Cómo hacer un videojuego: Capítulo III
Ed Kay trabajó haciendo videojuegos de 'Star wars'. Ahora va por libre, creando su nueva obra como un hombre orquesta. Esta es su historia
El nivel se llama, Broken elevator. Oséase, Ascensor estropeado. Arranca como todos, con mi alpinista cabezón a los mandos de un helicóptero rojo brillante esperando a que haga el primer tap. Hago tap. Un gancho elástico, la única y caprichosa frontera que separa a mi alpinista de la muerte, se extiende exactamente al punto que ha presionado mi dedo, una roca de una ladera cubierta de nieve.
Dos taps después, me encuentro con el primer giro de guion del nivel. Una gran roca, encajada entre los extremos de dos estribaciones, bloquea mi camino. Hago lo único que puedo hacer, tap. Mi arpón perfora la roca y mi peso es suficiente como para que esta se venga abajo. Como es la primera vez que juego, mis dedos me traicionan. Caigo a plomo y la roca me aplasta sin piedad al chocar contra el canal de piedra por el que rebota.
Vuelta a empezar. Tap y tap. Y roca. Esta vez, elijo no pulsar sobre la roca sino sobre una pequeña holgura de nieve que hay a su derecha. Mi alpinista usa el poder de su gran jerolo para golpear la inmensa rueda de piedra. Por muy poco, aunque me pega un golpe al rozar, la roca asesina rueda ya lejos, llevando la destrucción bajo mis pies. Hago tap. Tap y tap.
Lo siguiente es una cabra. Mis queridas cabras. Pasar un pelín cerca de una significa llevarse un patadón de cuidado. El alpinista sale despedido, girando sin control como una peonza, y solo puede salvarte que haya una roca nevada cerca a la que enganchar el arpón y salvar el despeño. Pero esta cabra está bastante tranquila en su repisa. Y yo paso de agitarla. Subo hasta lo alto del pico y veo que el camino por arriba está cortado. Hay que moverse lateralmente, a un estrecho canal de piedra en rampa que lleva vaya usted a saber dónde. Hago lo de siempre: tap.
Y todo lo que viene pasa en apenas segundos. Mi culo resbala por la cuesta de piedra, aterrizo en una roca con forma de C invertida, la roca-C cae a plomo por mi peso, tal cual un ascensor estropeado, tal cual el título de este nivel. A mi derecha, hay una oportunidad que dura menos que un pestañeo. Unas rocas cubiertas de nieve que me conozco bien. Nada más ponga mi arpón sobre ellas, caerán a plomo, dejándome unas décimas preciosas para moverme a la siguiente. Pero quién dijo miedo. Una, dos, tres, diez rocas. Y luego vienen unas grandes y angostas piedras, que te arrastran con su peso. Y luego más rocas móviles. Y luego, al fin, la cumbre del nivel con su banderita. Un gran suspiro, una cabriola y el nivel está superado. Quedan... Quedan decenas.
Tenía un miedo real de enfrentarme a Hang line. Un miedo que se explica fácilmente. Hace casi dos años, en el verano de 2016, conocí a un tipo llamado Ed Kay jugando una partida a un divertidísimo videojuego español, Flat Heroes. Estábamos en el Gamelab, la convención internacional de videojuegos de Barcelona, y tras compartir el placer del juego, Kay me contó su historia. Era bastante alucinante. Tenía un currículum inacabable trabajando en AAA [las superproducciones de la industria del videojuego]. Había incluso trabajado para aquel ambicioso título por el que tanto suspiraban los fans de Star Wars, el Star Wars 1313, finalmente cancelado por Disney en cuanto tomó posesión del legado de Lucas.
Y ahora allí estaba, en Barcelona, como un desarrollador anónimo pasado al lado indie de la vida, el que exige a quien lo sufre (y disfruta) el saltar sin red al vacío. Kay quería hacer un juego en unos pocos meses. Yo quería contar la crónica de cómo eran esos pocos meses de hacer un videojuego completamente en solitario. El primer artículo lo publiqué en noviembre de 2016, cuando parecía que ya quedaba poco para ver la cumbre de la montaña. Y aquí estamos, cerrando febrero de 2018. Y, por primera vez, he podido jugar al juego de Kay. He podido jugar a Hang Line.
Kay ha sufrido un calvario menos espectacular que el de Cristo en el Gólgota pero tal vez, en cierto sentido, más desesperante por ser un calvario a cámara lenta. Primero, vivir en una ciudad nueva, donde la red humana que sostiene el día a día ha de inventarse de cero. Segundo, la inesperada lentitud de desarrollar un proyecto a su gusto perfeccionista, de llegar adonde realmente quería llegar. Tercero, tenerse solo a él y no a una oficina llena de compañeros como única referencia de si el rumbo iba bien encaminado o no. Y a eso hay que sumarle lo que todos tenemos en la vida, tragedias inesperadas de nuestros seres queridos, decepciones personales, decaimiento... De todo esto habló Kay en un artículo luminoso a pesar de estar escrito desde las sombras, en el que estableció una metáfora tan evidente como certera con su videojuego de alpinismo: Escalar una montaña imposible. Cómo hacer un videojuego solo es el título del artículo publicado en Gamasutra, la web de referencia en la que escriben desarrolladores de videojuegos, allá por agosto de 2017.
Así que, por supuesto, como ser humano normal y no como monstruo mezquino, quería que Hang line me gustara. Pero me había armado intelectual y emocionalmente para afrontar que no me gustara mucho, poco o nada.
Gracias al dios de las montañas y las cabras, no ha hecho falta.
Mi primer contacto con Hang line, y aún me quedan montañas por escalar, ha sido maravilloso. Creo que es el epíteto más adecuado, maravilloso.
Estudiando el cine de Spielberg y el hombre detrás del cine en preparación para esa apoteosis llamada Ready Player One, me encontré por varias fuentes con un mismo pensamiento. La capacidad de Spielberg para conectar como nadie con su niño interior. En palabras de Spielberg, poéticas palabras, "un niño está tan cerca de la verdad que es imposible engañarlo. Si no cree en algo, no puede fingir que cree". Conectar con ese niño interior, que se define por dos emociones la inocencia y la picardía que dan como consecuencia dos acciones; estas son: el maravillarse y el jugar. Hang line es un juego que sé que Spielberg disfrutaría enormemente, porque su combustible son la inocencia y la picardía. Porque maravilla y juega constantemente.
Pero es además una clase magistral de los pilares del diseño en videojuegos. Nintendo, en boca de Shigeru Miyamoto, definió como nadie que parte esencial de hacer un videojuego se resume en un concepto aparentemente pueril: que divierta. Pero la arquitectura desplegada para tal diversión es vasta y compleja incluso cuando su manifestación es simple. Hang line, por la sencillez de sus interacciones y sus elementos, deja ver toda esa tramoya, y en consecuencia aprender de ella, con asombrosa nitidez.
En el penúltimo video publicado en su imprescindible Game Maker's Toolkit, Mark Brown, una suerte de Bazin del videojuego, habla de la creciente popularidad de los juegos sistémicos. El concepto es fácil de entender. Se trata de videojuegos que despliegan una serie de sistemas que interactúan entre sí y por tanto generan, según las reglas de esa interacción, jugabilidad emergente. Esto es, lo imprevisto, incluso para el creador de las reglas. Y de lo imprevisto, evidentemente, surge el juego y el sentido de la maravilla. Brown bascula todo el video entre los momentos únicos y por tanto supuestamente más memorables que crea la jugabilidad emergente. En un tramo de video llega a oponer las infinitas variaciones que un paseo por la campiña de The Legend of Zelda. Breath of the Wild con los momentos de acción cinematográfica de un Call of duty. Lo hace con una sentencia inteligente, que sin embargo vamos a poner en duda. Parafraseo: "¿Quién tuitea sobre ese momento cinematográfico que le ocurre a todos los jugadores que pasan por Call of duty?".
Jugando a Hang line me percaté que esta oposición entre las dos maneras de entender el diseño es ficticia. Volvamos al nivel que les describí minuciosamente en el arranque de este artículo, Broken elevator. El primer elemento que nos encontramos en la narrativa interna del nivel es la gran piedra rodante, un guiño, precisamente, al arranque de Indiana Jones en busca del arca perdida. Kay ha colocado esa roca ahí con la clara intención de que nos intente aplastar. Pero cómo evitamos el obstáculo está enteramente en nuestras manos. Podemos optar por la estrategia segura de engancharnos a la holgura de la derecha y dejar que nos pase de largo. Podemos agarrarnos a ella y vivir una delirante bajada al filo de la muerte. O podemos activarla y tratar de huir por delante, a lo Indiana Jones. Poco después, nos encontramos el ascensor. Y hagamos lo que hagamos la idea es bajar en él. Pero incluso en la bajada, gracias a la magia del garfio, podemos subirnos al ascensor e intentar cazar de manera apoteósica una de las estrellas (los coleccionables del juego) del nivel con un enorme riesgo de perder la partida. Es decir, lo prediseñado y lo emergente van de la mano. Y todo, en el caso de Hang line, con un mero tap.
Creo que esto lleva ocurriendo desde los inicios del videojuego. Pongamos el ejemplo del género más lineal y prediseñado posible, el beat-em-up. La idea es de un esclavismo flagantre: sigue hacia delante y pega a todo lo que te encuentres por el camino. Pero recuerdo perfectamente que nos apiñábamos frente a una recreativa de Cadillac & Dinosaurs, Final fight y sobre todo Dungeon & dragons. Shadows over Mystaria para ver a ese dúo de jugadores especiales, los que podían pasarse todo el juego solo metiendo cinco duros. Porque su forma de reaccionar a los sistemas aparentemente rígidos del videojuego era excepcional. Porque el hecho de que los humanos juguemos a un videojuego ya provoca, de por sí, una jugabilidad sistémica. Evidentemente, si el enfoque de diseño apoya esta dirección, la variabilidad de soluciones se multiplicará exponencialmente. Pero siempre está ahí.
Y por otro lado, esa afirmación de Brown de que el momento cinematográfico es menos indeleble que el emergente es problemática. Muchos de los momentos más inolvidables del videojuego son claramente guiados por la mano del diseñador. Pienso, por ejemplo, en ese campo de flores blancas al final de Metal Gear Solid 3. Todos los jugadores que lo terminen pasarán por él. Todos lo recordarán el resto de su vida.
Volviendo a Hang line, quiero terminar la reflexión que me ha suscitado esta primera toma de contacto con sus endiabladas montañas con un pensamiento sobre el propio periodismo. Se nos entrena para ser testigos neutros de lo real, y por un buen motivo de base, aspirar a la (imposible) imparcialidad. Pero a medida que crecemos en el oficio, el ser humano ha de surgir. El ser humano concreto que somos cada uno de nosotros, plumillas y foteros del oficio. Ese ser humano define una mirada y un abanico de emociones sobre lo real y no por ello tiene que perder la capacidad de conservar su espíritu crítico y ecuanimidad. Por eso quiero dedicar las últimas líneas de este tercer capítulo en una serie sobre cómo hacer un videojuego a la alegría que siento. Hang line es bueno. ¡Es bueno! Y eso es un triunfo para Ed que siento también en parte mío, como testigo de algo que merece la pena. Me alegro sumamente por él, porque su sacrificio haya tenido sentido. No siempre sucede así. Pero, en su caso, escalar la montaña ha tenido recompensa. Al menos, bajo la mirada de este apasionado jugador.
Babelia
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