La única verdad es la pasión
Jonas Kaufmann y Radvanovsky protagonizan una memorable versión de "Andrea Chénier"
Aplaudíamos, jaleábamos, por nosotros y por los ausentes. “Por mí y por mis compañeros”, decíamos en el escondite cuando éramos niños. Y así hacíamos anoche en una reacción hiperbólica. Resonaba el Liceu como si fuera diez veces más grande. Aplaudíamos por quienes echábamos de menos a nuestro lado. Por los melómanos que hubieran querido estar y no estuvieron. Por los amigos, por los amores. Y por los que no han nacido. Y por los que murieron, acaso confortados éstos últimos porque ellos sí se alojaron en el Liceu cuando Plácido Domingo cantó Andrea Chénier en 1973. O cuando lo hizo José Carreras en 1978, a la vera de Montserrat Caballé, sublimando la ópera de Umberto Giordano a un experiencia histórica.
Lástima que el adjetivo “histórico” haya perdido envergadura de tanto emplearse en vano y de tanto trivializarse su valor semántico. Y bien podría utilizarse en sentido ortodoxo para definir la función de anoche, 15 de marzo de 2018, que conste. El delirio contemporánea de la velada se añadía a los humores de una noche antigua. Sobre todo por el poder magnético que ejercieron Jonas Kaufmann y Sondra Radvanovsky a semejanza de los divos de otra época. Una ecuación infalible: el tremendismo verista de Giordano, la demagogia sentimental de su música, prendía en el carisma y las portentosas cualidades de los cantantes. Y se incendiaba la noche condescendiendo con un montaje a la antigua usanza dramatúrgica -el Chénier de David McVicar es costumbrista, literal, convencional- y sugestionándose con la proeza artística del tenor y la soprano, la soprano y el tenor, en el espejo de la mitomanía y del fetichismo. Se recibió, por ejemplo, la presencia de Kaufmann en la tarimacon suspiros inconfesables. Y se le reclamo a Radvanovsky el “bis” cuando expiró el aria de la “Mamma morta”, un ejercicio de implicación vocal y emocional -técnica, desgarro, sentimiento, afinación, fraseo- que condujo la función a la abstracción sublime.
Y no era ella el reclamo histérico de Chénier. Lo era Jonas Kaufmann. Porque nunca había cantado una ópera en el Liceu (ni casi en España). Porque había concedido solo tres funciones (la se anoche fue la última). Porque es la máxima estrella del escalafón operístico, más allá de patriarcado de Domingo. Y porque su afinidad al verismo garantizaba una noche de grandes combustiones. Lo demuestra la espectadora que tenía a mi lado. Una mujer sudafricana que había viajado desde su país hasta Barcelona con el único propósito de oír y ver a Kaufmann.
De hecho, impresionaba anoche en el Liceu la proliferación de espectadores extranjeros. Una platea cosmopolita que explica la devoción al tenorísimo germano. Kaufmann es un cantante que hace viajar y que amontona admiradoras y admiradores a las puertas del camerino. Y que suscita un impacto erótico, icónico, más allá de sus facultades estrictamente canoras.
Quizá ha perdido su voz esmalte, homogeneidad. La emisión se resiente de un cierto artificio. Le falta la naturalidad de antaño, queremos decir y decimos, pero el proceso de oscuridad, el color abaritonado, incorporan una hondura y una riqueza tímbrica indescriptibles. Y no contradicen ni la autoridad con que expone los agudos ni el refinamiento de su línea de canto, en sus matices, en sus pianísimos, en el esmero interpretativo, contemplativo, con que concibió la “plegaria” del último acto, rito preparatorio que predispuso el acabose del dúo final.
Se caía el teatro me parece que literalmente. Se removían los cimientos como si de debajo de la tierra fuera a emerger un submarino. Y se ponía el público de pie para liberarse de las ataduras del asiento. Perder los papeles. O recortarlos como nubes de confeti. Y jalear a los divos y a las madres que los parieron, sin menoscabo de los papeles secundarios. Teniendo muy poco de secundaria la nobleza y la valentía de Michael Chioldi, llamado de urgencia para sustituir al gran Carlos Álvarez y para remediar el contratiempo de una faringitis.
Aplaudíamos por nosotros. Por vosotros. Y observamos que la presencia de Tomowa-Sintow en el papel de Madelon -tiene 77 años- y la sabiduría del anciano Pinchas Steinberg en el foso -suya fue una versión intensa, matizada, con momentos de estruendo y pasajes camerísticos- subrayaban la oportunidad de un pacto con los viejos tiempos. Cuando la ópera revolvía las entrañas, excitaba los corazones, confundía los adjetivos -histórico e histérico- y concedía la razón al personaje de Gérard en la ópera de Giordano: la única verdad es la pasión.
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