Perelman: el escritor más gracioso del mundo
Apenas traducido al español, el neoyorquino fue uno de los grandes humoristas del siglo XX. Una antología reivindica su legado, inspirado en autores como Joyce, Conrad y Lardner
Antes de nada debo hacer una confesión: el libro que más veces he leído en mi vida no es El Quijote. Tampoco La Biblia, ni el Manifiesto comunista. Tampoco En busca del tiempo perdido, de Proust, aunque en este caso sobre todo por falta de tiempo. El causante de que mis carcajadas hayan interrumpido el sueño de mi mujer muchas noches es Sin plumas, de Woody Allen. No conozco mejor remedio contra el insomnio, la depresión o cualquier tipo de problema personal o profesional, económico o sexual.
Woody quería ser Groucho Marx, Ingmar Bergman y Chéjov. Sólo queriendo ser otros uno llega a ser alguien: sí mismo. Como Truffaut, que quería ser Hitchcock, Renoir y Rossellini y acabó siendo Truffaut. Que no es poca cosa.
Woody Allen comenzó vendiendo chistes y gags a cómicos consagrados y luego creció como monologuista en los clubes neoyorquinos de los sesenta. Pero donde se hizo a sí mismo fue en las páginas de The New Yorker. Y en sus artículos para esta revista, luego recogidos en libros, puede verse que, antes de dirigir películas, lo que Woody Allen quería es ser S. J. Perelman.
Y estuvo a punto de conseguirlo. Hasta el punto de que muchos de sus artículos y cuentos no existirían sin el antecedente de Perelman, que publicó en las mismas páginas de The New Yorker su prosa única, inteligente, juguetona, profunda, disparatada, sofisticada durante medio siglo, de 1930 a 1979.
Algunas de las piezas mejores y más celebradas de Allen descienden en línea directa de Perelman. Por citar sólo las más obvias, Si los impresionistas hubiesen sido dentistas no creo que hubiese existido nunca sin el precedente de Azótame, papi posimpresionista, de Perelman; o La puta de Mensa y Mr. Big, los dos casos del detective Kaiser Lupowitz, parodia de Philip Marlowe, se remontan a Raymond Chandler, pero lo hacen vía Mike Noonan, el detective de Adiós, muñeca sueca, de Perelman, quien se carteaba a menudo con Raymond Chandler y a quien mandó una copia del cuento, que Chandler califica en una carta a su editor de “maravillosa parodia”.
Dicho todo esto, no se trata de regatear ningún mérito, sino de celebrar el buen gusto de Woody eligiendo a sus modelos, y también su audacia, pues “imitar”, o pretenderlo, a Perelman es algo así como pretender emular a Shakespeare o a Michael Jordan. Pero Woody podía hacer parodias hasta de Sartre (Los condenados) o Iris Murdoch (Mi apología), por citar algunos.
Ahora la editorial Contra ha tenido la no menor audacia de editar una antología de textos de S. J. Perelman, Perelmanía. Sólo un libro de Perelman había sido traducido antes al castellano (Los Robinsones Perelman, ¡hace 27 años!), y se trata de su libro más convencional. Porque, si exceptuamos el Finnegans Wake, de Joyce, es posible que no haya un inglés más intraducible que el de Perelman, un mago no sólo del humor, sino también del lenguaje, continuo inventor de palabras y expresiones. Así que hay que agradecer a Contra su osadía y su más que aceptable resultado en tan difícil empeño.
Woody Allen dijo que Perelman era “el ser humano más gracioso del mundo”, y Tom Wolfe lo calificó de “el escritor más gracioso de América”.
Pero del mismo modo que Woody se inspiraba en Perelman, Perelman, a su vez, también tenía sus maestros y, como Woody, no los ocultaba. James Joyce, Joseph Conrad, P. G. Wodehouse, H. L. Mencken (quien definió la conciencia como “esa voz interior que nos avisa de que alguien puede estar viéndonos”) y Flann O’Brien se contaban entre sus favoritos. Por no hablar de su inseparable amigo del colegio Nathan Weinstein, que luego cambiaría su nombre, con futurista lucidez por cierto, por el más adecuado para un novelista serio de Nathanael West. Por cierto, Perelman se casó con su hermana Laura y vivieron felices e infelices toda su vida en un matrimonio que duró más de 40 años y que sus respectivas aventuras amorosas jamás consiguieron romper.
Eran tiempos en que el humor no estaba reñido con la inteligencia, la cultura, el estilo, la clase. Entre sus admiradores, Perelman contó con nombres como Dorothy Parker, T. S. Eliot, Somerset Maugham, Gore Vidal, Philip Roth, Kurt Vonnegut, John Updike, Joseph Heller, Guillermo Cabrera Infante o Steve Martin.
Exceptuando el 'Finnegans Wake', de Joyce, es posible que no haya un inglés más intraducible que el de este mago del humor y del lenguaje
Pero quizá a quien hay que citar como la influencia decisiva en Perelman sea a Ring Lardner, que murió tuberculoso cuando Perelman comenzaba su carrera. Perelman confesó que “había robado tanto a Ring Lardner que deberían arrestarle”. Qué hermoso elogio…
Lardner era un genio. Scott Fitzgerald (de quien era buen amigo) y hasta Virginia Woolf admiraban a Ring Lardner. John O’Hara decía que era el escritor de quien más había aprendido. Y hasta Salinger hace decir a Holden Caufield, el protagonista de El guardián en el centeno: “Mi autor favorito es mi hermano D. B. y el siguiente Ring Lardner”. Eran tiempos en que el humor no era un subgénero.
Hemingway admiraba tanto a Lardner que de joven firmaba sus artículos para el periódico de la universidad como Ring Lardner Jr., seudónimo que sería usurpado años más tarde por Ring Lardner Jr. en persona, guionista y uno de Los Diez de Hollywood durante la siniestra caza de brujas de McCarthy, que le llevaría a la cárcel y a trabajar de negro, aunque acabaría ganando el Oscar por el guion de MASH. Su hermano James murió en España luchando por la democracia y la libertad en la Brigada Lincoln, aunque esta información tal vez no viene al caso. ¿O sí?
En una de sus “obras teatrales”, por llamarlas de algún modo, Lardner escribió: “Se baja el telón durante siete días para transmitir la impresión de que ha pasado una semana”.
En otra ocasión, declinó una invitación a una partida de póquer con el argumento de que era la noche libre de su hijo pequeño y tenía que quedarse con la niñera. Y a un amigo que se había ido de vacaciones le mandó el siguiente telegrama: “¿Cuándo vuelves, y por qué?”.
Como Perelman y Groucho dominaron el humor de los treinta, Lardner reinó en los locos años veinte, junto a sus compañeros de la famosa mesa redonda del hotel Algonquin de Nueva York, gente como Robert Benchley, que dijo: “Hace tanto que no viajo al extranjero que ya casi hablo inglés sin acento”, o que dirigió el corto Cómo dormir, un clásico. A una mujer que contemplaba la idea del suicidio le aconsejó: “Debes saber una cosa: destrozarás tu salud”. También era suya la frase “Dime tus fobias y te diré de qué tienes miedo”. Benchley confesó: “Me llevó 15 años darme cuenta de que no tenía ningún talento como escritor, pero no pude dejarlo porque para entonces ya era demasiado famoso…”; George S. Kaufman, a quien Adolph Zukor ofreció 30.000 dólares por los derechos cinematográficos de una de sus obras y que respondió ofreciendo 40.000 por la Paramount; Alexander Woollcott, que dijo que todas las cosas que le gustaban “eran inmorales, ilegales o engordaban”; Dorothy Parker, que dijo de una mujer “que hablaba 18 idiomas pero era incapaz de decir ‘no’ en ninguno de ellos”, y que discutiendo un nuevo empleo dijo: “El sueldo no es un problema. Solo quiero lo suficiente para mantener mi cuerpo y mi alma separados”; o Harold Ross, fundador de The New Yorker, que una vez le preguntó a Lardner cómo redactaba sus artículos y este le respondió que escribía algunas palabras separadas en un pedazo de papel y luego “rellenaba los espacios vacíos”.
Y no olvidemos al canadiense Stephen Leacock, un tipo tan ingenioso que dijo que a todos los Hohenzollern, los Habsburgo, los Mecklenburg y los Muckendorf habría que ponerlos a trabajar, “y no de generales, directivos, legisladores o terratenientes, sino poniéndolos en el simple y humilde lugar de un obrero que busca trabajo”. Para morirse de risa.
El gran Jack Benny nombraba a Leacock como una gran influencia, y decía que fue Groucho quien se lo descubrió cuando ambos eran humoristas principiantes.
Todo ello para decir que Perelman, como todos, no nació por generación espontánea, que el humor, la literatura, el arte son un árbol de muchas ramas. “Todo lo que no es tradición es plagio”, dice un aforismo catalán del siglo XIV, que se atribuyó después a Eugenio d’Ors, y que luego repetía Buñuel.
Y en el árbol, la tradición, o la torre (de la canción) que diría Leonard Cohen, nos podemos remontar a Ambrose Bierce, autor de esas obras maestras que son El diccionario del diablo y las Fábulas fantásticas, y hasta a Mark Twain, tal vez el padre del humor americano, según Hemingway, de la literatura americana…
Perelman detestaba que se hablara más de él por sus dos guiones para películas de los hermanos Marx que por el resto de su obra
También España tiene su rama. Muchas veces me he preguntado a dónde habrían llegado los geniales Jardiel Poncela, Edgar Neville, Tono y Miguel Mihura de vivir en otras circunstancias históricas…
Pero por qué limitarnos a América y no buscar la influencia europea, que nos llevaría a Swift, Cervantes y Rabelais, y de ahí a Aristófanes y a Plauto, a los libros de chistes de Poggio Bracciolini y Filipo de Macedonia, para acabar en el Margites, del que se conservan apenas unas frases, y que según Aristóteles inauguró la comedia, o ¿por qué no? el mismísimo Confucio…, que a veces suena bastante grouchiano. Pero “no te remontes”, que dice María Barranco…
Perelman era hijo de emigrantes judíos rusos y nació en Brooklyn, como corresponde a un humorista serio. A los 26 años consiguió colar su primer artículo en The New Yorker. Era una historia en la que una mujer se quejaba escandalizada por haber visto a un hombre besando la estatua de un caballo en un parque. Perelman confesaba que era él y se indignaba de “a qué extremos están llegando las cosas cuando alguien que paga sus impuestos no puede entrar a un parque sin tener un atajo de espías como usted merodeando entre los arbustos…”.
Gran parte de la popularidad de Perelman se debía a haber escrito los guiones de la segunda y tercera películas de los hermanos Marx, Monkey Business (Pistoleros de agua dulce, 1931) y Horse Feathers (Plumas de caballo, 1932). Pero Perelman detestaba que se hablara de él más por estos trabajos que por el resto de su obra.
Groucho contaba que Perelman no quería que se le relacionara con esas dos películas, pero que cuando tuvieron éxito pretendía haberlas escrito él solo. Groucho, 14 años más viejo, sin duda lo admiraba, y confesaba haber leído todo Perelman y que fue él quien quiso tenerlo de guionista en las dos películas.
De hecho, el primer libro de Perelman, Dawn’s Ginsbergh Revenge (1928), llevaba en la solapa una frase promocional de Groucho Marx: “Desde que cogí el libro hasta que lo dejé he estado retorciéndome de risa. Espero leerlo un día de estos”.
Aunque parece ser que la frase que Groucho propuso inicialmente, pero que no llegó a utilizarse, era: “Este libro será siempre una primera edición”.
La contraportada tampoco era manca, el autor se presentaba diciendo “antes de hacer a S. J. Perelman rompieron el molde”.
En 1952 publicó Yo siempre te llamare schnorrer, mi explorador africano (incluido en Perelmanía), que no le sentó nada bien a Groucho. Este y Perelman se refirieron el uno al otro a lo largo de los años con el cariñoso calificativo de “hijo de puta”.
Según Groucho, Perelman miraba a los otros guionistas por encima del hombro, probablemente con motivo, y se consideraba un escritor de primera clase, lo que sin duda era, pero como dijo Groucho “sólo porque seas el mejor no tienes que ser un hijo de puta”. Groucho, que había admirado y querido a Perelman, pasó a odiarlo y hasta el final de su vida mantenía “todavía le odio”. Nunca le perdonó, incluso cuando Perelman le visitó mientras estaba enfermo, visita que fue un fracaso.
En su artículo The Winsome Foursome (1961), Perelman contaba: “Uno de los traumas de mi vida fue leer en voz alta el guion de Plumas de caballo a los hermanos (Marx), sus contables, su peluquero, sus dentistas, varios parientes y otros miembros de su entorno, en total 27 personas y 5 perros, escuchando todos ellos los gags en el más triste silencio”.
¿Es posible un matrimonio duradero entre dos genios del humor? Probablemente, no.
George S. Kaufman, autor de la obra original y el guion de la primera película de los Marx, decía:“The coconuts es una comedia, pero conocer a los Marx fue una tragedia”.
A Perelman no le gustaba escribir con otros. Le gustaba estar solo, en su despacho, en absoluto silencio, frente a su máquina de escribir y un retrato de Joyce, de 10.00 a 18.00, seis días a la semana, y de espaldas a la ventana. Su media eran 1.000 palabras semanales, y decía que reescribía cada artículo unas 30 veces.
Escribiendo Monkey Business Perelman y Arthur Sheekman se enzarzaron en una pelea sobre una línea del diálogo. Perelman amenazó a su coguionista: “Si vuelves a repetirla te tiro por la ventana”.
“Te lo pondré fácil”, replicó Sheekman, y saltó por la ventana. Afortunadamente la oficina en que trabajaban en el edificio de escritores de la Paramount estaba en la planta baja.
Perelman sostenía que el humor “amable” no existía y que escribía sus piezas con rabia.
Groucho y Perelman se inspiraban mutuamente. Es difícil no reconocer a Perelman detrás de muchos de los diálogos de aquellas películas, como cuando Groucho increpa al capitán del barco en que los Marx viajan de polizones:
—¿Sabe quién se coló en mi camarote a las tres de la madrugada?
—No, ¿quién?
—Nadie, y esa es mi queja. Soy joven, quiero alegría, risas, cha-cha-cha… Quiero bailar… Quiero bailar hasta que las vacas vuelvan a casa.
Años más tarde, Perelman ganó un Oscar al mejor guion por una película tan poco inspirada como La vuelta al mundo en 80 días. En ella se escuchaban cosas como:
—¿Sabe si ha habido alguna mujer en su vida?
—Supongo que tuvo una madre, pero no estoy seguro.
Apostaría la vida de cualquier miembro del Gobierno a que este diálogo se debe a Perelman, pero no puedo asegurarlo. Y confieso que no me he tomado la molestia de releer el clásico de Julio Verne para comprobarlo.
Lo que está claro es que Perelman fue uno de los más geniales humoristas del siglo pasado y, mientras no surja alguien que me demuestre lo contrario, sigue siéndolo también del XXI. Podríamos decir que fue uno de los más altos ejemplos del surrealismo americano, si no fuera porque los surrealistas carecían de sentido del humor, salvo la rama española (Buñuel y Dalí).
Esperemos que el título de esta necesaria edición española se haga realidad y la Perelmanía se convierta en tendencia, aunque, por ataques de optimismo semejantes, pueden encerrarle a uno de por vida.
Perelmanía. S. J. Perelman. Traducción de David Paradela López. Contra. 376 páginas. 21,90 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.