiento de la mano y del brazo del artista japonés que traza con la brocha empapada en tinta un garabato en apariencia casual que puede ser al mismo tiempo el contorno de una montaña o un verso de un poema.
La cultura occidental está hecha de estrictas divisiones binarias: lo espiritual y lo físico, lo premeditado y lo espontáneo, el trabajo y el juego. Pero el yoga, la meditación, el taichí, el tiro con arco son a la vez ejercicio físico y proceso espiritual, alerta y reposo, libertad máxima y disciplina impecable. El recorrido que Bellow hacía cada mañana en dirección a su estudio era solo un tránsito hacia la tarea de escribir, hacia el lugar preciso en el que estaba circunscrita. Pero la revelación le llegó por sorpresa y donde él no la buscaba, y una imagen trivial contemplada durante unos segundos le fue más útil para su trabajo que muchas horas de prestigiosa soledad delante de la máquina de escribir. Después vino el largo tesón sin el cual ni una novela ni un cuadro llegan a existir. Pero la disciplina de sentarse todos los días estaba ahora guiada por esa libertad intuida en un momento irrepetible, y la nueva tarea consistía en seguir preservando el limpio impulso del azar.
La cultura occidental está hecha de estrictas divisiones binarias: lo espiritual y lo físico, lo premeditado y lo espontáneo, el trabajo y el juego
Toda invención es un fogonazo y un fluir, un ir avanzando en una dirección aproximada y un dejarse llevar. Da igual lo que se esté inventando: las líneas de un dibujo o las de un poema o una frase en prosa, las de una música, los contornos de una forma que se modela en arcilla o en barro. El arquero apunta al centro de la diana y el poeta al último verso, y el narrador a la última escena y al punto final. La línea de palabras va surgiendo en el blanco virtual de un procesador de textos o en el papel de un cuaderno. El fluir guía la mano y al mismo tiempo se deja gobernar parcialmente por ella.
Los artistas plásticos han estado más abiertos a esa concepción del trabajo inventivo que los escritores. En los años cincuenta del siglo pasado, la mayor parte de la literatura que se escribía en España tenía una consistencia acartonada, un espesor autárquico: pero algunos pintores ya volaban con una libertad de invención que estaba alentada por el ejemplo del expresionismo abstracto americano, el informalismo francés y la influencia directa de la sabiduría budista, de la estética taoísta y zen. Fernando Zóbel había llegado de Manila con sus libros de arte oriental y los cuadernos de notas y de bocetos tomados en sus viajes por Japón y China. Lo que ocurre a continuación es un duradero trastorno sísmico que perdura hasta ahora mismo, un proceso de fertilización de las artes plásticas en España al que sin embargo no se había prestado la atención que merece. Lo hasta ahora no advertido se revela evidente cuando es desplegado con la necesaria claridad.
Las salas de la Fundación March se han transmutado en limpios espacios de arquitectura japonesa para mostrar las conexiones y las influencias entre el arte de China, de Japón e India y el que se hizo aquí desde que pioneros como Tàpies, Zóbel, Antonio Saura o Miró empezaron no a imitar las formas, sino a emular los procesos estéticos de aquella tradición: la mezcla de abandono total y máxima disciplina del trazo caligráfico, el valor del espacio en blanco y el vacío, la sobriedad extrema de los materiales, la profundidad y la amplitud del mundo cuando no están mirados a través de la perspectiva clásica europea. Y por encima de todo, la libertad y la norma del fluir de las cosas: los trazos en un óleo de Marta Cárdenas, las ramas desnudas en un dibujo a tinta de José Manuel Ballester, un brochazo ondulante y masivo de Tàpies, una caligrafía rigurosa y arbitraria de Gerardo Rueda. Es la misma búsqueda siempre, en un lienzo o en un rollo de papel japonés, en una página de cuaderno, en la cuadrícula de una acera de París por la que corre el agua de una manguera de riego.
‘El principio Asia. China, Japón e India y el arte contemporáneo en España (1957-2017)’. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 24 de junio.
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