El flamenco es un género
Flamenco y 'queer' (maricón) eran al principio apelaciones despectivas que han terminado por legitimarse haciendo bandera de ellas
Comparando las letras de los Rolling Stones con las de Camarón de la Isla podemos concluir que el cancionero del flamenco es políticamente correcto. En temas de género resultaría mucho más atento y cuidadoso el de San Fernando que la maldita y comercial banda de rock inglesa. Y, sin embargo, cuando se habla del flamenco como un género machista se pone el acento en adjetivos como tradicional, nacional o sureño. En realidad, como con casi todas las músicas populares con las que puede compararse —blues, tango o son, por ejemplo—, las cuestiones de género resultan un campo paradójico.
El flamenco se origina en la clase social que, cautelosamente, podemos seguir llamando lumpemproletariado. La zona de exclusión que este espacio significaba permitió que muchas formas no normalizadas en el campo del género, la familia o la sexualidad, encontraran allí un espacio de libertad. Las propias formas de sociabilidad gitanas, su entendimiento pagano —así lo describían las autoridades católicas— de la unidad familiar encontraban allí una notable tolerancia. Los procesos de proletarización, primero, y la nacionalización burguesa del género, especialmente en Andalucía, después, puso en fricción ese espacio de libertinaje. La violencia de género que se constata en ese ambiente de prostitución y delincuencia tenía que ver con eso mismo, una visibilización de la lucha de las mujeres por su autonomía, como ocurre en nuestros días, por cierto. Poco a poco, a base de normalización, se fueron adoptando las formas hegemónicas de dominio de género, eso que se conoce como heteropatriarcado, un término seguramente insuficiente para describir el sistema de dominio en esta fase tardía del capitalismo.
El flamenco, en su origen, es un espacio de desidentificación, destino paradójico para un arte de excluidos que acabará dando los signos identitarios, los tópicos, al mismo cuerpo social que lo desprecia
Con estos precedentes, el flamenco tiene campo propio, un espacio de lucha y conflicto en términos de género en el que la afición —los artistas y aficionados que la construyen— pueden usar el mote flamenco en el sentido que quieran, bien como una continuidad de las lacras y dominios del cuerpo social en el que se asientan, bien como un espacio de posibilidad y emancipación. Curiosamente, flamenco, al principio, era una apelación despectiva que la afición ha conseguido legitimar haciendo del descalificativo bandera propia, un poco, sí, en el mismo sentido que queer (maricón) ha acabado siendo enseña y partido en las luchas de género.
El interés de Cantaores andaluces, el libro que publicó Guillermo Núñez de Prado en 1904, no está tanto en la fiabilidad de las biografías que compila sino en la clasificación de los temperamentos, una forma de control sociológico que sigue la teoría de caracteres de Smiles. Importante es no solo la presencia de mujeres —en línea con la obra maestra La mujer en el cante, de Carmen Linares—, también el espacio que ocupan El Nitri y Antonia la de San Roque como seguiriyero gay y soleaera lesbiana, respectivamente. Ya digo, lo importante de este tratado, amén de su influencia en la construcción del género flamenco, no está en la veracidad de sus biografías sino en la variedad del cuerpo social que describe, en el mismo sentido de publicaciones decimonónicas como Los españoles pintados por sí mismos.
Pensemos en esa referencia a El Nitri y en el campo simbólico que abre. ¿Qué pensaría Freud de esas tres originales llaves de oro del cante, El Nitri, Manuel Vallejo y Antonio Mairena, retratados fotográficamente como hombretones, llavecita en mano, y con las leyendas homosexuales que los tres convocan? No se trata aquí tanto de que Mayte Martín o Miguel Poveda puedan hablar libremente de su sexualidad, que por supuesto, sino de cómo el flamenco permitió, como marcador de género que es, la falta de adscripción normativa de la Paquera de Jerez o La Niña de Antequera, Antonio el Bailarín o Vicente Escudero, Bernarda de Utrera o Bambino, Torre o el propio Mairena. Hombres, mujeres y flamencas, sí. El flamenco, en su origen, es un espacio de desidentificación, destino paradójico para un arte de excluidos que acabará dando los signos identitarios, los tópicos, al mismo cuerpo social que lo desprecia. Pensemos en cómo la maquinaria del nacionalcatolicismo franquista presiona para reprimir y reorganizar las herramientas principales de eso que conocemos como “periodo de revalorización del flamenco”: sea el “bailar en hombre” de Vicente Escudero o el mairenismo de Ricardo Molina y Antonio Mairena. El vanguardismo, en un caso, y el gitanismo, en otro, actúan como agentes transformadores que tienen que reprimir una parte del espacio de emancipación que era el flamenco —para el género no normativo, por ejemplo— para identificarse y legitimarse con la otra —ser español, andaluz o gitano—.
Como dice Pastora Filigrana, “ser gitano es más un hecho político que racial o cultural”. Es interesante atender a cómo los nuevos pensadores y activistas gitanos, en el marco de emancipación que ofrece el pensamiento decolonial, piensan su relación con el flamenco: como espacio de identificación —una especie de sharía cultural— o como espacio de emancipación no solo para sus prácticas paganas, sino también para las propuestas heterodoxas en el seno de su misma comunidad. Como dice en Las sabias, Janek, uno de sus actores protagonistas: “El flamenco y lo gitano son lo mismo. Lo gitano y lo romaní son lo mismo. Pero lo flamenco y lo romaní tiene sus distinciones”.
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